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Capítulo 18- Una tarde emocionante

Las exploraciones de aquella tarde resultaron muy interesantes. Todos llegaron a la mansión Rockingdown poco después de las dos y media llenos de ansiedad. ¿Qué encontrarían en el sótano?

Chatín había olvidado sus temores de la otra noche y volvía a sentirse valiente y temerario. Fue el primero en entrar en la vieja casona e incluso gritaba para despertar el eco.

Nabé se rió de él, Chatín siempre le divertía con sus trucos y ocurrencias. Fueron todos a las grandes cocinas y por la puerta de la despensa pasaron a las dependencias accesorias. Primero al lavadero, y luego a la lechería de estantes de mármol.

—Aquí estamos ya —exclamó Nabé—. Y mirad, ahí está la trampa. Apuesto a que conduce a los sótanos y a que vosotros sois muy fuertes.

Roger asió la argolla de hierro, tirando de ella con fuerza, pero no se movió.

—Debe estar atrancada —dijo Nabé—. Hace años que no se utiliza. Déjame probar.

Tampoco él consiguió moverla. «Ciclón» comenzó a arañarla con sus pezuñas como si de ese modo pudiera abrirla. Y todos se sentaron a descansar después de sus esfuerzos frustrados.

—¿Dónde está la cuerda que teníamos? —dijo Nabé de pronto—. Vamos… ¿qué hice de ella? Creo que está arriba, en las habitaciones de los niños, Chatín. Ve corriendo a traerla.

Chatín se marchó con «Ciclón»…, pero al llegar a la puerta del pasillo oyó ruidos arriba y se detuvo asustado. ¿Qué era aquello? Volvió a bajar la escalera regresando a la lechería.

—Hay alguien arriba. Les he oído.

—No seas tonto —le dijo Nabé—. ¡Eres un cobarde, Chatín! Allí no hay nadie.

—Sí que hay alguien… les he oído —dijo Chatín, y Nabé se puso en pie.

—Yo iré —le dijo, uniendo la acción a la palabra, y regresó con la cuerda… y con «Miranda».

—Era «Miranda» la que estaba arriba —dijo—. Había encontrado una caja de bolos y los estaba tirando al suelo. Eso es lo que oíste. ¡Nene!

Chatín se puso muy colorado y los otros se rieron de él mientras Nabé pasaba la cuerda por la argolla de la trampa para ponerla doble.

—Aquí tenéis —dijo a los otros tres—. Cogedla entre todos, y tiraremos de ella a un tiempo. Eso es, «Miranda». Tú también tirarás.

Así que «Miranda» ayudó también muy satisfecha de sí misma cuando los niños tiraron de la cuerda con todas sus fuerzas.

Y, naturalmente, la trampa se abrió tan de repente que todos cayeron de espaldas en confuso montón, y Roger, que era el último, se dio un golpe tan terrible que casi se queda sin respiración.

Se levantaron del suelo y fueron a mirar por el negro agujero que se abría debajo de la trampa.

—Se ven unos escalones —dijo Roger—. Escalones de piedra. No hay duda de que conducen a los sótanos. ¿Tienes la linterna, Nabé?

—Yo pasaré primero —dijo Nabé, encendiendo la linterna para iluminar el camino. Los escalones torcían un poco hacia el final y terminaban en un suelo de piedra. Nabé lo tanteó con el pie para ver si era resbaladizo, pero no, estaba bien seco.

Un olor acre a viejos toneles y barriles le dio en la nariz. Como había supuesto, aquello era un sótano enorme. Veíanse por doquier cajas, toneles, barrilitos y botellas cubiertas de telarañas, y varios estantes de madera indicaban dónde se almacenaba el vino.

Ahora todos habían bajado ya los escalones. «Miranda» no abandonaba el hombro de Bernabé, agarrándose a sus cabellos con fuerza mientras el niño avanzaba hacia las profundidades del sótano. Los otros le seguían con las linternas encendidas. «Ciclón», sorprendido por hallarse en un lugar que se abría inesperadamente en las profundidades de la tierra, corría de un lado a otro husmeándolo todo. ¿Habría conejos allí? ¡No olió ni uno siquiera! ¡Qué gran decepción!

