29.jpg

Capítulo 29- Conclusión

Nabé estaba en la caverna cuando «Miranda» regresó sin la nota, y el niño la acarició complacido, dándole además como premio un gran pedazo de piña americana en conserva. Ahora sus compañeros sabían dónde se encontraba… y alguno de ellos idearía un medio de rescate. ¡Y no necesitaba preocuparse más!

Y entonces los acontecimientos empezaron a sucederse con una rapidez sorprendente. Los hombres llegaron a toda prisa con el mayor silencio, pero no se pusieron a tirar de los cabestrantes, ni trajeron nuevas mercancías. Reunidos en la caverna con aspecto preocupado, parecían haberse olvidado por completo de Nabé.

Al niño no le agradó su aspecto. ¿Y si estaban en el subterráneo porque Roger había dado parte a la policía y ellos se enteraron? En ese caso tal vez sospecharan que Nabé tenía algo que ver y la emprendieran con él. Por eso decidió que lo mejor era esconderse.

Pero ¿dónde? En los cajones vacíos no…, puesto que era lo que mirarían primero. Lo mejor era trepar por la pared rocosa de la caverna hasta encontrar un repecho donde tenderse y no podrían encontrarle. Así que el muchacho se fue arrastrando en silencio hasta el fondo de la amplia cueva y empezó a trepar por la pared, tanteando con sumo cuidado los puntos en que apoyar firmemente sus manos y sus pies.

Encontró un saliente muy estrecho…, tanto que casi se cae de él al respirar hondo, y que no se veía desde abajo, y allí se tendió con «Miranda» escuchando.

Y empezaron a oírse voces que gritaban y transmitían órdenes. Nabé oyó la del señor King por encima de las otras, quedando asombrado. ¡El señor King! ¿Habría bajado con los demás contrabandistas? Nabé ignoraba todavía que el maestro no tenía nada que ver con aquellos hombres, y por ello quedó estupefacto al oír lo que gritaba dando órdenes.

—¡Podéis rendiros! Estamos armados y lo sabemos todo. O bien os rendís ahora, o sellaremos el agujero del techo para dejaros morir de hambre y entonces sí que saldríais pronto.

—No nos rendiremos —oyó Nabé que Jo decía a los otros—. Tenemos muchas provisiones. No nos moriremos de hambre, desde luego.

—¿Y cuánto tiempo nos durarán? —preguntó el hombre de la cicatriz—. Una semana a lo sumo. No seas tonto, Jo. Estamos cogidos como ratas en una trampa. ¿Por qué se nos ocurriría bajar? ¡Si lo hubiésemos pensado un solo momento, hubiéramos comprendido que en cuanto bajáramos aquí, estábamos perdidos!

Volvieron a discutir acaloradamente. Unos querían rendirse, otros resistir… El señor King volvió a gritar airadamente:

—Os daré cinco minutos. Quedaros ahí abajo si queréis, mientras tenemos a vuestro jefe aquí arriba. Sabemos todo lo referente a él… y hablará para salvar su pellejo. Ya sabéis que también habló antes de ahora. Bajaremos a recogeros cuando vosotros queráis. Un poco de dieta de hambre no os hará ningún daño.

—Yo voy a rendirme —dijo el hombre de la cicatriz—, será inútil intentar escapar o querer resistir. Todos sabemos que nos han atrapado. Hemos tenido mala suerte. Bien, yo voy a entregarme. ¿Viene alguien conmigo?

—¿Y qué hay del muchacho? —preguntó Jo, de pronto—. ¿No podríamos hacer un trato? Podemos decir que le conservaremos aquí abajo con nosotros y le dejaremos morir de hambre.

—¡Me había olvidado de él! —dijo el hombre de la cicatriz—. ¿Dónde está? Buscadle.

Pero no consiguieron encontrarle. No vieron que estaba tendido peligrosamente en un repecho alto de la pared rocosa del fondo, conteniendo la respiración para que no le oyeran.

—Bueno —dijo la voz firme del señor King—, ha pasado el plazo. Nosotros nos vamos… y sellaremos el agujero. Un hombre quedará de guardia en el granero. Golpead tres veces las maderas del agujero cuando queráis rendiros sin más dilaciones.

