Nabé condujo a los hombres por el túnel hasta el pequeño pasillo que daba al pozo.
—Bajé por ahí —les dijo.
—Vaya…, conocemos todo lo referente a ese viejo pozo —dijo el hombre de la cicatriz—. Conduce a un pequeño recinto de piedra, pero nada más.
—Sí, pero hay una piedra movible en la pared que da a los sótanos de la Mansión Rockingdown —dijo Nabé—. La moví por casualidad cuando estaba en el sótano y me introduje por el agujero, mas la piedra volvió a cerrarse y no pude retroceder y por eso bajé por el pozo hasta el túnel y me escondí allí. Eso es todo.
—¿Sabía alguno lo de esta piedra movible? —preguntó el hombre de la cicatriz, mirando a sus compinches, que negaron con la cabeza.
—Yo subiré contigo —dijo el de la cicatriz y Jo empujó a Nabé para que le siguiera.
—¡Sube… y enséñame esa piedra maravillosa!
Nabé mostró al hombre la piedra que se había movido y él la estuvo examinando cuidadosamente con su linterna. Al fin llamó a Jo para que subiera también.
—Jo, ¿ves esa piedra? Se abre por medio de un resorte que debe haber por alguna parte. Busca una pequeña ranura en la pared, una argolla, o cualquier saliente imperceptible, y destrúyelo. ¡No voy a dejar que nadie más descubra esta entrada!
—De manera que ésta es la explicación de este recinto misterioso —exclamó Jo apartando a Nabé de un codazo—. Debieron construirlo secretamente al hacer la casa…, hará dos o tres siglos…, como entrada secreta. ¡Vaya un medio sencillo de deshacerse de los enemigos!
—Mucho —dijo el hombre de la cicatriz en un tono que a Nabé no le agradó nada—. Ahora baja por esa escalera, niño… y decidiremos cómo deshacernos de ti. Diantre, ¿ese mono todavía está sobre tu hombro?
De nuevo en la caverna los hombres interrogaron a Bernabé más a fondo. Cuando se enteraron de que el niño era poco más o menos un vagabundo que iba de feria en feria y de circo en circo, y que había dormido en la vieja casona porque necesitaba un techo bajo el que cobijarse, sus rostros se aclararon un poco.
—Ya —dijo el de la cicatriz—. Entonces oíste esos ruidos y bajaste a explorar…, descubriendo el secreto de la piedra movible. Bueno…, pareces un chico inteligente…, que puede tomar parte en nuestro negocio…, un poco de contrabando de cuando en cuando. ¿Te gustaría trabajar con nosotros?
—No —replicó Nabé.
Eso era precisamente lo que aquel hombre no esperaba, y frunciendo el entrecejo, propinó un buen golpe en la oreja del muchacho.
—¡Bien! Si es eso lo que piensas, allá tú. Pero no va a gustarte. Te quedarás aquí hasta que podamos sacarte, y entonces te llevaremos al extranjero en avión. ¡Allí te venderemos a alguien que se alegrará de tener tu ayuda!
—De todas maneras, ahora puede trabajar para nosotros —intervino Jo—. Siempre hay mucho que hacer. La única diferencia es que trabajará por nada porque es un tonto, en vez de ganar una buena paga.
Nabé sintió que se le helaba el corazón. ¿Cuánto tiempo le tendrían allí trabajando bajo tierra? Estaba seguro de que no le permitirían salir al exterior con ellos, y le dejarían siempre allí en la oscuridad, con el rumor del arroyo por toda compañía.
—¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? —preguntó con toda la osadía que pudo.
—Tal vez cuatro semanas… o cuatro meses… o tal vez cuatro años —dijo el hombre de la cicatriz para asustar al niño—. Depende de lo que dure nuestro trabajo. ¡No tardarás en aficionarte a este sitio!
