Les pareció que pasaba un siglo mientras esperaban a los coches de la policía. Los cuatro chicos se habían puesto tan nerviosos, que no podían estar quietos. Peter pensó que debía ir a echar un vistazo a la banda.
Salió sigilosamente y se fue hacia el camión. La oscuridad y el silencio eran absolutos. Siguió adelante y, de pronto, tropezó con alguien que estaba de pie junto al camión.
Este alguien lanzó una exclamación y lo atenazó con sus manos.
—¡Eh! ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Después le deslumbró una luz y la voz de Zeb le dijo:
—¡Ah! Eres el chico que hacía preguntas el otro día… ¿Qué te propones?
Y le sacudió con tal fuerza, que Peter estuvo a punto de caer. En este momento, Scamper llegó como un rayo.
—¡Grrrrrrrr!
Se lanzó sobre Zeb y le clavó los dientes en la pierna. Zeb profirió un grito.
Otros dos de los hombres se acercaron corriendo.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¡Un chico y un perro! —gruñó Zeb—. ¡Debemos darnos prisa! ¿Habéis terminado la descarga? Ese chico puede dar la voz de alarma.
—Pero ¿dónde está? ¿Por qué no lo cogiste? —dijo uno de los hombres, furioso.
—Lo tenía sujeto, pero el perro me mordió y tuve que soltarle —dijo Zeb, frotándose la pierna—. Los dos han desaparecido en la niebla. ¡Vamos, daos prisa!
Peter había vuelto a toda velocidad al lado de sus compañeros, diciéndose, alarmado, que por un poco lo hacen prisionero. Se agachó para acariciar a Scamper.
—¡Eres un buen amigo! —le dijo en voz baja—. ¡Ah! ¡El valiente Scamper!
Scamper movió la cola, satisfecho. No comprendía en absoluto por qué le había llevado Peter a aquel sitio tan extraño con una niebla tan cerrada, pero se sentía feliz de estar con él fuera donde fuese.
—¿Cuándo llegará ese coche de la policía? —susurró Colín, temblando de excitación y de frío.
—Ya no tardará —murmuró Peter—. ¡Ah, aquí viene! ¡Mira, vienen dos!
Se oía claramente el ruido de los dos autos que subían por la carretera, camino del recinto de las mercancías. Iban despacio a causa de la niebla. Hubieran llegado mucho antes si la atmósfera hubiese estado despejada.
Llegaron al recinto y se detuvieron. Peter corrió hacia el primero. Lo conducía el inspector, y había cuatro policías dentro. El segundo coche llegó en seguida, y de él saltaron al exterior, en un instante, varios agentes vestidos de paisano.
—¡Señor inspector, ha llegado usted en el momento preciso! —dijo Peter—. El camión está allí. Lo acaban de cargar. Los atrapará con las manos en la masa.
Los policías corrieron hacia la forma oscura que se distinguía en la niebla y que no era sino el enorme camión. Zeb, Larry, Carlitos el Descarado y los demás hombres estaban ya dentro, con la carga de estaño; pero Zeb no encontraba la llave de contacto.
—¡Ponlo en marcha de prisa, estúpido! —dijo Carlitos el Descarado—. La policía está aquí. ¡Lanza el camión contra ellos si intentan detenernos!
—La llave no está. Debe de haberse caído —se lamentó Zeb, y alumbró con la linterna el suelo, debajo del volante. Pero no podía adelantar nada mirando allí, porque la llave estaba bien guardada en el bolsillo de Peter.
La policía rodeó el camión parado.
—El juego se ha terminado, Carlitos —dijo la voz severa del inspector—. ¿Te entregas o qué? ¡Te hemos cogido con las manos en la masa!
—¡No nos hubierais cogido si hubiésemos podido poner en marcha el camión! —gritó Zeb, furioso—. ¿Quién ha cogido la llave? Eso es lo que yo quisiera saber. ¿Quién la tiene?
—Yo —gritó Peter—. La cogí para que no pudierais escapar en el camión.
—¡Eres un chico listo! —dijo, admirado, un policía que estaba cerca. Y dio al encantado Peter una palmada en la espalda.
De pronto la niebla empezó a aligerarse y la escena pudo verse mejor a la luz de tantas linternas y faroles. El maquinista, el fogonero y el guarda salieron del cobertizo, sorprendidísimas, preguntándose qué habría pasado. Zeb los había dejado tomando té y jugando a las cartas tranquilamente.
La banda no dio que hacer. No valía la pena intentar nada teniendo tantos hombres fuertes alrededor. Los esposaron y los encerraron en los coches, los cuales partieron a una velocidad superior a la de su llegada, gracias a que la niebla se había aclarado.
—Yo volveré con vosotros —dijo con voz alegre el inspector—. Ahora no hay sitio para mí en los coches. ¡No quiero que me espachurren!
Dijo al maquinista que diera cuenta a sus superiores por teléfono de lo que había sucedido, y le dejó, así como al fogonero y al guarda, que estaban tan asombrados como él, al cuidado del convoy.
Después, él y los cuatro chicos se encaminaron a casa de Peter. ¡Qué sorprendida quedó la madre del jefe del club cuando abrió la puerta y se encontró ante los cuatro niños y el corpulento inspector!
—¡Dios mío! ¿Qué nueva diablura han hecho? Acaba de venir un policía a quejarse de que el otro día Peter atravesó los raíles del tren con sus amigos. ¡No me diga ahora que ha hecho algo peor!
—Pues… verdaderamente ha vuelto a cruzar las vías —dijo el inspector con una amplia sonrisa—, pero lo que ha hecho esta vez no ha sido ningún mal, sino un gran bien. Déjeme entrar y se lo contaré todo.
Y así, en presencia de la entusiasmada Janet, refirió la aventura de aquella tarde.
—Ya ve usted —terminó el inspector—. Por fin hemos echado el guante a Carlitos el Descarado. Es el jefe de la banda que desvalija los vagones de mercancías por toda la región. ¡Un hombre listo, pero no tan listo como los Siete Secretos!
Al fin se fue el inspector, satisfechísimo y admirando una vez más a los Siete Secretos. Peter se volvió a sus amigos.
—Mañana —dijo solemnemente y con cara radiante— convocaremos una reunión de los Siete Secretos e invitaremos a los Cinco Célebres.
—¿Para qué? —preguntó Janet, sorprendida.
—Sólo para decirles cómo se desenvuelven los Siete Secretos en sus asuntos —dijo Peter—. ¡Y para agradecerles que nos hayan dado la pista de esta emocionante aventura!
—¡Eso! A Sussy no le gustará —dijo Jack.
—Desde luego —dijo Janet—. ¡Los Cinco Célebres! ¡Éste será su final!
—¡Vivan los Siete Secretos! —gritó Jack—. ¡Hurra por nosotros…! ¡¡Hip, hip, hurra!!