Entonces el pánico hizo presa en aquellos hombres, y echaron a andar por el túnel, olvidándose completamente de Nabé.

—¡Nos rendimos! —gritó Jo—. Estamos vencidos, y lo sabemos.

—Avanzad de uno en uno a partir del recodo del túnel —les indicó la voz—. Y con las manos arriba, o dispararemos inmediatamente.

Así que, en fila india, fueron doblando el recodo del túnel con las manos en alto, siendo luego izados hasta el agujero, y al llegar al granero les ponían las esposas. Jaime y Fred saludaron a un par de ellos conocidos de antiguo, llamándoles por su nombre.

—¡Vaya, pero si es Jo! No puedes vivir sin meterte en líos, ¿verdad? Y aquí tenemos de nuevo a Frisky…, cosa bien natural… ¡y pensar que también forma parte de la banda! ¿Y quién hubiera imaginado encontrarte aquí, Cara-marcada? El mundo es muy pequeño, ¿verdad?

Cuando hubo salido el último hombre, el señor King les increpó duramente.

—¿Dónde está el muchacho propietario del mono? Si le habéis hecho algún daño, vais a pasarlo muy mal.

—No sé dónde está —replicó el hombre con voz bronca—. No está aquí. Le hemos buscado por todas partes sin poder encontrarlo.

Roger no pudo permanecer callado por más tiempo y, yendo hasta el agujero, se inclinó sobre él para gritar a voz en cuello:

—¡Nabé! ¡Nabé! ¡«Miranda»! Vamos, salid, estamos aquí. Ya estáis seguros.

Bernabé ya había emprendido la marcha por el túnel al observar que ya no quedaba ningún contrabandista, y oyó la llamada de Roger, a la que contestó:

—¡Ya voy! ¡Ya voy!

También él fue izado, y los tres niños y «Ciclón» se abalanzaron sobre él casi ahogándole. ¡Estaban tan contentos de verle!

—¡Recibimos tu mensaje! ¡Lo trajo «Miranda»!

—¡El agujero del techo estaba debajo de un montón de estiércol… en este viejo granero!

—¿Estás bien? ¿Tienes hambre?

Los contrabandistas, esposados, miraban a los niños con asombro. ¿De dónde habían surgido en plena noche? ¡Qué cosa más extraordinaria! El jefe, que había enviado a sus hombres al subterráneo y luego cubierto el agujero con el estiércol, ahora estaba cabizbajo y abatido. Era el yerno del viejo granjero, que con el pretexto de contratar hombres para que ayudaran en los trabajos de la granja y reparar varias cosas, había llevado allí aquellos malhechores, convenciéndoles para que le ayudaran en sus actividades ilegales.

—Y ahora —dijo el señor King, mirando a los niños con aire severo— ha llegado el momento de comportaros como buenos niños e iros a la cama. Nabé, celebro mucho verte a salvo…, pero me parece que habrás pasado muy malos ratos. Y en cuanto a vosotros, me asombra cómo os atrevisteis a seguirme después de lo que os dije… y de no ser porque inesperadamente habéis resultado una gran ayuda, tendría mucho más que deciros por vuestra desobediencia. Tal como están las cosas, es probable que no diga nada en obsequio vuestro.

Sonrió de pronto y los niños le imitaron. ¡El bueno del señor King!

—Supongo que ya no podemos quedarnos aquí por más tiempo… —dijo Roger.

—Ni un minuto más —replicó el señor King—. Y esta vez espero que se obedezcan mis órdenes del modo más estricto. Volved a casa y acostaos. Os veré por la mañana. Yo tengo que quedarme aquí y ver que esta cuadrilla quede a buen recaudo esta misma noche. ¡Y ahora marchad! No me lo hagáis repetir.

Nabé, Roger, Diana y Chatín, con «Miranda» y «Ciclón», tras dirigir una postrera mirada a los contrabandistas, regresaron a su casa. Chatín bostezaba ruidosamente, contagiando a los demás, y luego estornudó.

—Oh, Dios mío…, no me digas que te has constipado —dijo Diana, alarmada. Chatín cogía unos resfriados terribles y estornudaba continuamente.

