23.jpg

Capítulo 23- ¿Dónde está Bernabé?

Al día siguiente los niños se preguntaron qué le habría sucedido a Nabé. No apareció a la hora del desayuno, a pesar de que dijo que iría, ni tampoco a la hora de clase, y aquello era muy extraño. ¡Nabé no se hubiera perdido una mañana de estudio por nada del mundo!

—¿Dónde puede estar? —preguntó Roger—. Espero que no le haya ocurrido nada.

Diana estaba muy preocupada, y cuando Nabé tampoco se presentó a comer, se puso fuera de sí.

—¡Sé que le ha ocurrido algo! —dijo—. Debemos ir todos a buscarle a la vieja casona…, bajaremos al sótano para ver si averiguamos algo.

El señor King no consiguió arrancarles nada. Era evidente que estaban preocupados, pero no quisieron decirle el motivo, y cuando se acercaba, callaban en seguida, exasperándole.

—Debo confesar que vuestro comportamiento es muy peculiar —observó ante Diana—. ¿Por qué no me decís le qué ocurre? Tal vez pudiera ayudarnos. ¿Dónde está Nabé?

—Ya aparecerá —replicó Roger en el acto. No estaba dispuesto a comunicar sus preocupaciones al señor King. Y en cuanto a comportamientos peculiares…, bueno, ¿cómo explicaba el suyo?

Así que no le dijeron nada, y el profesor se enfadó mucho. La señorita Pimienta telefoneó para decir que su hermana estaba mejor, y que quizá no tardase mucho en regresar. El señor King respiró aliviado. Tal vez los niños se comportaran con más normalidad cuando su aya estuviera de regreso.

Después de comer, marcharon hacia la vieja casona. «Ciclón» se alegró de poder salir al aire libre. No le agradaba que los niños se quedasen en la casa preocupados y sin prestarle la menor atención.

Ante todo pensaban subir a las habitaciones superiores. Primero se estuvieron preguntando cómo entraran, pero vieron que Nabé no había cerrado la puerta de la cocina, no sabían si con intención o sin ella. El desorden que reinaba en las habitaciones de los niños contrarió a Diana sobremanera. ¿Cómo se atrevía el señor King a revolverle todo de aquel modo?

—No te molestes ahora en ordenarlo, Di —le dijo Roger—. Será mejor registrar toda la casa y los sótanos en seguida…, por si acaso Nabé estuviera enfermo o herido y necesitase ayuda. Nunca se sabe. Es tan extraño que no haya aparecido en todo el día.

Recorrieron toda la casa sin ver nada. Luego bajaron a la cocina y salieron a las dependencias accesorias, encontrando abierta la trampa de la lechería.

—Bueno…, bajaremos —exclamó Roger encendiendo su linterna. Y allá fueron todos, pisando cautelosamente cada escalón de piedra, hasta llegar a los oscuros sótanos, donde llamaron a Nabé.

—¡Nabé! ¿Dónde estás? ¿Estás ahí?

Varios ecos repetían:

—¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ahí!

—No está aquí —dijo Roger—. «Ciclón», ve a buscarle. ¡Regístralo todo!

«Ciclón» empezó a husmear todos los rincones, y fue quien encontró el estante de madera donde durmiera Nabé la noche antes. Empezó a ladrar y todos corrieron a su lado, viendo en seguida la alfombra y el almohadón encima del estante.

—¡Mirad! ¡Ahí es donde durmió anoche! —dijo Roger—. Pero ¿dónde está ahora? ¿Y dónde está «Miranda»?

Era un verdadero misterio que les preocupaba mucho, y los niños se sentaron sobre una caja de embalaje para reflexionar lo que convenía hacer a continuación.

Mientras estaban allí sentados, «Ciclón» iba de un lado a otro tratando de adivinar con el olfato dónde estuvo Nabé y llegó al rincón donde se hallaba la argolla de hierro incrustada en una piedra baja de la pared. Empezó a arañarla con su pezuña y a ladrar, pues comprendía que el niño había estado allí.

Chatín se acercó a él.

—¿Qué te ocurre, «Ciclón»? ¿Qué has encontrado? Vaya, eh, vosotros, venid acá. ¿Qué os parece que es esto?

Todos se arrodillaron para examinar la argolla de hierro y, lo mismo que Nabé, comenzaron a tirar de ella Mas, por desgracia, no se les ocurrió darle vueltas, de manera que no descubrieron el secreto de la piedra movediza. Al cabo de un rato tuvieron que darse por vencidos.

