Pero aquella noche iba a suceder algo que alteraría todos sus planes. La señorita Pimienta recibió una llamada telefónica y después entró en la sala de estudios con aspecto preocupado.
—Niños…, tendré que dejaros por unos días. Mi hermana está muy enferma…, gravemente enferma… y debo acudir a su lado. Tendré que dejaros al cuidado del señor King. Estaréis muy bien, y confío en que seréis muy buenos sin disgustar al profesor.
—Oh, señorita Pimienta… ¡Cuánto siento lo de su hermana! —exclamó Diana—. ¿Podemos ayudarla en algo? ¿Se marchará usted esta noche… o mañana por la mañana?
—Creo que esta noche. Oh, pobre de mí. No sé lo que debo hacer. ¿Podré alcanzar el último tren de esta noche? Tengo que hacer el equipaje y ver a la señora Redondo antes de irme.
La señorita Pimienta estaba tan afligida que los niños se compadecieron de ella.
—Puede darme a mí el recado para la señora Redondo —dijo Diana—. Ya sabe que la ayudaré en todo lo que me sea posible. Y también puedo prepararle el equipaje si me dice las cosas que desea llevar. Los niños pueden telefonear pidiendo un taxi y así podrá coger el tren de la noche seguramente.
—¡Qué buena eres! —exclamó la señorita Pimienta, casi llorando—. Muy bien. Me iré esta noche. Sube a ayudarme a hacer la maleta y mientras te diré lo que quiero que digas a la señora Redondo.
Roger telefoneó para pedir un taxi. Diana preparó la maleta escuchando las instrucciones que debía dar a la señora Redondo.
—Mañana la llamaré por teléfono para decirle cómo van las cosas —dijo la señorita Pimienta—. ¿He cogido ya el cepillo del pelo? ¿Y una blusa limpia? ¿Qué habré hecho de mis zapatos?
—Los tiene en la mano, señorita Pimienta —le dijo Diana cogiéndoselos—. Vamos, debe tomar las cosas con calma. Tiene tiempo de sobra para tomar el tren… y estoy segura de que su hermana se mejorará en cuanto la vea.
—También he de hablar con el señor King —continuó el aya—. Gracias a Dios que puedo dejaros a su cuidado. Parece muy serio y respetable.
Diana no hizo el menor comentario, puesto que ahora que sospechaban del señor King no podían decir cosas que intranquilizaran a la señorita Pimienta y probablemente también alteraran sus planes. De manera que continuó haciendo el equipaje sin pronunciar palabra.
El señor King subió a expresar su condolencia a la señorita Pimienta. Acababa de regresar de uno de sus paseos, y estuvo tan amable con ella que se sintió confortada por sus consuelos.
—Me siento muy tranquila al poder dejar a los niños con usted y la señora Redondo —le dijo—. Sólo espero que se porten bien… y creo que lo harán, señor King. Siempre responden bien ante cualquier emergencia y en realidad son dignos de confianza.
Se marchó en el taxi todavía preocupada. Todos la despidieron alegremente.
—¡Vaya! —exclamó el profesor cerrando la puerta—. ¡Pobre señorita Pimienta! Espero que le salga todo bien. ¡Ahora niños…, tenemos que poner la mejor voluntad por ambas partes! ¡Tendréis que soportar con paciencia el estar a mi cargo!
Los miró sonriente, pero ellos apartaron la vista.
—Eh…, haremos cuanto podamos, señor King —dijo Roger, considerando que alguien debía decir algo. El señor King quedó un tanto sorprendido al ver que no contestaban, pero lo atribuyó a su contrariedad por la repentina marcha de la señorita Pimienta.
Miró su reloj.
—¡Cielos…, nos hemos retrasado mucho esta noche! —dijo—. Creo que debemos acostarnos. ¡A la cama todos! Haced el favor de apagar las luces dentro de diez minutos.
Los tres niños habían apagado las luces antes de transcurridos los diez minutos. Estaban preocupados por Nabé, que aquella noche no iba a dormir en la vieja casona. Le habían llevado a la glorieta almohadones y una estera con la esperanza de que no lloviese, ya que en la actualidad no estaba precisamente «a prueba de lluvias».
Cuando se aseguraron de que el señor King se había acostado, salieron por la escalera posterior para ir a reunirse con él y contarle la precipitada marcha del aya. Pronto estuvo al corriente de todo.
—No hemos podido comunicar nuestras sospechas a la señorita Pimienta —terminó Roger—. Tendremos que esperar a que regrese. Entretanto…, ¡hemos de tener los oídos y los ojos bien abiertos!
—Me pregunto si no debiera dormir hoy en la vieja casona —dijo Nabé—. Para ver si están tramando algo esos hombres y el señor King.
—No, no vayas —replicó Roger—. El señor King está en casa. Mira, puedes ver la luz de su habitación a través de las cortinas de su ventana. Si tuviera intención de volver a la casona esta noche tendría que pasar cerca de la glorieta… y si no estuvieras despierto «Miranda» te advertiría… y entonces podrías seguirle.
—Sí. Tienes razón —repuso Nabé tumbándose encima de la alfombra—. En realidad no tengo ganas de volver a atravesar toda esa maleza en este momento. Tengo mucho sueño.
