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Capítulo 17- Nabé lleva a cabo algunas explicaciones

De todas formas Nabé tuvo una noche muy inquieta. «Miranda» le despertó cuchicheando asustada y tirándole del cabello y las orejas. El niño la cogió en brazos y se sentó en la cama.

¡Bang! ¡Pam!

Otra vez aquellos ruidos. ¡Diantre! ¿Qué era lo que estaba pasando en aquella casa? ¿Tenía que levantarse e ir a ver, o tumbarse a dormir de nuevo? Al parecer no ocurría nada aparte de aquellos ruidos. No había entrado nadie, o de otro modo hubiera dejado huellas, y no se veían otras que las suyas.

Los ruidos volvieron a dejarse oír, y luego aquel quejido prolongado. «Miranda» estaba aterrorizada y trató de introducirse en la camisa de Nabé, lanzando grititos de temor. El niño la consoló mecánicamente, mientras escuchaba con suma atención. ¿Qué era lo que producía aquel ruido? ¿Y dónde sonaba? ¡Tenía que ser en el interior de la casa!

Nabé suspiró. Estaba cansado después de la mala noche anterior y hubiera deseado dormir, pero sentía una gran curiosidad por averiguar todo aquello. No tenía el menor miedo, y apartando la manta, echó a andar por la habitación hasta la puerta. No encendió su linterna por temor a que la luz pudiera ser vista desde el exterior.

«Miranda» intentó retenerle, asiéndose a sus piernas y parloteando alocadamente. Bernabé rió.

—¡No te pasará nada, «Miranda»! ¡No tengas miedo! No seas tonta. Vamos…, estate quieta, o van a oírte.

Atravesó el pasillo y abrió la puerta sin hacer ruido. Se preguntaba cómo habían podido entrar en la casa el autor o los autores de aquellos golpes… y de ser así, ¿dónde estaban sus huellas? Dejó de pensar en ello. Era un verdadero rompecabezas.

«Aunque pienso resolverlo —pensó Nabé—. ¡Ignoro lo que ocurre, pero algo es! Y lo que es más, creo que el señor King tiene que ver en esto…, sea lo que fuere. Tal vez él entre en la casa por algún lugar que no hemos descubierto… y sea el autor de esos ruidos extraños».

¡Pam! ¡Pam! Sonaban otra vez en lo profundo de la casa. Uno de los golpes fue tan fuerte que Bernabé se sobresaltó.

Se dirigió a la cocina a tientas, sin atreverse a encender su linterna. Allí todo estaba tranquilo. Nabé la encendió al fin para iluminar el suelo. Allí no se veían huellas de pisadas recientes. Nadie había entrado en la cocina.

Fue al lavadero. Tampoco allí había huellas, y sin embargo, los ruidos parecían venir de aquella dirección, y mientras estaba allí observando, volvió a oírse un golpe.

¡Pam! ¡Pam! Y luego un gemido espeluznante y gutural que no oyera antes. Por un momento sintió miedo. Aquél era un ruido muy extraño…, ¿qué podría ser? No parecía un sonido humano. ¿Sería posible que hubiese calabozos o algo por el estilo bajo el suelo de la cocina? ¡Era una casa lo bastante antigua para tenerlos! ¿Y los sótanos? ¿Dónde estaban? Tendría que haberlos en una casona antigua como aquélla.

Nabé se preguntaba cómo no se le habría ocurrido antes. ¡Tenía que explorar los sótanos! Tal vez la explicación de los ruidos estuviera allí.

Atravesó la cocina, llegando a unas dependencias accesorias con el suelo de piedra…, un lavadero, y otra que debió ser lechería en otros tiempos. Las paredes estaban cubiertas de estantes de mármol para los cuencos de nata.

Su linterna fue iluminando todo y luego la dirigió al suelo, también cubierto de polvo. No se veía ni una huella, ni siquiera la de las patas del perro. Las puertas de aquellas dependencias habían estado cerradas, y por eso «Ciclón» no pudo entrar en ellas. Nabé examinó cuidadosamente el suelo y encontró lo que buscaba…, un espacio cuadrado donde había la puerta de una trampa con una argolla hundida en la misma para que la gente no tropezara.

Ahí era donde debían estar los sótanos…, debajo de aquella trampa. Bueno, no pensaba bajar aquella noche. Fuera lo que fuese lo que estaba ocurriendo, podía continuar sin él. A pesar de que Bernabé no tenía miedo, no deseaba explorar los sótanos de momento…, ¡especialmente mientras sonaban aquellos ruidos tan peculiares!

