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Capítulo 20- En los sótanos

Ninguno de los tres niños de Villa Rockingdown mostrose muy amable con el señor King, y el profesor estaba intrigado. ¡Incluso «Ciclón» le daba la espalda siempre que podía! El perrito siempre adivinaba cuando Chatín dudaba de alguien, y si su amo no demostraba simpatía por una persona, él tampoco.

El profesor miró a los niños tres o cuatro veces durante la comida del mediodía. ¡Qué extraños se habían puesto de pronto! Cualquiera diría que les había ofendido en algo. No le miraban ni le sonreían, aparte de casi no dirigirle la palabra.

—¿Ocurre algo? —les preguntó al fin—. No parecéis muy animados hoy. ¿Estáis preocupados por algo?

—Pues…, sí —repuso Diana—. Desde luego estamos preocupados… por la hermana de la señorita Pimienta.

—Vaya…, no creí que la conocierais siquiera —replicó el señor King asombrado—. Bueno, alegrad esas caras. Estoy seguro de que pronto tendremos buenas noticias.

La señorita Pimienta telefoneó poco después, pero las cosas no iban demasiado bien. Su hermana seguía muy enferma, y no era posible regresar.

—Pero estoy segura de que estáis muy bien con el señor King —dijo—. Y la señora Redondo es buena también.

El señor King continuó tratando de animar a los pequeños y se ofreció para llevarles de paseo, para organizarles una clase de equitación, e incluso sugirió que fuesen a bañarse al río, puesto que el día era muy caluroso. Por lo general estas dos últimas invitaciones les hubieran llenado de alegría…, pero ninguno sentíase con ánimos de aceptar favores del señor King por el momento. Era un impostor, y ya no querían nada de él. Estaba «tramando algo» y su único deseo era averiguar qué era.

El señor King abandonó por fin sus esfuerzos por agradarles, convencido de que los niños estaban tristes y enfadados. El que más le enojaba era «Ciclón». No podía creer que un perro le diera la espalda a propósito, pero la verdad es que lo parecía.

Nabé se quedó a merendar. Los niños quisieron hacerlo en el jardín esperando librarse del señor King, pero él fue a reunirse con ellos. Ahora que no estaba la señorita Pimienta, no les perdía de vista ni un instante. Así que los niños no pudieron hablar libremente y Diana se puso de muy mal humor. Era la que menos disimulaba sus sentimientos.

Inmediatamente la niña adoptó una expresión infinitamente peor, y Nabé comprendió que el profesor empezaría a sospechar si todos se comportaban de aquel modo, así que empezó a charlar con él, contándole toda clase de cuentos, y animando considerablemente el ambiente. «Miranda» hizo también cuanto pudo portándose muy mal con «Ciclón»…, quitándole un pedazo de galleta que Diana le estaba dando y arrojándole los huesos de las ciruelas.

Todos rieron sus travesuras excepto «Ciclón», que estaba ofendido. ¡El señor King se sintió muy aliviado al ver que todavía «podían» reír!

Después de la merienda se escaparon del profesor, yendo hasta el pueblo a comprar helados. La anciana propietaria del bazar parecía tener abierto su establecimiento hasta muy tarde y podían adquirirse helados desde el amanecer a la noche.

—No regresemos hasta la hora de cenar —dijo Diana—. No puedo soportar al señor King ahora que sé que es un impostor. Vamos a ver si podemos encontrar ese arroyuelo.

—Oh, sí…, es una buena idea —repuso Roger—. Me he estado rompiendo la cabeza por querer adivinar dónde estará. En el mapa parece que pasa muy cerca de la vieja casona.

Exploraron sus alrededores concienzudamente de Norte a Sur y de Este a Oeste…, ¡pero no había el menor rastro del riachuelo!

—Ni siquiera hay un cauce seco o un charco —comentó Roger—. El mapa debe estar equivocado.

—Es de suponer —dijo Nabé—. De todas formas, como os dije, siempre podemos ver a dónde va siguiendo su curso desde el río. Sin embargo…, no es importante.

—No me gusta pensar que vas a pasar la noche en esos sótanos —empezó a decir Diana cuando emprendieron la marcha—. Te lo aseguro. Te llevarás una alfombra y un almohadón, ¿verdad? Es mejor que estés cómodo. El suelo estará duro y frío.

—Sí, los llevaré —repuso Nabé—. Y mirad…, me he comprado una linterna nueva…, ¿verdad que es estupenda?

Les mostró su linterna. Desde luego era muy bonita y daba mucha luz.

—¡Con esto no puede pasarme nada! —les dijo.

La señora Redondo había preparado bastante cena y Nabé se quedó. Le gustaba mucho comer con los niños, y después jugaron un rato mientras el señor King leía.

—Será mejor que me marche —dijo Nabé al fin, y el profesor alzó los ojos.

—¿Dónde duermes? —le preguntó de un modo que los niños tuvieron la certidumbre de que sospechaba que Nabé dormía en las habitaciones superiores de la Mansión Rockingdown.

—Anoche dormí en la glorieta, señor —le contestó Nabé cortésmente—. Y la semana pasada en el bote con una alfombra y un almohadón. No tengo casa, y las de huéspedes son caras.

—Ya —repuso el señor King—. Bien…, ¡hasta la vista y no hagas diabluras! Supongo que hoy dormirás en la glorieta puesto que hace calor…, bueno, si es así, ¡cuidado con las tormentas!

