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Capítulo 22- ¿No hay medio de escapar?

Nabé permaneció oculto tras una roca que sobresalía del túnel, observando estupefacto todo lo que estaba ocurriendo. El arroyo se deslizaba rápidamente a sus pies, lamiendo uno de los costados de la gran cueva, y volvía a desaparecer en otro túnel, después de dejarla atrás.

Varios hombres tiraban de un par de cabestrantes que producían agudos chirridos mientras la cuerda se iba enrollando en cada uno de ellos. Alguien gritó: «Encended las luces».

Una luz brillante iluminó el arroyo y apareció otro hombre en el túnel más alejado llevando en la mano algo parecido a una horquilla. Los cabestrantes continuaban girando, y entonces se vio llegar por el túnel del otro lado de la cueva un objeto grande que flotaba sobre el agua y contra la corriente.

Nabé quedó boquiabierto. Aquellos hombres arrastraban grandes cuévanos por el otro túnel donde desaparecía el arroyo. No pudo precisar qué eran aquellos bultos parecidos a grandes cajas de embalaje… ¿Contendrían algo pesado? Era imposible averiguarlo.

Los cuatro hombres corrieron hacia la caja, que arrastraron hasta el interior de la cueva. ¡Bang! ¡Pam!

Desde luego debía pesar mucho a juzgar por los golpes que daba mientras la volvían de uno y otro lado hasta llevarla a su sitio.

Nabé se asomó todo lo que pudo para ver dónde la colocaban, creyendo ver otras cajas similares ya amontonadas. Aquello debía ser un escondite… o el lugar de clasificación. Evidentemente era un lugar que se utilizaba para cosas muy secretas.

Los cabestrantes giraron de nuevo hasta que asomó otro cuévano por la entrada del túnel…, seguido de otro… Nabé supuso que iban atados unos a otros. ¡Debía haber toda una serie en el interior del túnel! El hombre que llevaba en la mano aquella especie de horquilla desaparecía en el túnel cada vez que llegaba una nueva caja para guiarla y Nabé imaginó que habría también un borde rocoso en aquella orilla del río igual que la había en aquella parte del túnel subterráneo donde él se encontraba.

—¡Ya están todas! —gritó el hombre de la horquilla cuando la última caja fue transportada a su lado—. ¡Ahora Vámonos! ¡Estoy rendido!

Nabé se acurrucó contra la pared rocosa del túnel esperando que los hombres no pasaran cerca de donde él estaba. No fue así. Echaron a andar por el borde del otro túnel alejándose en la oscuridad. Sus antorchas se vieron durante algún tiempo y al fin desaparecieron.

El lugar quedó sumido en la más completa oscuridad. «Miranda», subida al hombro de Nabé, cuchicheó en su oído. Tenía frío y estaba cansada. No comprendía aquella extraña aventura.

Nabé volvió a encender su linterna, satisfecho de que fuera tan potente, y echó a andar por la cueva, que era incluso mayor de lo que había supuesto. Era, de hecho, una caverna subterránea cuyas paredes tenían fosforescencias en algunos puntos.

Amontonados contra la pared veíanse cajones de todas clases y tamaños. En ellas se leían nombres que Nabé no entendió. ¿Serían nombres de lugares o de personas? Lo ignoraba.

Estuvo examinando la gran cueva. En el extremo de la derecha descubrió lo que era evidentemente una especie de taller o lugar de clasificación. Allí había varias cajas de embalaje vacías que habían sido abiertas, y en las que no quedaba nada que indicase cuál fue su contenido a excepción de una serie de lingotes de color plomizo. Nabé cogió uno.

Desde luego pesaba mucho, y él creyó que debía ser un lingote de plata…, plata que había sido fundida para convertir en barras.

—Quizá funden los objetos de plata robados para convertirlos en lingotes —pensó el niño—. Tal vez sea este lugar una especie de central donde se reciben géneros robados… ¡Qué escondrijo más maravilloso! ¡Nadie adivinaría nunca dónde está!