—No es nada —exclamó Roger—. No vale la pena molestarse más. Supongo que «Ciclón» se habrá excitado por el olor de alguna rata.

De manera que dejaron el sótano y subieron a la lechería. ¡Qué agradable resultaba volver a la luz del día!

—Bueno… Nabé no está aquí —dijo Chatín con gran pesar—. Vámonos. Esta casa hoy me pone nervioso. Os lo aseguro.

—¿Y qué podemos hacer por Nabé? —preguntó Diana a Roger—. ¿Tú crees que hemos de dar parte de su desaparición?

—Todavía no —repuso el niño—. ¡Quedaríamos en ridículo si lo hiciéramos y luego apareciera Nabé con «Miranda» tan sonriente como siempre!

—Está bien —dijo Diana—. No lo haremos, pero si mañana no ha aparecido, creo que hemos de decírselo a alguien. Ojalá estuviera en casa la señorita Pimienta. No podemos confiar en el señor King y aquí no conocemos a nadie más.

Salieron muy tristes de la puerta de la cocina, que luego ajustaron.

—¿Qué haremos el resto de la tarde? —preguntó Roger cuando echaron a andar entre la maleza—. Me gustaría dar un paseo o algo por el estilo.

—Pues no iremos ni a montar ni a nadar —replicó Diana— por si Nabé viniera a merendar. ¿Quién sabe? Quiero estar en casa cuando aparezca, por si tiene alguna noticia que comunicarnos.

—Ya sé lo que podríamos hacer —dijo Chatín de pronto—. Tomar ese atajo que lleva al arroyo que vi el otro día que estuve siguiendo al señor King… y así veremos adonde va. De este modo comprobaremos si el mapa está equivocado.

—No es muy emocionante…, pero podemos hacerlo —repuso Roger—. Vamos «Ciclón»…, deja en paz esa madriguera. No conseguirás entrar por ella. ¡Estás demasiado gordo!

Y allá fueron con «Ciclón» pisándole los talones. Pasaron primero por Villa Rockingdown para coger el mapa, y vieron que el señor King había salido.

—Se ha marchado en esa dirección —les dijo la señora Redondo señalando la colina—. Dijo que volvería a la hora de merendar.

—¡Cáscaras! Por ahí es donde queríamos ir nosotros —dijo Roger mirando el mapa—. Mirad…, tomamos este camino… por detrás de este bosquecillo… y luego pasamos la colina hasta llegar al arroyo. Ahí debe ser donde Chatín vio el bote escondido. Iremos hasta allí y luego seguiremos el riachuelo para ver dónde termina.

Emprendieron la marcha seguidos de «Ciclón» que estaba muy satisfecho ante la perspectiva de un segundo paseo. ¡Quizás esta vez encontrase madrigueras lo bastante grandes para meterse en ellas! Ésta era siempre la mayor esperanza de «Ciclón».

No tardaron mucho en encontrar el arroyo.

—¿Dónde estaba escondido el bote, Chatín? —le preguntó Roger de pie junto al riachuelo que discurría rápidamente.

—¿Ves ese grupo de sauces? Me parece que fue ahí —repuso Chatín, y de nuevo echaron a andar por los campos pantanosos. «Ciclón» saltaba sobre las zonas donde había hierba, pero los niños, menos inteligentes, pisaban terreno falso del que tenían que sacar los pies llenos de barro hasta los tobillos.

—Esto no me gusta nada —dijo Diana deteniéndose para contemplar el ancho campo donde se encontraban—. Es un lugar desolado…, sólo hay árboles junto al arroyo. Puede verse por donde sigue su curso por los sauces y alisos que hay en sus orillas.

—Mirad…, éste es el lugar donde estaba escondido el bote —exclamó Chatín cuando llegaron junto al grupo de sauces que antes señalara.

¡El bote no estaba allí! El remanso estaba desierto.

—¿Dónde estará el bote? —preguntó Chatín.

—¡Oh…, supongo que su propietario habrá ido a remar un poco! —dijo Diana.

—¿Pero a quién pertenece? —quiso saber el niño—. Mirad a vuestro alrededor…, ¡no se ve ni una sola cosa!

No la había. Lo que Chatín acababa de decir era absolutamente cierto. Era muy extraño en verdad que hubiera un bote en aquel pequeño remanso escondido y ni el menor rastro de vida en varios kilómetros a la redonda. De todas formas ahora el bote había desaparecido, y era inútil preocuparse por él.

