Una tarde de emociones

Las dos madres, la de Peter y la de Colín, estaban muy enfadadas por el retraso con que sus hijos habían llegado a comer. Janet sentía tales deseos de saber lo que había pasado, que casi no podía esperar a que Peter terminara. Éste le hacía gestos con las cejas a cada momento, mientras engullía el guisado de carne, temeroso de que a su hermana se le ocurriera hacer alguna pregunta comprometedora.

Terminada la comida, la envió a buscar a los Siete Secretos, que no tardaron en llegar. Colín se retrasó un poco porque tuvo que acabar de comer.

Peter contó todo lo ocurrido y los demás le escucharon entusiasmados. ¡Vaya información! ¡Encontrarse con Zeb y que él les hubiera contado todo lo que querían saber!

—No tenía ni la menor idea de por qué le hacíamos tantas preguntas —dijo Colín con un guiño de picardía—. Estuvo bastante amable con nosotros aunque es un individuo de aspecto miserable,

—Esta tarde iremos a la bifurcación —dijo Peter—. También averiguaremos qué días pasa ese tren de mercancías.

Y allá se fueron. Primero entraron en la estación para buscar al mozo. Éste tenía poco trabajo y se alegró de tener a alguien con quien hablar Les contó muchas cosas ocurridas en los trenes, y Peter le llevó poco a poco al tema de los mercancías.

—Aquí viene uno —dijo el mozo—. Pero no parará en esta estación, porque no hay pasajeros para subir y ninguno querrá bajar. ¿Lo veis? ¿Queréis contar los vagones? No es muy largo…

La mayoría de los vagones iban al descubierto, y transportaban las cosas más diversas: carbón, ladrillos, maquinaria, cajones de embalaje… El tren pasó lentamente, chirriando, y los Siete contaron treinta y dos vagones.

—Yo preferiría ver ese tren de mercancías de que nos habló Zeb —dijo Peter al mozo—. El que viene de Petlington y de más allá, el de las seis y dos, creo que dijo. A veces es larguísimo, ¿verdad?

—Sí, pero para verlo tendréis que venir el martes o el viernes —dijo el mozo—. Os advierto que no lo veréis bien, porque cuando pasa ya no hay luz. Mirad, el guarda del tren de mercancías os está saludando con la mano.

Los chicos le devolvieron el saludo. El tren de mercancías se fue haciendo más y más pequeño en la distancia y al fin desapareció.

—¿No roban cosas de los vagones abiertos? —dijo Peter con la mayor inocencia.

—¡Vaya si roban! —repuso el maletero—. Ha habido gran cantidad de robos últimamente. ¡Hasta un automóvil se sacó de un vagón, aunque os cueste creerlo! Dicen que es una banda. No sé cómo se las arreglarán… Bueno, chicos, tengo que ir a trabajar algo. ¡Hasta la vista! Los Siete se marcharon. Por el lado de la vía recorrieron una milla aproximadamente y llegaron al lugar donde estaban los cambios que Zeb les había enseñado a manejar aquella mañana. Peter los señaló.

—Por esa bifurcación desviarán el tren de mercancías —dijo—. Me gustaría saber qué día. Creo que será pronto, porque la nota que dieron a Jorge decía que todo marchaba bien, y que todo estaba preparado.

Siguieron el ramal del desvío, avanzando junto a los raíles. La línea describía una curva e iba a parar finalmente a un pequeño recinto para mercancías. No parecía haber nadie en él en aquel momento.

El recinto tenía grandes puertas, que estaban abiertas para dejar paso a los camiones que tenían que llevarse las mercancías descargadas de los vagones que entraban en el desvío. Pero ahora sola mente se veían vagones vacíos en la pequeña línea y no había un alma alrededor de ellos. Estaba clara que no se esperaba ningún tren de mercancías durante algún tiempo.

—Este sitio es muy solitario —dijo Colín—. Si a un tren de mercancías se le envía aquí, nadie lo oirá ni lo verá…, excepto los que lo estén esperan do. Apuesto a que vendrá un camión furtivamente un anochecer para llevarse del vagón que tenga en la lona marcas blancas, las chapas de estaño, las cañerías o lo que sea.