Continuó avanzando por la caverna, descubriendo algo que le satisfizo mucho…, un colchón viejo con unas mantas y una almohada… y… aún mejor que eso…, ¡un repecho donde estaban almacenados montones de latas de carne y frutas en conserva!

Era evidente que aquellos hombres comían allí algunas veces cuando tuvieran trabajo intenso… y tal vez durmieran en alguna que otra ocasión. Bien…, pues Nabé dormiría allí también si no había otro remedio… y también comería. Si no conseguía encontrar un medio de escapar en seguida se pondría cómodo y procuraría descubrir cuanto le fuese posible.

Miró los cabestrantes. Eran muy potentes. Los necesitaban para arrastrar aquellas cajas contra la corriente del río… ¿Y durante cuánto trecho? Nabé comenzó a preguntárselo. ¿Cómo lo sabría?

Decidió no explorar nada más de momento. Estaba cansado, tenía frío y por de pronto no deseaba correr más aventuras. Se tumbaría en el colchón y «Miranda» ya le despertaría si llegaba alguien.

Se acostó, quedando pronto dormido. «Miranda» se acurrucó una vez más junto a él. Ignoraba cuánto tiempo estuvo durmiendo porque no tenía reloj, y como en el interior de aquella caverna siempre era de noche, al despertar no supo si habría amanecido ya.

Creyó que ya debía de ser de día, y como sintiera apetito se dirigió al montón de latas de conserva. ¡Ah, latas de jamón! Abriría una…, si encontraba el abrelatas. Vio un rimero de platos y vasos de aluminio allí cerca, así como un montoncillo de cuchillos baratos, cucharas y tenedores, y también un par de abrelatas.

Nabé no tardó en disfrutar de una suculenta comida a base de jamón en conserva y melocotones en almíbar. Escondió las latas vacías detrás de una roca para que cuando los hombres volvieran no sospecharan nada.

Después se sintió mejor…, ¡en realidad se sentía con ánimos para todo! «Miranda», que acababa de engullir cuatro pedazos de melocotón con gran deleite, también estaba dispuesta a todo. Iba de un lado a otro de la cueva examinando cosa por cosa… y de pronto todo se iluminó con una luz cegadora.

Nabé se puso en pie creyendo que regresaban los hombres, pero nadie apareció. ¿Entonces cómo se había encendido la luz tan repentinamente?

Se echó a reír…, claro, había sido su mona que, al encontrar el interruptor de la luz, le había dado vuelta, inundando la cueva de luz. Le encantaba tocar los interruptores que hallaba a su paso, y más de una vez se había buscado complicaciones por ello. El niño la llamó.

—¡Traviesa «Miranda»! ¡No enredes más! ¡Vuelve a apagar en seguida!

«Miranda» lanzó unos gritos de alegría y apagó y encendió la luz varias veces. Al fin la dejó apagada y volvió a reinar la oscuridad, rota únicamente por la linterna del niño.

—Ven, conmigo, «Miranda» —le gritó Nabé—. Es hora de que salgamos de aquí. ¡Seguiremos río abajo… y si esos hombres se fueron por ahí, también nos iremos nosotros!

La monita trepó hasta su hombro para tirarle de la oreja derecha. Nabé se dirigió hacia el lugar donde el arroyo desaparecía en el otro túnel y encendió la linterna para iluminar su camino. Junto al agua quedaba un borde rocoso muy estrecho…, mucho más que el que recorriera antes, y también en algunos puntos, se hundía bajo el nivel del agua, lo cual representaba tener que vadear en aquella agua helada de vez en cuando.

El túnel no era recto, sino que torcía siguiendo el curso del arroyo. Fue una tarea penosa avanzar junto al agua negra por un estrechísimo pasillo de roca. En un punto el techo del túnel era tan bajo que Nabé se vio obligado a caminar a gatas, y «Miranda» se puso a gritar aterrorizada, pues no le gustaba el agua.