A la mañana siguiente comunicaría su descubrimiento a los niños y realizarían algunas exploraciones. ¡Sería emocionante! Nabé regresó a la cama bostezando. Mientras se acostaba, volvió a oír algunos ruidos, pero no hizo caso…, ni «Miranda» tampoco. Estaba acurrucada a su lado medio dormida con sus patas delanteras bajo el cuello del niño.

A la mañana siguiente Nabé contó a los niños lo que había oído y cómo había encontrado la puerta del sótano.

—El lavadero y la lechería están al lado de la despensa —les dijo—. Nunca habíamos ido por allí. En la lechería hay una trampa… y apuesto a que conduce a los sótanos. Esta tarde los exploraremos. ¡Estoy seguro de que allí ocurre algo extraño, aunque no puedo imaginar lo que es!

Aquello era tan excitante que nadie prestó gran atención a las clases de la mañana. Afortunadamente el señor King parecía también algo preocupado, y trazaba sus cálculos en una hoja de papel.

«Ciclón» entró sin que nadie se apercibiese, yendo a tumbarse a los pies de Chatín. Luego empezó a mordisquear un extremo del tapete que colgaba precisamente encima de su nariz, produciendo tal ruido con las mandíbulas, que el señor King levantó la cabeza.

—No hagas ruido, Chatín —le dijo, y el niño se apresuró a propinar un puntapié a «Ciclón» para que dejara de mascar, y volvió a renacer la paz.

Todos se alegraron de que la mañana llegara a su fin. El señor King descubrió de pronto a «Ciclón» debajo de la mesa y se disponía a hacer alguna observación, cuando Chatín se abalanzó sobre «Ciclón» acariciándole exageradamente.

—¿Cómo adivinaste que habíamos terminado? ¡Qué listo has sido…, entrar en el momento preciso de terminar! Señor King, ¿verdad que ha sido muy inteligente al adivinar exactamente cuándo podía entrar?

El profesor no dijo nada, limitándose a mirar a «Ciclón» y a Chatín sin expresión severa, y antes de que pudiera encontrar una respuesta adecuada, el niño había salido de la habitación con su perro, aullando como un piel roja.

Los otros tres niños se miraron sonriendo. Se dieron cuenta de que «Ciclón» estuvo debajo de la mesa toda la mañana y se habían preguntado cuándo lo descubriría el señor King.

—Señorita Pimienta, ¿puede quedarse Nabé a comer con nosotros? ¿Puede? ¿Puede? —gritó Chatín, que siempre chillaba con toda la fuerza de sus pulmones durante los diez minutos siguientes a la clase—. Hay pollo frío y ensalada y Redondita dice que hay suficiente.

—Está bien, está bien —repuso el aya, llevándose las manos a las orejas—. ¿Por qué tienes que gritar tanto? ¿Y no te dije que subieras a cambiarte esta camisa tan sucia en cuanto terminaras de desayunar?

—Oh…, sí que me lo dijo —replicó Chatín—. Bueno, ¿tengo que cambiarme ahora? Quizá luego me ensucie.

—¿Por qué? ¿Qué vas a hacer? —preguntó la señorita Pimienta—. Ayer también llegaste hecho una desgracia. ¿Es «necesario» hacer esas cosas que te ensucian tanto?

—Sí…, es absolutamente necesario —le aseguró Chatín, alegremente—. Bien, entonces no me cambiaré de camisa. No quiero que Redondita tenga tanta ropa que lavar. Me gustaría ser como «Ciclón», que lava su piel y nada más.

—Tú no conseguirías ir tan limpio como va «Ciclón», ni siquiera en ese caso —repuso la señorita Pimienta—. Eres el niño más sucio que he visto en mi…

—¡Mi querida Pimienta! —exclamó el irresistible Chatín, gritando a su alrededor para intentar bailar con ella.

El aya estaba mitad molesta, mitad divertida.

El señor King entró de pronto con aire tormentoso.

—¡Chatín! ¿Fuiste tú quien ató ese cordel entre los dos postes de la puerta del jardín? Casi me he roto un tobillo. Señorita Pimienta, esta misma tarde voy a comprar una vara de fresno… bien fina, de esas que silban en el aire.

—Hágalo —replicó el aya—. Me la dejará utilizar alguna vez, ¿verdad?

A Chatín no le agradó aquello. Era mala señal que el aya y el profesor se unieran contra él. Adoptó una expresión contrita.

—Lo siento, señor King. Estuve haciendo prácticas de salto. Debe usted haber tropezado con mi cuerda y por eso se ha hecho daño.

—Chatín, esas cosas son estúpidas y peligrosas —dijo la señorita Pimienta—. Hoy te quedarás sin postre; ya te he dicho muchas veces que no emplearas esos trucos peligrosos, y no consentiré que lo hagas.