Los niños exploraron el sótano de cabo a rabo; abrieron las cajas sin encontrar nada en ellas y golpearon los barriles y cubos hasta convencerse de que todos estaban vacíos.

—Ni siquiera hay una botella de «Coca-Cola» —dijo Chatín con pesar—. Es muy triste.

Ratones y ratas corrían a esconderse en los rincones cuando los iluminaban las linternas. «Ciclón» lo pasó estupendamente persiguiéndolos, y recibió un mordisco en una oreja. «Miranda» cazaba ratones. «Ciclón» acorraló a uno detrás de un barrilito y empezó a escarbar para dar con él. Se cayó el barril arrastrando otros tres que produjeron un estrépito en los sótanos. Todos se sobresaltaron al oír el estruendo.

—Es sólo «Ciclón» —dijo Roger aliviado—. Oye, Bernabé, ojalá oyéramos ahora esos ruidos extraños. Así sabríamos de qué parte del sótano proceden.

—Creo que es muy extraño —dijo la voz de Nabé desde el otro rincón—. Aquí no parece haber nada que explique esos ruidos… y con franqueza, no veo señales de que hayan andado por aquí. Hay polvo en muchísimos sitios, pero ninguna huella… ni colillas… ¡nada!

—Bueno…, ¿cómo podemos resolver este misterio? —le preguntó Chatín.

—Creo que cualquier noche que oiga esos ruidos bajaré aquí y vigilaré —repuso Nabé—. O tal vez mejor que me esconda antes de que empiecen los ruidos.

—¿Te atreverías? —exclamó Chatín horrorizado—. Caramba, debes ser muy valiente.

—Sí. Yo desde luego no me atrevería —dijo Diana muy seria—. ¿Y tú, Roger?

Su hermano reflexionó.

—No, no creo que me atreviese —dijo al fin—. Y lo que es más, no creo que tú debas hacerlo, Nabé.

—Bueno, pues lo haré —replicó el muchacho—. No sé lo que está ocurriendo y voy a averiguarlo.

Permanecieron silenciosos unos minutos sentados sobre unas cajas mientras «Ciclón» daba vueltas en derredor suyo. Nabé aguzó el oído.

—¿Oís algo? —preguntó a los otros.

Todos escucharon.

—Pues… —dijo Diana, insegura—. Me parece oír un ligero rumor de cuando en cuando…, pero no sé cómo describirlo…, es como el glo glo del agua.

Aquello no agradó nada a Chatín, que se puso en pie. No tenía deseos de oír más ruidos, y menos que nada «acuáticos». Además, estaba cansado de aquel sótano húmedo y oscuro, y deseaba verse de nuevo al aire libre.

—Vamos…, no nos quedemos aquí escuchando «glo glos» ni «glu glus» —dijo—. Vámonos ya.

Los otros rieron y también se levantaron. Nabé escuchó unos instantes más y al fin se dio por vencido.

—Probablemente es cosa de mi imaginación —dijo.

Subieron los escalones de piedra con «Ciclón» a la cabeza. Una vez arriba, se detuvo gruñendo. Los niños cesaron de hablar en el acto y Diana se acercó a Nabé. ¿Qué sería aquello?

¡Se oían voces masculinas!

—¿No cerramos la puerta del porche? —susurró Roger—. ¡Cielos, no! ¡Qué tontos! ¡Ahora ha entrado alguien!

—Iré a ver —susurró Nabé—. Sujetad a «Ciclón» y no dejéis que gruña o ladre, o nos descubrirá.

Chatín puso una mano en el collar del perro para impedir que gruñera. Nabé salió silenciosamente del sótano y atravesando las dependencias accesorias penetró en la despensa, donde se detuvo a escuchar. En la cocina no había nadie. Fue hasta la misma puerta y atisbo por una rendija lo que estaba ocurriendo en el recibidor, y que le sorprendió muchísimo.