Nabé estaba convencido de que no sería así, pero no dijo nada. Le daban miedo aquellos hombres rudos y malcarados y temía que le maltratasen. No iba a ayudarles más que lo indispensable y desde luego no pensaba aprender nada de sus negocios ilegales…, pero comprendía que no le quedaba más remedio que trabajar para ellos, o pasarlo muy mal. Seguro que le utilizarían cuanto pudieran.
¡Y desde luego le hicieron trabajar de firme aquella noche! Tuvo que ayudar a dirigir las balsas río arriba, a transportar las cajas de embalaje al lugar donde se almacenaban, y le encomendaron la tarea de desempaquetarlas para su clasificación y nuevo embalaje. No dijo nada, pero hizo lo que le decían lo más despacio que pudo.
Mientras, su cerebro trabajaba activamente. ¿Cómo conseguir escapar? Debía haber algún medio. ¡Si por lo menos consiguiera enviar un mensaje a sus compañeros! Estarían ya muy preocupados por él. Si fueran a buscarle a los sótanos…, habrían encontrado su alfombra y su almohadón…, pero nada más que les indicase cómo había desaparecido. Les era imposible avisar a la señorita Pimienta… y estaba seguro de que no se lo dirían al señor King.
Nabé había esperado ver al señor King entre los hombres que bajaron al túnel aquella tarde. Tal vez dirigiera las operaciones sobre tierra. En caso de que bajase, estaba dispuesto a decirle lo que pensaba de él, aunque luego le pegaran. ¡Era un impostor, un hipócrita y un farsante! Estuvo un buen rato pensando mal del señor King. ¡Qué poco imaginaba lo distinto que ahora pensaban de él sus compañeros!
Los hombres estuvieron en el túnel varias horas y luego se marcharon dejando a Nabé bajo tierra, naturalmente.
—Volveremos mañana noche —dijo el llamado Jo—. ¡Y tendrás que volver a trabajar de firme, de manera que duerme todo el día!
—Aquí abajo no sé si es de noche o de día —replicó Nabé, tristemente—. Siempre está oscuro.
Pasó un día aburridísimo, siempre a oscuras, encendiendo las luces sólo de cuando en cuando, ya que los hombres le prohibieron hacerlo, pero no iba a pasar todas las horas a oscuras. Su linterna iba dando menos luz y debía ahorrarla.
Durmió durante toda la tarde, a pesar de que él ignoraba qué hora del día era, se despertó cerca de las cinco, y estuvo corriendo con «Miranda», a quien había perdonado ya por haberle descubierto. Le agradaba mucho tenerla a su lado porque le divertía con sus «monerías» y le hacía compañía.
Sentíase completamente despejado y se preguntó si era de día o de noche. Tal vez fuera por la mañana, ya que estaba tan despierto. ¡Si hubiera sabido que empezaba a oscurecer!
Empezó a buscar una solución a sus problemas. Debía haber algún medio de escapar. Miró a «Miranda» que había encontrado un lápiz, propiedad de uno de los contrabandistas, y estaba llenando de garabatos un papel arrancado de una de las cajas de embalaje. Luego lo mostró a Nabé, dándoselas de inteligente.
El niño simuló leerla.
—«Por favor…, venid a rescatarnos…, estamos en un túnel subterráneo». ¡Eres muy lista, «Miranda»! Muy lista, vaya si lo eres… y tienes una letra muy bonita.
Iba a devolverle el papel cuando se le ocurrió una idea repentina. «Miranda» estaba acostumbrada a llevar notas o paquetes. ¿Podría…, sabría llevar un mensaje a los otros niños? Era una monita muy pequeña… y sabiendo que se trataba de llevar un recado, ¿no sería capaz de encontrar por dónde salir del túnel? Era tan chiquitina…
Nabé había enseñado a «Miranda» a llevar recados por el mismo sistema con que todos los buenos domadores enseñan a sus animales…, mimándoles y tentándoles con la recompensa. La acariciaba repitiéndole el nombre de la persona a quien iba a llevar el mensaje… y una vez cumplida su misión, siempre era recompensada por la persona que lo recibía.
¿Sería capaz de encontrar a Chatín y entregarle la nota? ¿Conseguiría escurrirse por alguna parte? Valía la pena intentarlo, aunque no diera resultado.