—No…, es sólo un poco de pimienta que me ha entrado en la nariz —bostezó Chatín—. Oh…, lo que diría la señorita Pimienta si me oyera… y Redondita… ¡Cuando se enteren de lo que ha pasado!

Todos se acostaron. Nabé ocupó una de las camas disponibles con «Miranda», maravillándose de su espléndida blandura.

A la mañana siguiente apenas podían creer que fuese cierto lo sucedido por la noche. A Nabé le emocionó despertar en aquella casa y no ver más aquella caverna oscura. Armaron tal alboroto en las habitaciones superiores, que la señora Redondo en cuanto llegó fue alarmada a ver lo que ocurría.

Les estuvo escuchando boquiabierta, sin conseguir decir otra cosa que:

—¡Vaya, nunca hubiera imaginado…, picarones! ¡Vaya, nunca hubiera imaginado…!

Cuando llegó el señor King a tiempo para el desayuno, le recibió con el mejor de sus saludos, y le preparó un almuerzo especial de huevos con jamón. No cesaba de mirarle y salía de la habitación andando de espaldas para poder contemplarle hasta el último momento.

—¿Qué le habéis dicho a la señora Redondo? —exclamó el señor King, ligeramente molesto. Parecía cansado, pero satisfecho, y estuvo desayunando con gran apetito.

Los niños terminaron el suyo, que no era tan especial como el del señor King, y aguardaron pacientemente a que él apartara su plato y encendiera un cigarrillo. Ah…, al fin lanzó una bocanada de humo.

—Vaya…, todo se ha solucionado del mejor modo posible —dijo—. Tanner, el hijo político del viejo granjero, ha «cantado»…, en otras palabras, nos ha dicho cuanto sabía, ahorrándonos muchísimo trabajo. Sin embargo, temo que se vea en un buen apuro cuando salga de la cárcel, ya que los otros no olvidarán fácilmente que les ha traicionado cobardemente.

—Le está bien empleado —dijo Chatín, que aborrecía la deslealtad.

—Estaban muy bien organizados —continuó el señor King—. Aquí llegaban toda clase de géneros procedentes de distintos países…, el avión aterrizaba en ese campo que ya conocéis…, descargaba las mercancías y volvía a remontar el vuelo. Las cajas de embalaje eran llevadas a mano hasta el arroyo y colocadas sobre las balsas de las que Nabé ya os habrá hablado. Luego las arrastraban río arriba por medio de un bote sin nombre que sin duda pertenece al hijo del granjero.

—Por la noche, supongo —dijo Roger.

—Oh, sí…, siempre de noche —replicó el señor King—. Luego volvían a llevarlas a mano al granero y desde allí las arrojaban al agua por el agujero del techo del túnel…, claro que primero arrojaban las balsas… y no era muy difícil ir colocando las cajas sobre ellas, sujetándolas con un alambre, y luego trasladarlas a la caverna por medio de los cabestrantes. Una vez allí, las mercancías estaban seguras y podían ser desempaquetadas tranquilamente, y ser embaladas de nuevo en bultos y bolsas más pequeñas, dispuestas para ser vendidas secretamente en lugares diversos.

—Esos hombres deben haber ganado mucho dinero —comentó Roger.

—Sí —repuso el señor King—. Aunque cometieron algunos errores. Alquilaron una lancha motora que subía por el río para recoger todos esos paquetes y bolsas más pequeños, y no pagaron a su propietario…, por eso estuvo hablando más de la cuenta… y sus palabras llegaron hasta nosotros. Eso es lo que nos hizo sospechar realmente que estaban realizando contrabando en gran escala.

—¿Qué otros errores cometieron? —quiso saber Roger, lleno de curiosidad.

—Pues… no comprendieron que los ruidos subterráneos repercuten a menudo cuando encima hay un edificio —explicó el señor King—. A pesar de que aunque se hubieran dado cuenta, tal vez pensaron que la casa estaba vacía y nadie los oiría. Pero el mayor de todos… —hizo una pausa y encendió otro cigarrillo mientras los niños aguardaban impacientes—. El mayor error de todos fue que no imaginaron la existencia de cuatro niños revoltosos, sin contar un mono y un perro, que iban a sospechar de su pobre maestro, y espiar todas sus andanzas, hasta descubrir ellos mismos el misterio. ¡Ajá…, ése sí que fue un error sumamente grave!

