Nadie penetró en el túnel subterráneo aquel día, y Nabé estuvo solo con «Miranda». Aquello no le gustaba nada, y deseó una y mil veces haber tenido reloj. ¡No sabía si eran las doce de la mañana o las seis de la tarde! En realidad, en aquel momento eran las cinco y media de la tarde, y fuera brillaba la luz del sol. Abajo en la cueva todo era oscuridad, excepto cuando el niño encendía su linterna.
No quiso utilizarla mucho por temor a que se le terminara la pila. Sabía cómo encender las luces que iluminaban la cueva, pero no se atrevió a hacerlo por si los hombres regresaban inesperadamente y al ver las luces sospecharan la presencia de un intruso. ¡Y Nabé no quería ser descubierto por nada del mundo!
«Lo que yo quisiera es encontrar el medio de huir y poder comunicar a los otros lo que he descubierto —pensaba Nabé—. Luego supongo que habríamos de avisar a la policía…, ¡y qué sorpresa iban a llevarse!».
Decidió volver a comer, y «Miranda» devoró algunos trozos de piña americana a la que era muy aficionada, igual que Bernabé, y que le supieron a gloria. Luego el niño fue a tenderse sobre el colchón.
—Estoy muy preocupado, «Miranda» —le dijo a la monita—. ¡Cielos! ¿Aún estás comiendo piña? ¡Te vas a poner muy gorda si no tienes cuidado! «Miranda», ¿qué vamos a hacer? ¿No se te ocurre nada?
«Miranda» comenzó a parlotear, mientras chupaba el pedacito de piña. Ahora se había acostumbrado a aquel sitio… y mientras tuviera a Nabé y melocotones, guisantes y piña americana en conserva, estaba dispuesta a pasar mucho tiempo en el túnel.
—No tengo libros que leer…, ni nada que hacer —se lamentó el niño dando puñetazos a la almohada—. Es horrible. ¡Sólo tiene una ventaja estar en este sitio, «Miranda»…, y es que no gasto dinero! Ya sabes que me queda poquísimo. Tendremos que conseguir trabajo pronto, «Miranda», de lo contrario…
A la monita aquello le traía sin cuidado. Le gustaban los «empleos», especialmente cuando eso representaba vestir bonitos trajes y ver a la gente aplaudiendo y gritando en el circo o en una feria. ¡Era estupendo!
Nabé se quedó dormido a eso de las ocho, y estuvo durmiendo cuatro o cinco horas hasta que «Miranda» le despertó tirándole de la oreja.
El niño incorporose sin recordar dónde estaba. ¡Claro…, seguía prisionero en la cueva! Miró a su alrededor deseando saber si era de noche o de día. ¡Qué extraño resultaba ignorarlo!
—¿Qué ocurre, «Miranda»? —le dijo—. ¡Deja de tirarme de la oreja, tonta!
Pero «Miranda» había oído algo y le avisaba. El niño así lo comprendió al oír un fuerte ruido que venía del túnel y se puso en pie de un salto.
Los hombres volvían al trabajo. Entonces era media noche…, la segunda que pasaba allí. Estaban bajando las mercancías al túnel…, y pronto llegarían otros para tirar de los cabestrantes.
Comprendiendo que debían ocultarse pensó en los cajones para espiar desde allí. Ahora ya oía las voces de los hombres, y cogiendo a «Miranda» se dirigió al lado de la cueva donde se almacenaban grandes cajas de embalajes y se introdujo en una de las vacías para poder atisbar por las rendijas.
Pronto se vieron luces por el túnel…, eran las antorchas de los hombres que se acercaban, y Nabé distinguió sus voces. Esta vez eran cinco. Uno o dos evidentemente extranjeros, como lo demostraba su acento. Nabé apenas podía entenderles.
Supuso que aquella noche habrían arribado más cajas… en un avión que las descargó no lejos de allí, y luego de transportarlas hasta el túnel…, hasta ahora iban a subirlas por el riachuelo por medio del cable que se iba enrollando en los cabestrantes.
Y entonces Nabé comprendió algo en lo que no había caído antes. Las cajas no eran arrojadas al agua simplemente…, sino colocadas sobre unas sólidas plataformas de madera que eran guiadas por el hombre de la horquilla. Las cajas eran pesadas, la corriente veloz, y las balsas con las cajas encima iban dando tumbos al remontar el arroyo.
Nabé lo observaba todo a través de las rendijas del cajón vacío conteniendo la respiración. Los hombres se pusieron en seguida a trabajar empujando los cabestrantes, que giraban entre chirridos y hablándose a gritos para subir las cajas o cuévanos según iban apareciendo sobre las balsas. Seis en total.
Pronto las tuvieron amontonadas junto a las otras, y luego uno de los hombres, el jefe o tal vez el capataz, dio una orden. Dos de los hombres cogieron una caja de las ya almacenadas y la abrieron.