—Ajó…, te quedarás sin postre entonces —dijo el profesor, complacido—. Te está bien empleado, pequeño revoltoso.

Chatín perdió su buen humor, adoptando una expresión sombría. ¿Qué hacer si el señor King y la señorita Pimienta se unían contra él? Eran capaces de idear toda clase de castigos desagradables y les miró alejarse con el ceño fruncido.

«Tendré que procurar que se peleen entre ellos», pensó, sentándose para trazar un plan, cosa que no le llevó mucho tiempo. Fue a la cocina y cogió el bote de la pimienta en un descuido de la señora Redondo, escondiéndolo en uno de sus bolsillos. Volvió a salir de puntillas, y «Ciclón», que olfateaba su bolsillo, se puso a estornudar como si estuviera resfriado.

—¿Te ha entrado pimienta en la nariz? —le preguntó Chatín en voz alta para que pudiera oírle el aya—. Pobrecito. La pimienta es terrible, ¿verdad?

La comida estuvo pronto dispuesta, y les sirvieron grandes platos de puré de guisantes. La señora Redondo preparaba una sopa exquisita muy del gusto de los niños y que les llenaba cuando no había mucha carne que comer, como aquel día.

Chatín dijo unas palabras al oído de su primo, que sonrió asintiendo. Todos se sentaron a la mesa y Roger probó la sopa.

—Le falta sal y pimienta —dijo—. Pásame la pimienta, Di. ¿Quiere usted un poco, señor King?

En el momento en que el profesor cogía el salero de la pimienta de encima de la mesa para ponerse un poco en la sopa, Chatín se levantó para coger la argolla de su servilletero que había rodado de pronto por el suelo, y al pasar por detrás del señor King sacó el bote de pimienta que llevaba en el bolsillo y empezó a sacudir todo su contenido alrededor de su cabeza.

La señorita Pimienta no notó nada, ni el pobre profesor. Terminó de poner sal y pimienta en su sopa y se disponía a coger la cuchara cuando sintió unas terribles ganas de estornudar, y sacó corriendo su pañuelo.

—¡A… chisss! Lo siento, señorita Pimienta. ¡A… chisss! ¡Oh, Dios mío! Ahí viene otro. La verdad… Yo… lo… ¡A… chisss!

El aya le miró. ¡Qué estornudos más aparatosos! El señor King estaba rojo como la grana y no sabía si marcharse del comedor.

—¡A… chisss! —volvió de nuevo—. Perdóneme. ¡Debe haberme entrado pimienta en la nariz!

Los niños rieron a coro. ¡El buenazo del señor King! ¡Había pronunciado las palabras exactas que tanto aborrecía la señorita Pimienta!

El aya le contempló fríamente. ¿Cómo se atrevía a burlarse de ella… y además delante de los niños? No creía en la autenticidad de sus estornudos y menos habiendo pronunciado las palabras fatales.

—Tal vez prefiera abandonar el comedor hasta… que se le haya pasado su… indisposición —le dijo en tono glacial.

El profesor se puso en pie y salió. Los niños le oyeron luchar con sus estornudos en el dormitorio de arriba, y Diana no podía contener la risa. Cada vez que se llevaba a la boca una cucharada de sopa se atragantaba de risa. La señorita Pimienta se puso realmente furiosa.

—Basta ya, Diana. Este chiste de la pimienta es muy tonto y está muy gastado. Ni siquiera tiene gracia.

Chatín adquirió una expresión grave.

—Me ha parecido una grosería que el señor King dijera eso delante de usted —le dijo muy serio—. Quiero decir…, que está bien que nosotros digamos tonterías como ésa, señorita Pimienta…, pero el señor King no debía olvidar sus buenos modales, ¿verdad?

—Basta —dijo la señorita Pimienta—. No quiero oír ni una palabra más. Y cuando vuelva el señor King no se hable más de esto.

El profesor regresó poco después con aspecto avergonzado, sin comprender aquellos repentinos estornudos. Le contrariaba la actitud de la señorita Pimienta. ¿Por qué se enfadaba tanto porque estornudaba en la mesa? Bueno, a cualquiera podía ocurrirle. Los estornudos son igual que el hipo… no pueden contenerse.

Comieron la carne y luego sirvieron el postre. Chatín estaba castigado a quedarse sin postre, pero el aya seguía enfadada con el señor King y se olvidó del castigo, sirviéndole un gran pedazo de pastel, como de costumbre.

¡Y el pobre señor King, que sí se acordaba, no se atrevió a recordárselo! Chatín sonrió. Se había salido con la suya, como siempre.