—Ahora sigamos río arriba —dijo Roger—. Vamos, «Ciclón». Por aquí. Cógele, Chatín, se va a caer al agua. Ha visto un ratón de campo o algo por el estilo.

Chatín fue en busca de «Ciclón» que estaba al mismo borde del agua y le obligó a andar delante de él. El perro se tumbó patas arriba pedaleando en el aire.

—Bien —exclamó Chatín—. ¡Si deseas pasar la tarde así, hazlo! ¡Adiós!

El perro no tardó en seguirles olvidándose del ratón, y los cuatro continuaron por la orilla del riachuelo que seguía descendiendo por la colina, y por eso su corriente era bastante rápida, serpenteando el doble de lo que era necesario.

Lo fueron siguiendo por espacio de un cuarto de hora hasta que al fin se alzó ante ellos una colina.

—Si el arroyo ha de pasar por ella, tiene que tener mucha fuerza —dijo Roger.

Pero no atravesaba la colina, sino que desaparecía repentinamente tras una cortina de hojas verdes. En realidad, continuaba por debajo de tierra.

—¡Troncho…, desaparece en el suelo! —gritó Roger—. Bueno…, eso explica lo del mapa…, por eso está señalado tan cerca de la vieja casona…, debe pasar casi por debajo de ella.

—Sí…, claro —dijo Diana muy excitada—. Esa es la explicación…, hasta aquí pasa bajo tierra… y luego sale a la superficie y se desliza mansamente por esos terrenos pantanosos.

Se acercaron al lugar donde el arroyo salía de la colina. No vieron la verja de hierro que lo cerraba a causa de la espesa cortina de zarzas y helechos, pero Roger, introduciendo sus manos a través de la hiedra tocó los barrotes de hierro.

—Aquí hay algo —dijo empezando a arrancar las ramas—. Sí…, es una verja o una barrera…, supongo que para impedir que la gente siga el arroyo. Quizá sea muy peligroso.

—¡Oh, qué lástima! Me hubiera encantado remontar el riachuelo y ver a dónde va a parar —dijo Chatín—. ¡Qué lástima que no esté aquí Nabé…, le hubiera gustado mucho!

No muchas horas antes, el propio Nabé había estado sólo a uno o dos metros de donde se encontraban ahora los niños…, ¡sólo que al otro lado de la verja! Pero ellos no lo sabían. Estuvieron mirando a través de la tupida cortina de maleza sin ver más que oscuridad.

—Bien…, hemos aclarado este misterio —dijo Roger bajando de donde había subido para mirar por entre la hiedra—. Será mejor que regresemos.

—Mirad…, ¿no hay allí un pequeño remanso? —dijo Diana señalando la otra orilla del arroyo un poco más allá de la verja de hierro—. Vamos a ver si lo es.

—Bueno…, ya deberíamos regresar a casa —exclamó Roger mirando su reloj—. Sin embargo…, veremos si hay algo interesante. Es posible que encontremos el bote misterioso.

¡Y así fue en efecto! Siguieron el extraño arroyo entre una hilera de alisos. Torcía de pronto formando como un estanque donde nadaban unos patos… ¡y allí estaba el bote atado a un árbol! ¡Chatín estaba seguro de que era el mismo porque no tenía nombre!

En una oquedad había una casa de campo, rodeada de pajares y con musgo en las baldosas. Era un lugar encantador.

—¡Vaya…, qué sorpresa! —exclamó Diana—. ¡Una casa aquí, perdida en este rincón del mundo! ¡Y el bote le pertenece! ¡No hay el menor misterio!

Todos fueron hacia la casa. Un hombre salía del granero y al verles pareció contrariarse mucho.

—¡Marchaos de aquí! —les gritó—. ¿No me oís? No queremos moscones por aquí. Marchaos en seguida o soltaré a los perros.

Tres o cuatro perros empezaron a ladrar desaforadamente y «Ciclón» les contestó, pero sin atreverse a acercarse. ¡Le daban miedo tantos perros juntos!

—¡Está bien! —exclamó Roger indignado—. ¡Ya nos vamos! No se preocupe.

Y los tres niños le dieron la espalda. ¡Qué individuo más antipático! Volvieron por el arroyo hasta el remanso… y allí recibieron otra sorpresa.

¡El señor King estaba examinando muy interesado la verja de hierro cubierta por la maleza!