Estaba llena de balas al parecer de seda. Nabé se esforzó por ver lo que era, pero le resultaba difícil. Luego abrieron otra caja llena de revólveres con los que formaron un montón. Abrieron la tercera caja y fueron extendiendo sobre el suelo de la cueva aquellos lingotes de color plomizo que Nabé viera anteriormente.
De otro rincón uno de los hombres trajo unas cajas pequeñas, y unos sacos de lona donde fueron introduciendo rápidamente las mercancías. Nabé adivinó el por qué. Ahora dispondrían de ellas en cantidades menores. Luego, las fueron colocando sobre las balsas que el hombre del tridente guiaba corriente abajo hasta que se perdían de vista.
Fueron cargando una balsa tras otra, y luego los hombres hicieron un alto para comer. ¡Nabé esperaba que no descubriesen la falta de algunas latas! Y así fue. Abrieron una de pollo, otra de carne y tres de fruta. Descorcharon también algunas botellas en las que bebieron directamente sin preocuparse de buscar vasos o tazas.
Encendieron cigarrillos y charlaron. Era difícil oír lo que decían, y Nabé sólo pescaba alguna palabra de cuando en cuando. Hablaban de caballos, coches, alimentos y cine…, era lo único que pudo averiguar.
«Miranda», que les observaba desde el hombro de Nabé, vio que uno de los hombres arrojaba una lata vacía de melocotón y ante la mirada horrorizada del niño salió del cajón para cogerla, gritando alegremente al ver que todavía quedaba en ella algo de almíbar.
El hombre la vio, quedando boquiabierto. Se frotó los ojos y volvió a mirar. «Miranda» estaba lamiendo la lata.
—Eh, Jo —gritó el hombre—. ¡Mira esto!
Jo dio media vuelta, quedando también atónito a la vista de «Miranda». Se puso en pie rápidamente.
—¡Mirad, muchachos…, un mono! ¿De dónde diablos puede haber salido?
Todos los hombres rodearon a «Miranda», que les miraba con descaro. Uno de ellos la acarició suavemente, y «Miranda» encaramose al instante sobre su hombro y empezó a tirarle del cabello.
Los hombres se echaron a reír, haciéndola objeto de toda clase de mimos e incluso abrieron otra lata para ella.
—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —preguntó Jo maravillado—. No lo habíamos visto nunca. ¿De dónde vendrá? Seguro que no estuvo aquí siempre.
—Claro que no. No seas tonto, Jo —le dijo un hombretón que tenía una cicatriz en la mejilla derecha—. Lo que quiero saber es…, ¿habrá venido con alguien?
Ahora le tocó a Jo echarse a reír.
—¡Ésa sí que es buena! ¿Cómo iba a entrar aquí? Sólo hay un medio y es el que empleamos nosotros… y nadie lo conoce.
—Bien, ¿entonces cómo ha entrado el mono? —quiso saber el de la cicatriz.
—Oh…, los monos se meten por cualquier parte —replicó Jo—. Son muy listos. Mirad, éste, se come ese pedazo de melocotón igual que pudieras hacerlo tú…, ¡cogiéndolo con una sola mano!
Nabé observó a «Miranda» temeroso y enojado. ¡La muy tonta! Ahora era capaz de descubrirlo todo…, incluso el sitio donde él estaba escondido.
La monita continuaba comiendo el melocotón…, en realidad estaba ya tan llena que no pudo comerse el último pedazo que le ofreciera uno de los hombres en cuanto acabó el que tenía en la mano.
Y entonces se acordó de Nabé. Le daría el melocotón. ¡A él también le gustaba mucho! Así que, abandonando el corro de admiradores, se fue derecha al cajón donde estaba escondido el pobre niño y se introdujo en su interior parloteando.
—¿Será ése su escondite? —preguntó Jo, yendo a comprobarlo con su linterna, y entonces lanzó un grito terrible:
—¡«Eh»! ¡«Mirad aquí»!
Todos se acercaron a ver, descubriendo a Nabé acurrucado en el interior del cajón del embalaje… y a «Miranda» que trataba de hacerle comer el melocotón.
Lo sacaron bruscamente.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado en este túnel? ¡Vamos, cuéntanoslo todo o vas a sentirlo!
Nabé contempló los rostros enojados de aquellos hombres. Ahora estaba descubierto… La tonta de «Miranda», por golosa, había llamado la atención de aquellos malhechores. Jo le zarandeó con tal fuerza que casi se cae.
—Dinos cómo has entrado —gruñó Jo, entre dientes—. ¡Vamos…, pronto!
—Está bien —repuso Nabé—. Se lo enseñaré. Suélteme…, no he hecho nada malo. Sólo quería explorar un poco. Vamos…, les enseñaré por dónde he entrado.