Los dos chicos se alegraron en parte, y en parte sintieron que los hombres se hubieran ido a la otra habitación. Se alegraban porque ya no temían que los descubrieran, y estaban apenados porque ahora les era imposible oír con claridad lo que los hombres decían.
Sólo percibían un murmullo.
Jack dio un codazo a Jorge.
—Voy a acercarme con sigilo a la puerta. Quizá pueda oír lo que dicen.
—¡No! —dijo Jorge, alarmado—. Nos descubrirán. ¡Seguro que harás ruido!
—No lo haré. Llevo los zapatos de suela de goma —le susurró Jack—. Tú, quieto aquí. Me pregunto dónde estarán Sussy y Jeff. Espero no darme de narices con ellos.
Jack anduvo sin hacer ruido hasta la entrada de la otra habitación. Había una puerta rota colgando y miró por la abertura. Vio que en la habitación estaban los tres hombres, sentados sobre viejos cajones, concentrados en el estudio de una especie de mapa, y hablando en voz baja.
¡Si pudiera oír lo que decían! Intentó ver cómo eran los hombres, pero le fue imposible en aquella oscuridad. Sólo podía oír sus voces. Una de ellas era clara y hablaba con educación y firmeza; las otras dos eran vulgares y rudas.
Jack no comprendía lo que estaban hablando. Cargar y descargar. Seis-dos o quizá siete-diez. Cambios, cambios, cambios. No debe de haber luna. Oscuridad, niebla, neblina. Cambios. Niebla. Seis-dos, pero podéis tardar tanto como siete-veinte. Y de nuevo cambios, cambios, cambios.
¿Qué demonios querrían decir? Era desesperante oír aquellas palabras extrañas que no tenían ningún sentido. Jack aguzó el oído con el deseo de oír mejor; pero como no lo consiguiera, decidió acercarse algo más.
Se apoyó contra algo que cedió con su peso. ¡Era la puerta de un armario! Antes de que pudiera impedirlo, Jack cayó en el interior del mueble con un golpe seco. La puerta se cerró tras él con un suave «clic». Se quedó allí sentado, muerto de miedo, lleno de asombro, sin atreverse a hacer el menor movimiento.
—¿Qué ha sido eso? —dijo uno de los hombres.
Todos se quedaron escuchando, y en aquel momento una enorme rata recorrió silenciosamente la habitación sin apartarse de la pared. Uno de los hombres la enfocó con la linterna.
—Una rata —dijo—. Este caserón está plagado de ratas, ¡Qué ruido ha hecho!
—No estoy seguro de que haya sido ella —dijo el hombre de la voz clara—. Apaga la linterna, Zeb. Calla y siéntate un momento. Escuchemos.
La luz se apagó. Los hombres se sentaron y permanecieron en silencio, escuchando. Otra rata se deslizó por el suelo.
Jack estaba sentado dentro del armario, tan inmóvil como un muerto, temeroso de que los hombres pudieran descubrir quién había hecho el ruido. Jorge seguía en la otra habitación, de pie dentro de la gran chimenea, preguntándose qué habría sucedido. ¡Qué silencio tan absoluto! ¡Qué oscuridad tan profunda…!
En el cañón de la chimenea se despertó la lechuza y se desperezó una vez más. Era de noche: la hora de ir de caza. Ululó suavemente y se dejó caer chimenea abajo para seguir su camino a través de la ventana sin cristales.
La lechuza se quedó tan sorprendida al toparse con Jorge como éste al sentir que la lechuza le rozaba la cara. El pájaro salió por la ventana, volando silenciosamente. Era una sombra moviéndose en la escasa claridad.
Jorge no podía soportar seguir permaneciendo allí. Tenía que salir de aquella chimenea pasara lo que pasase. Alguna otra cosa podía caer sobre él y pasar rozando su cara. ¿Dónde estaría Jack? ¡Qué traición la suya al marcharse dejándole con cosas que vivían en chimeneas! Además, Jack tenía la linterna. Jorge habría dado cualquier cosa a cambio de la luz de una linterna.
Salió de la chimenea deslizándose, y se quedó en medio de la habitación, preguntándose qué podría hacer. ¿Qué haría Jack? Había dicho que iba a la puerta de la otra habitación para ver si podía oír lo que los hombres decían. Pero ¿dónde estaban los hombres ahora? No se oía ningún ruido.
«Quizá hayan salido por otra ventana y se hayan marchado —pensó el pobre Jorge—. Pero, si es así, ¿por qué no vuelve Jack? Se está portando muy mal conmigo. No podré aguantar esto mucho tiempo».
Se acercó a la puerta, alargando los brazos y con las manos abiertas para averiguar si Jack estaba allí.
No, no estaba. En la habitación de al lado reinaba la más completa oscuridad, y le era imposible ver nada. También el silencio era absoluto. ¿Dónde se habían metido los hombres y Jack?
Jorge sintió que las piernas no le sostenían. ¡Qué horrible era aquel viejo y ruinoso caserón! ¿Por qué demonios habría hecho caso a Jack? ¿Por qué le habría acompañado? Estaba seguro de que Jeff y Sussy no habrían cometido la estupidez de ir allí por la noche.
No se atrevía a llamar. Quizá Jack estuviera cerca, y también asustado. Si utilizara la contraseña de los Siete Secretos… ¿Cuál era la última? ¡Carlitos el Descarado!
«Si digo en voz baja Carlitos el Descarado, Jack sabrá que soy yo —pensó—. Es nuestra contraseña. Sabrá que soy yo y me contestará».
Se detuvo, pues, junto a la puerta y susurró:
—¡Carlitos el Descarado! ¡Carlitos el Descarado!
No hubo contestación. Lo intentó otra vez, levantando la voz:
—¡Carlitos el Descarado!
Y entonces se encendió una linterna y su luz cayó directamente sobre él. Una voz le habló con aspereza.
—¿Qué significa esto? ¿Qué sabes tú de Carlitos? Entra en la habitación, muchacho, y contesta.