—¿Y si viniéramos el martes al anochecer, por si acaso es el día elegido por ellos? —dijo Jack di pronto—. Las chicas no. Solamente nosotros, los chicos. Si viéramos que pasaba algo, podríamos avisar a la policía. Y antes de que Zeb y Larry pudieran terminar de descargar, tendríamos aquí a los agentes. ¡Esto sería emocionante, digo yo!

—No sé, no sé. Creo que lo que deberíamos hacer es ponernos en contacto con ese inspector que tan simpático nos es a todos —dijo Peter—. Ya sabemos lo bastante para poder hablar con seguridad. Lo único que no sabemos es si la cosa será el martes o el viernes.

Se quedaron allí discutiendo. Ninguno de ellos vio a un corpulento policía que iba de un lado a otro con toda parsimonia.

Cuando vio a los niños, se quedó parado, observándoles.

—Me gustaría ver esas palancas de cambios —dijo Colín, que empezaba a cansarse de la discusión—. Enséñamelos, Peter. Ya estaremos atentos a los trenes.

Peter se olvidó de que a los niños no se les permitía atravesar las vías de ferrocarril. Se dirigió a la bifurcación, seguido de los demás, avanzando por el centro de las vías.

Un vozarrón los detuvo.

—¡Eh, muchachos! ¿Creéis que os podéis saltar las reglas así como así? ¡Venid aquí! Tengo algo que deciros.

—¡Huyamos! —dijo Pamela, aterrada—. ¡No nos dejemos atrapar!

—No. No podemos huir —dijo Peter—. Me olvidé de que no podíamos ir por las vías como lo hacíamos. Volvamos a explicárselo. Si nos excusamos, todo irá bien.

Peter condujo de nuevo a los Siete hacia el recinto de las mercancías. El policía se acercó a ellos con el ceño fruncido.

—Oídme —dijo— últimamente a los niños les ha dado por venir a cometer travesuras en las vías de ferrocarril. Voy a tomar los nombres y las señas de todos vosotros e iré a quejarme a vuestros padres.

—¡Pero sí no hacíamos nada malo! —se lamentó Peter—. Sentimos haber cometido una falta, pero de verdad que no hacíamos nada malo.

—¿Y a qué habéis venido aquí? —preguntó el policía—. Alguna travesura os traeríais entre manos; estoy seguro.

—¡Pues no! —dijo Peter.

—Entonces, ¿a qué habéis venido? —insistió el policía—. Decídmelo en seguida. Para algo habréis venido.

—Díselo —dijo Bárbara, asustada y a punto de echarse a llorar.

El policía sospechó lo peor cuando vio que había algo que contar.

—¿De modo que algo tramabais? Pues ya me lo estáis diciendo todo o apunto vuestros nombres y direcciones.

Peter no quería contar nada a aquel hombre de mal genio. Primero, porque no creería la extraordinaria historia que los Siete Secretos le habrían referido, y segunda porque Peter no estaba dispuesto a descubrir los secretos del club. No; de decírselo a alguien, se lo diría a su padre, o al inspector a quien todos apreciaban tanto.

Esto terminó cuando el policía perdió la paciencia y empezó a apuntar nombres y direcciones. Era desesperante. ¡Pensar que habían ido allí para ayudar a dar caza a una banda de astutos ladrones, y les habían tomado los nombres por cometer una pequeña falta!

—Mi padre me dará una paliza si se entera de esto —dijo Colín, preocupada—. ¡Oh, Peter, vamos a decírselo a nuestro amigo, el inspector, antes de que el policía vaya a hablar con nuestros padres!

Pero Peter estaba furioso y no daba su brazo a torcer.

—¡No! —dijo—. Acabaremos este asunto nosotros. La policía podrá venir en el último momento, cuando lo hayamos hecho todo. Sí, y también vendrá ese antipático policía que nos tomó los nombres. ¡Imagínate la cara que pondrá cuando tenga que venir una noche a este lugar para detener a unos ladrones descubiertos por nosotros y no por él! ¡Me encantará darme importancia en sus narices!

—Me gustaría venir a mí también esa noche —dijo Janet.

—Pues ni lo sueñes —dijo Peter sintiéndose en aquel momento muy jefe de los Siete Secretos—. Chicas, de ninguna manera. Mira a Bárbara: llora porque un policía le ha tomado el nombre y la dirección ¿Para qué nos serviría en una noche llena de peligros? No, vendremos nosotros cuatro y sólo nosotros cuatro. ¡Y no se hable más del asunto!