—Sí, señor, lo tendré —dijo Nabé mirando al señor King con ojos brillantes. ¿Qué hubiera dicho el profesor de saber que iba a dormir en los sótanos de la vieja casona?

Nabé se marchó con «Miranda», y los niños y «Ciclón» le acompañaron hasta la verja del jardín.

Diana lo estuvo mirando marchar hasta que se perdió de vista. Estaba preocupada.

—Espero que no le ocurra nada —dijo.

—¡Pues claro! —exclamó Roger—. No puede ocurrirle nada al viejo Nabé. De todas formas es como un gato…, siempre cae de pie. Ya sabrá cuidarse.

Bernabé abrió la puerta de la cocina de la vieja casona y una vez allí pasó al interior. Luego echó un vistazo al suelo, encontrándolo igual que por la mañana. Subió a buscar su alfombra y su almohadón. Aquellas habitaciones estaban exactamente igual a como las viera por la mañana…, en desorden… y con todos los cajones y armarios abiertos.

Nabé recogió la alfombra y el almohadón, y al bajar con «Miranda», ya bostezaba. Pensó que lo más conveniente era dormirse en seguida y así, cuando empezaran los ruidos, estaría despejado.

«Miranda», asombrada al descubrir que Bernabé iba a dormir en aquel sótano oscuro, cosa que no le agradó en absoluto, empezó a parlotear enojada, tirando de la alfombra, y parecía decirle:

—¡No, no…, vámonos arriba! ¡Esto no me gusta!

—Lo siento, «Miranda»…, pero ¡aquí es donde voy a dormir esta noche! —replicó el niño con firmeza—. Ahora, ¿dónde te parece que estaremos mejor?

Todos los rincones estaban igualmente sucios, y al fin Nabé decidió que lo mejor sería tenderse en uno de los estantes de madera donde antes estuvieran las botellas. La madera no resultaría tan fría ni dura como el suelo de piedra.

Subiéndose a uno de los estantes, puso el almohadón bajo su cabeza y se arropó con la alfombra vieja. Los sótanos eran fríos, pero aquella noche hacía calor y el niño consideró que pasaría bien la noche tapado con la alfombra y «Miranda» acurrucada junto a él como si fuera una botella de agua caliente. La monita se acostó protestando y haciendo gestos.

Bernabé se durmió en seguida a pesar de lo dura que era su cama. Una araña se paseó por su rostro, pero ni se enteró. Cuando hizo lo propio por el de «Miranda», ella, levantando una de sus manitas, la cazó. Luego también quedose dormida.

Bernabé dormía plácidamente. Llegaron las diez y media, las once, las once y media y las doce. Entonces el niño se despertó debido a la incomodidad del lecho. Le dolía uno de sus brazos que quedaba bajo el cuerpo aprisionado contra la dura madera. Cambió de posición y al recordar donde se hallaba, se incorporó para escuchar. ¿Se oía ya algún ruido?

Los sótanos estaban silenciosos… y en aquel silencio Nabé creyó percibir aquel ligero rumor que oyera antes Diana. Como una especie de «glo glo». Dejó oírse antes de que pudiera clasificarlo. Bueno…, era tan tenue y lejano que resultaba casi imposible identificarlo, si es que era algo en realidad.

Encendió su linterna, pero no había nada que ver excepto el par de ojos asustados y brillantes de un ratoncillo que desaparecía en un rincón.

Nabé volvió a acostarse y «Miranda» se abrazó a su cuello introduciendo sus manitas en la camisa del niño en busca de calor. A Nabé le agradaba el contacto con las manitas de la mona y le acarició afectuosamente mientras ella mordisqueaba la piel de su cuello también con afecto. ¡Tenía unas cosas tan divertidas!

El niño no tardó en volverse a dormir. Llegaron la una…, las dos… y entonces Nabé se despertó repentinamente.

¡Pum! ¡Bang!

Se incorporó de un salto y «Miranda» se cayó del estante. El niño escuchaba con atención.

¡«Bang»!

Allí abajo los ruidos sonaban mucho más fuertes. ¡Pero no podían tener origen en el sótano! Llegaban de mucho más lejos.

Nabé escuchó con todas sus facultades y cuando se hubo convencido de que los ruidos no provenían del sótano, encendió su linterna, que dirigió a todas partes…, no, allí no había absolutamente nada que ver. ¡Pero los ruidos continuaban!

¡Bang! ¡Pam!, y luego se dejó oír aquel gemido espeluznante, y después un chirrido gutural y agudo. Entonces Nabé tuvo la certeza de oír voces…, pero ahogadas…, como si hubiera una pared o dos entre ellas y Bernabé.

—¡Vaya! Ahora es cuando hemos de llevar a cabo ciertas exploraciones —dijo Nabé a «Miranda» mientras apartaba a un lado la alfombra, y saltó del estante, quedando a la escucha. Debía ir en dirección al lugar donde sonaban los ruidos.

Venían de la derecha. Avanzó en esa dirección hasta llegar a una pared de piedra. Los ruidos parecían sonar al otro lado. Pero ¿qué podría ser? No había medio de pasar al otro lado.

Nabé fue iluminando con su linterna todo el muro, que era igual que el resto de las paredes del sótano, con la única diferencia de que éste rezumaba humedad.

¡Pam! Aquel ruido había sonado precisamente al otro lado del muro. ¡Entonces debía haber algún lugar detrás! Nabé volvió a encender su linterna.

¡Y entonces encontró lo que buscaba! No lo habría visto a no ser por «Miranda»…, fue ella quien lo encontró en realidad.