Nabé llevaba en su bolsillo una libreta en la que escribió con el lápiz de «Miranda» un breve relato de lo que le había ocurrido y dónde se encontraba.
«Ignoro cómo podéis rescatarme —les decía—. Ni siquiera sé cómo vais a encontrar el sitio por donde entran los contrabandistas en el techo del túnel. Ellos bajan desde allí descolgándose por una cuerda. Todo lo que puedo deciros es que debe haber algún lugar donde haya un hoyo en el suelo…, algún punto donde el túnel pasa muy cerca de la superficie. Haced lo que podáis».
Cuando hubo terminado de escribir la nota, la dobló dos o tres veces y sacando un trozo de cordel de su bolsillo, la ató cuidadosamente. Luego, buscó el collar de «Miranda», apenas visible entre la piel de su cuello, y le ató el mensaje.
—Vete —dijo a la monita, mientras la acariciaba—. Llévasela a Chatín. Conoces a Chatín, ¿verdad? Chatín, mi amigo, que te quiere tanto. Llévasela a Chatín, a Chatín. Busca a Chatín, «Miranda». ¡Chatín!
«Miranda» le escuchaba acariciando sus manos con sus manecitas morenas. Sabía muy bien lo que su amo quería decir. Tenía que llevar la carta que Nabé estaba atando a su cuello a su amigo Chatín…, aquel niño tan simpático que tenía un perro.
Saltó del hombro del niño al suelo rocoso del túnel. Nabé la observaba. ¿A dónde se dirigía? ¿Acaso era posible que conociera una salida? Le costaba creerlo, puesto que no se había apartado ni un solo momento de su lado.
«Miranda» echó a andar túnel arriba, y el niño quedó muy sorprendido. ¡No hay ninguna salida por ahí, «Miranda»! Pero al cabo de unos veinte minutos la mona estaba de regreso, llevando todavía la nota atada a su cuello. Había subido por el pozo hasta el pequeño recinto de arriba, recordando que habían entrado por allí…, pero, claro, al no hallar salida, regresó por donde había ido.
«Miranda» emprendió la marcha de nuevo… y esta vez no regresó. Nabé se estuvo preguntando si habría encontrado el medio de salir de allí, y de ser así, ¿por dónde? Estaba seguro de que si hubiera tan sólo un agujero o rendija por donde poder deslizarse más pronto o más tarde, ella lo encontraría.
«Miranda» había recordado un lugar donde estuviera con Nabé…, junto a la verja de hierro…, donde percibió la luz del día. Chatín debía estar al aire libre y tenía que encontrarle.
Llegó a la barrera. Ahora penetraba más luz por ella, ya que Fred había arrancado gran parte de las ramas de hiedra que se enroscaban con fuerza a los barrotes. «Miranda» trepó ágilmente por la verja.
Los barrotes estaban muy juntos… y por más que se esforzó, no pudo pasar entre ellos… Casi se atasca, y en su prisa por libertarse, se hirió una de las patas.
Se sentó para lamérsela, parloteando para consolarse. Luego, fatigada por sus esfuerzos, se acurrucó en un rincón quedando dormida. Estuvo durmiendo dos o tres horas y al fin se despertó. Al despertarse tocó la nota que llevaba colgada del cuello. Ah…, tenía que llevársela a Chatín. Nabé se lo había ordenado.
Contempló la verja con aire pensativo. Le daba un poco de reparo desde que había herido su pata. La insultó violentamente y luego volvió a trepar por ella, examinándola de arriba abajo en busca de un resquicio por donde escapar.
Y en la parte de abajo, encontró un sitio donde se había roto un barrote junto a la superficie del agua. «Miranda» se caló hasta los huesos al pasar a través de él. ¡Pasaba muy justo, pero lo consiguió! Estaba ya al otro lado de la verja, pero era ya de noche. ¡Chatín! Tenía que encontrar a Chatín. ¿Qué camino debía tomar?