—Bueno, entonces nos marcharemos ya —dijeron los otros niños—. Buenas noches, Nabé. Hasta mañana; que descanses.
Al día siguiente les resultó muy extraño no ver a la señorita Pimienta. Cuando llegó la señora Redondo le dieron la noticia.
—Pobrecilla…, quiere tanto a su hermana —exclamó—. Bueno, espero que no sea nada de cuidado. Ahora no necesitáis preocuparos más que de irme a comprar algunas cosillas de vez en cuando, haceros las camas, y echarme una mano cuando sea menester.
Tuvieron clase como de costumbre, aunque el señor King parecía absorto en sus pensamientos. De no haber dado palabra de honor de que se portarían bien habrían puesto en juego numerosos trucos para fastidiar al distraído profesor, pero ni siquiera a Chatín se le ocurrió ninguno, y Nabé se sentó como de costumbre junto a la ventana, mirando fijamente la espalda del profesor mientras se preguntaba: ¿Qué estaba haciendo en Villa Rockingdown? ¿Qué era lo que tanto le interesaba? Debía ser algo importante o no se hubiera tomado la molestia de aceptar el empleo de profesor para poder vivir cerca de la Mansión, limitándose a poner en práctica cualesquiera fueran sus planes.
Nabé, sin lograr adivinar cuáles serían, se preguntaba si por casualidad los tres hombres habrían hecho algo en la casa después de que ellos escaparan a toda prisa… ¿Acaso escondieron algo por allí? ¿O tal vez encontraron lo que andaban buscando?
Salió de la habitación bastante antes de que terminara la clase.
Estaba deseando ir a ver si había ocurrido algo en la vieja casona…, aquellos hombres estuvieron allí por algo.
En la planta baja vio huellas de los tres hombres en todas las habitaciones. Se tomó la molestia de ir a las dependencias exteriores para ver si habían descubierto la trampa.
¡Estaba abierta de par en par y se veía claramente el tramo de escalones!
Nabé se inclinó sobre la abertura escuchando. Abajo reinaba el silencio. No debía haber nadie ya, pero evidentemente los tres hombres bajaron a buscar algo.
Subió al primer piso hallando por doquier las pisadas de los tres hombres. Habían abierto todos los armarios dejando algunos abiertos. ¿Qué podían andar buscando? ¿Un escondrijo secreto?
El niño continuó subiendo hasta el segundo piso con la certeza de que habrían abierto también la puerta del pasillo que dejara cerrada con llave.
¡Y así era! Debieron empujarla con fuerza, la vieja cerradura había cedido y ahora la puerta estaba abierta de par en par.
«¡Mi escondite está descubierto!», pensó Nabé entrando en las habitaciones de los niños. Las tres camas habían sido deshechas y las ropas estaban esparcidas por el suelo. Habían registrado las cómodas y los armarios, e incluso el «linoleum» del cuarto de jugar había sido totalmente arrancado.
El desorden era terrible, y Diana necesitaría trabajar toda una mañana para dejar las cosas como antes. Nabé se preguntó si sería prudente seguir durmiendo allí. Bueno, mientras continuara el buen tiempo, dormiría muy a gusto en la vieja glorieta de Villa Rockingdown.
Todo aquello era desconcertante, y Nabé tomó una decisión repentina. ¡Bajar aquella noche al sótano y esperar a que comenzaran los ruidos! Estaba resuelto a llegar al fondo de aquel misterio. ¿Tendrían algo que ver con los tres hombres?
Después de comprarse un poco de pan y queso en la tienda del pueblo, regresó de nuevo con los niños, y le dio a «Miranda» algunas ciruelas para que las comiera. Le gustaban mucho. Partía cada fruto por la mitad, sacaba el hueso, lo tiraba, volvía a juntar las dos mitades, y entonces comía la ciruela con gran deleite.
—Necesitas un babero, «Miranda» —le dijo Nabé riendo—. ¡Esas ciruelas son tan jugosas que te estás manchando todo el pecho!
Después de su comida, Nabé fue a ver a sus compañeros y les dijo lo que había descubierto en la vieja casona…, la puerta de la trampa abierta…, las pisadas por todas partes…, la puerta del pasillo forzada, y el registro de las habitaciones de los niños. Ellos le escucharon con verdadero asombro.
—¿Cómo se habrá atrevido el señor King a hacer todo eso? —exclamó Diana—. Después que yo la dejé tan ordenada. No hay derecho. Me va a oír.
—No. No dirás ni una palabra —dijo Nabé a toda prisa—. No hay que ponerle sobre aviso. Mientras no sepa que sospechamos de él, no intentará ocultar sus andanzas. Si adivinara lo que sabemos, pudiera escaparse… ¡y en tanto permanezca aquí, por lo menos le tenemos bajo nuestra vigilancia!
—Sí, eso es cierto —repuso Diana—. Bueno, no diré nada. Nabé, no me seduce la idea de que te pases la noche de vigilancia en el sótano. ¿No te gustaría que uno de nosotros se quedara contigo?
—¡Claro que no! —replicó Nabé riendo—. ¿Qué crees tú que puede ocurrirme ahí abajo? ¡Nada, por supuesto! De eso estoy seguro.
Pero por esta vez Nabé se equivocaba.