Todos se rieron y «Ciclón» tiró alocadamente de los cordones de los zapatos del señor King.

—Es inútil, «Ciclón» —dijo el señor King—. Son especiales…, de cuero…, es imposible que los rompan los perros tontos como tú.

—¿Qué dirá la señorita Pimienta? —dijo Diana—. ¡Hoy regresa!

Una vez se hubo repuesto de su asombro, la señorita Pimienta tuvo mucho que decir. Reprochó al señor King por haberle ocultado su personalidad.

—¡Y todas esas magníficas referencias! —dijo—. Estoy sorprendida, señor King.

—Pues no debe enfadarse —replicó el señor King—. Estos niños han aprendido mucho desde que estoy aquí. Y en cuanto a mis credenciales… todas eran verdaderas…, estuve dando algunas clases antes de aceptar mi empleo actual. Alégrese, señorita Pimienta…, por lo menos no estuvo aquí cuando se descubrió todo.

—Debiera haber estado —replicó el aya—. Es un escándalo que todo esto haya sucedido durante mi ausencia.

—Sí. Teníamos que haber esperado a que regresase —repuso el señor King, provocando la risa de todos.

—Bueno, me alegro que se haya solucionado felizmente —dijo la señorita Pimienta—. ¡Qué aventura! No sé lo que van a decir vuestros padres.

—No necesita preocuparse por eso —continuó el señor King—. Pienso verles cuando regresen para contárselo todo yo mismo. Le aseguro que no van a reprocharle nada, señorita Pimienta. En realidad, ¡creo que van a emocionarse con todo este asunto!

—Después de esto no puedo permanecer más en esta casa —dijo la señorita Pimienta—. No es que tuviera intención de hacerlo…, porque voy a llevar a mi hermana a la playa, y pensaba llevarme a los niños también. Será mucho mejor para ellos…, podrían bañarse, ir en barca, pescar… y tendrán muchísimas más cosas que hacer que aquí.

Era una noticia estupenda, y los niños se entusiasmaron.

—¿Y Nabé? ¿Puede venir también? —preguntó Chatín.

—Pues, realmente apenas hay sitio, pero me atrevo a asegurar que podemos hacerle un huequito —dijo el aya—. Ahora parece ya uno de la familia.

Pero Nabé meneó la cabeza.

—No, gracias —repuse—. Tengo un empleo. Mañana tengo que incorporarme a una feria…, que hoy pasa por el pueblo de Rockingdown. Esta mañana, cuando fui a hacer los recados de la señora Redondo, encontré a un conocido que me lo dijo. ¡Y es hora de que «Miranda» y yo volvamos a ganarnos el sustento!

Aquello era una gran desilusión. Iban a echarle tanto de menos. ¿Volverían a verle otra vez? ¿Encontraría algún día a su padre? ¡Quién sabe!

Pero cuando los niños supieron que la feria iría también al pueblecito pesquero a donde les llevaba la señorita Pimienta al cabo de diez días, volvieron a alegrarse. ¡Entonces se reunirían con su amigo!

—Y yo también debo despedirme —dijo el señor King—. He de ganarme el sustento…, pero no como maestro, gracias a Dios. Debo regresar a Jefatura y olvidar este agradable intermedio con niños, monos y perros.

—Sólo un mono y un perro —dijo Chatín.

—Ya es bastante —repuso el señor King, apartando a «Miranda» de su hombro y a «Ciclón» de sus pies.

Luego se levantó y dijo:

—Tengo que deciros adiós. ¡Al principio erais mis enemigos más acérrimos…, pero espero que ahora seamos siempre amigos!

—Oh, sí —contestaron todos mientras Diana le abrazaba, y los demás le daban palmadas en la espalda.

Nabé salió al mismo tiempo que él después de despedirse de todos. Los niños le miraban marchar, comprendiendo que aquella maravillosa aventura había llegado a su término.

—De todas maneras tengo el presentimiento de que algún día correremos más aventuras con «Nabé» y «Miranda» —dijo Chatín, cogiendo a «Ciclón» en brazos y apretándole contra sí hasta que el perro empezó a quejarse—. Me lo dice el corazón.

¡Y no me sorprendería que estuviera en lo cierto!

Fin.