Al cabo de unos diez minutos Nabé estaba ya harto de aquello, pero tenía que continuar o retroceder, y prefirió seguir adelante, cosa que hizo durante otros quince minutos… y al fin vio algo de luz. ¿Qué era aquello? Se apresuró cuanto pudo con la esperanza de que fuese la luz del día.

¡Llegó ante una gran verja de hierro! Y al otro lado brillaba la luz del día, oscurecida por enormes plantas verdes que trepaban por los barrotes. Allí era donde el arroyo salía a la superficie. Nabé se detuvo para contemplar aquella gran verja. Era muy antigua, muy fuerte, estaba cubierta de maleza, y no había sido abierta nunca. La construyeron desde la bóveda del túnel hasta el lecho del arroyo dejando que el agua discurriera entre sus barrotes.

El niño no intentó siquiera sacudirla o moverla de alguna manera. ¡Era evidente que nadie salió nunca por allí… y que nadie habría de conseguirlo! Debieron construirla muchos años atrás para evitar que la gente explorara el riachuelo subterráneo que desaparecía en la colina donde estaba la vieja casona.

Nabé examinó la gruesa cortina verde que oscurecía la luz del sol. Zarzas, helechos y plantas trepadoras se entrecruzaban en la verja de hierro. ¡Era imposible salir de aquella prisión!

«Los hombres no pueden haber salido por aquí —pensó Nabé—. Bien, ¿dónde fueron entonces? Debo haber pasado por alto la salida. Retrocederé».

Así lo hizo, recorriendo de nuevo el pasillo rocoso y mirando con cuidado por todas partes para ver si se le había pasado el lugar por donde salieron del túnel aquellos hombres.

De pronto «Miranda» lanzó uno de sus grititos. ¡Había visto algo! Estaba en la parte superior del túnel. Nabé lo iluminó todo con su linterna, pero no consiguió ver más que las paredes rocosas del túnel y el pasillo donde se encontraba.

Entonces «Miranda» abandonó su hombro repentinamente y de un salto quedó suspendida encima del agua. ¡Se había agarrado a algo y se balanceaba de un lado a otro! Nabé la iluminó con la linterna. ¡La mona estaba colgada de una cuerda!

—¡Diantre! ¡Una cuerda! ¿De dónde sale? —exclamó Nabé asombrado, iluminándola con su linterna. Era gruesa y llegaba hasta el techo del túnel… y allí, en el techo veíanse como unas piezas planas de madera. Nabé estaba intrigado. ¡Una cuerda…, colgando de unas tablas en el techo del túnel!

Trató de encontrar una explicación. Debía haber un agujero en el techo del túnel… o bien natural, o hecho por la mano del hombre. Debieron descubrirlo o hacerlo, dieron con el río…, lo exploraron y hallaron la cueva.

«Los hombres deben haber utilizado este medio para salir —pensó Nabé—. Una vez quitan las tablas y trepan por el agujero, salen al exterior. Quisiera saber si es éste es lugar por donde entran las cajas y las bajan al agua. Tiene que serlo».

Subió por la cuerda que colgaba sobre el agua, pero no consiguió quitar las tablas que hacían las veces de tejado en el agujero del túnel. Debían haber puesto sobre ellas algo para ocultarlas, y tuvo que volver a bajar decepcionado.

Comprendía lo que hacían los hombres.

«Traen las cajas y cuévanos aquí de noche…, quitan las tablas que esconden el agujero del túnel y dejan caer el género al agua atándolo a un cable que sube por el arroyo hasta los cabestrantes. Entonces es sólo cuestión de arrastrarlos por el agua y guiarlos mientras avanzan; ¡qué idea más ingeniosa… a nadie se le ocurriría sospechar de semejante escondite!».

¡Pero el haber descubierto aquella idea ingeniosa no le ayudaba a escapar! Y allí estaba prisionero bajo tierra y sin tener por dónde salir.