¡Allí estaba el señor King con otros dos hombres! Ambos eran fuertes y corpulentos y le daban la espalda a Nabé, mientras hablaban.

—¿Ven esas pisadas? —les decía el señor King—. Eso dice algo, ¿no? Tenemos que descubrir a quién pertenecen. ¿Y quién ha dejado entreabierta la puerta del porche? Miren las huellas que suben la escalera. ¡Las hay a montones! ¡Parece como si un tropel de gente utilizara este lugar para sus propios fines! Y, sin embargo, nunca he encontrado a nadie por aquí…, ni siquiera una luz. ¿A dónde irán?

—Cualquiera sabe —replicó uno de los hombres—. De todas formas, este es el lugar. Será mejor que nos marchemos ya.

Nabé había oído bastante y volvió junto a sus compañeros.

—Es el señor King… y otros dos hombres —susurró.

No creo que hayan venido para nada bueno. Aquí ocurre algo extraño y el señor King está mezclado en ello. No creo que ni siquiera sea maestro. ¡Es un impostor!

Aquella era una noticia sorprendente. Diana se aproximó a Nabé.

—¿Nos encontrarán aquí? ¿Qué vamos a hacer?

—Saldremos de aquí, cerraremos la trampa, y nos iremos por la puerta de la cocina —repuso Nabé—. Podemos llevarnos la llave para poder entrar cuando nos plazca. Tengo la seguridad de que esos individuos registrarán la casa y al ver nuestras huellas por todas partes, cerrarán todas las puertas y ventanas para que no podamos volver a entrar más.

—¡Pero como tendremos la llave de la puerta de la cocina podremos entrar siempre que queramos! —dijo Chatín temblando de excitación—. ¿Nos vamos ya?

Nabé fue a mirar volviendo casi al instante.

—Han subido arriba. Me pregunto si conocerán la existencia de las habitaciones de los niños. De todas formas la puerta del pasillo está cerrada y yo tengo la llave. Tal vez piensen que sólo conduce a un desván.

—Entonces podemos irnos ahora —dijo Diana, que estaba deseando marcharse. Todos salieron del agujero del suelo, y luego cerrando la trampa sin hacer ruido. Pasaron a la cocina, y el perro hizo tan poco ruido como los niños.

Salieron por la puerta de la misma a un patio cubierto de hierbas donde aún había un cubo de la basura y junto a él una casita para perro casi cayéndose a pedazos. «Ciclón» acercose a ella oliéndola con gran interés, pero ya no quedaba el menor aroma perruno.

Nabé cerró la puerta con llave guardándosela en el bolsillo. Luego miró las ventanas de arriba. ¿Podrían verles si se marchaban ahora? No era probable. Las ramas de los árboles cubrían el patio casi por completo.

—Vamos —les dijo—. Hemos de irnos ahora. Procurad esconderos detrás de los árboles y la maleza para que no os descubran. Y haz que «Ciclón» no se aleje de tu lado, Chatín.

Atravesaron el patio a todo correr yendo a buscar el amparo de los arbustos. Al otro lado del patio hubo en otros tiempos una huerta, pero ahora estaba tan cubierta por la maleza que hubiera sido imposible descubrir lo que era de no haber sido por algún que otro manzano que surgía entre la hiedra que lentamente lo iba cubriendo todo.

Los niños no tardaron en dar con el camino que ya conocían y regresaron a casa a toda prisa, asombrados e intrigados. ¿Sería realmente un impostor el señor King? ¿Debían decírselo a la señorita Pimienta? ¿Qué es lo que estaba haciendo allí su profesor? ¿Y qué tenía que ver la Mansión Rockingdown y los extraños ruidos con todo aquello? Era todo un misterio.

—Creo que debiéramos decírselo a la señorita Pimienta —dijo Roger al fin—. Primero a dormir… y mañana por la mañana se lo contaremos.