Al señor King no le agradaron mucho los días siguientes. Chatín desplegó su vasta colección de trucos, convirtiéndose en una verdadera pesadilla para el maestro.
El pobre señor King encontraba una goma que no borraba o que producía extrañas manchas amarillas en el papel. Le proporcionaron una regla con medidas misteriosas y equivocadas que le asombró considerablemente. Esta regla era uno de los trucos predilectos de Chatín y le había sido confiscada innumerables veces en el colegio, pero de una manera u otra siempre volvía a manos del niño.
Los libros se caían al suelo de pronto como una cascada, a pesar de que Chatín se encontraba a bastante distancia de ellos. El señor King no veía el fino cordel atado al último del montón y que al tirar de él hacía que todos se vinieran abajo. La pizarra también se caía continuamente y cuando Chatín tenía que limpiarla, aparecía una nube de polvo de olor muy desagradable. Hubiera sido conveniente que el señor King examinara de cuando en cuando el borrador de Chatín, pero al parecer ni siquiera se le ocurría.
—Para haber sido maestro de una escuela de niños, resultaba bastante inocente —decía Roger, a quien le divertían sobremanera todos los trucos de Chatín. Y en cuanto a Nabé no podía contenerse cuando el niño ponía en juego otra de sus estratagemas, y su risa contagiosa resonaba por toda la casa.
Nabé parecía ser el único que disfrutaba de veras con las clases de la mañana. No tomaba parte en las lecciones, sino que permanecía sentado junto a la ventana al parecer leyendo. El señor King le daba la espalda, de manera que no se daba cuenta de que el niño absorbía todas sus enseñanzas…, escuchando las explicaciones sobre problemas de matemáticas, repitiendo la lección de francés, y deleitándose con la lectura de fragmentos de literatura inglesa. No había nada que no gustase a Bernabé. Poseía una memoria extraordinaria, y asombraba a Roger repitiendo las frases y declinaciones latinas cuando el pobre niño luchaba por hacer los deberes que le daba el señor King.
El señor King no era muy buen profesor, pensó Diana, y no ponía un interés especial en enseñarles. No sólo era incapaz de mantener a raya a Chatín, sino que algunas veces parecía inclinado a reír sus tonterías. Chatín se aburría separado de su perro, y estaba resuelto a no permitir que «Miranda» entrara en la sala de estudios ni un instante. La monita permanecía encerrada en el cobertizo mientras duraba la clase, pero algunas veces lograba escapar por algún lugar insospechado y aparecía silenciosamente en la ventana.
Buscaba a «Ciclón» y luego se acurrucaba junto a su amo, pero Chatín avisaba al señor King en seguida.
—Ahí está «Miranda», señor King. ¿Puedo traer a «Ciclón»?
Y «Miranda» tenía que marcharse. Nabé no le guardaba rencor alguno a Chatín por esto. Le gustaba aquel diablillo pelirrojo de cara pecosa, y siempre esperaba su próxima travesura.
El señor King les daba clase por la mañana y comía con ellos, pero luego desaparecía durante el resto de la tarde.
—Es usted muy aficionado a pasear, ¿verdad? —le dijo Roger una tarde cuando el profesor salía con su bastón y un libro—. ¿Adónde va?
—Oh, a ninguna parte —replicó el profesor—. Río abajo…, al pueblo…, según…, ayer visité esa vieja casona…
Los niños aguzaron el oído en el acto. ¡Diantre! ¿Habría descubierto su secreto? ¿Vería como ellos las cortinas tras aquellas ventanas, y las huellas que dejaron en el piso de abajo?
—Creo que es un lugar desolado —dijo Diana tras una pausa—. ¡No vale la pena visitarlo!
—A mí me pareció muy interesante —repuso el señor King—. Es muy antigua… y tiene toda una historia. Me gustaría conocerla.
Aquello era terrible. ¿Tendrían que cerrar la puerta del porche para que el señor King no descubriera que podía abrirse? ¿Era un entrometido?
Pero de hacerlo así, no podrían entrar y salir cuando quisieran… y como Nabé volvía a dormir en las habitaciones de arriba, era conveniente dejarla abierta para poder utilizarla si lo deseaban.
Ahora Bernabé se había acostumbrado ya a dormir en la cama antigua. Diana le había proporcionado un almohadón viejo del jardín para que lo usase como almohada, y una alfombra vieja. Y en la misma habitación de los niños encontró un par de platos y una taza.
Diana había conseguido quitar la mayor parte del polvo y Nabé disfrutaba en su pequeño escondite. ¡Nadie adivinaría nunca que estaba allí! Los días de lluvia los niños subían a las habitaciones de arriba y se divertían mucho. Una vez pensaron jugar al escondite utilizando la escalera principal y la posterior…, pero no llegaron a hacerlo. A nadie le apetecía esconderse en aquella casa tan lúgubre, y resultaba aterrador ir de puntillas a buscar a los que estaban escondidos.
—¡Tengo la impresión de que van a saltar sobre mí en cualquier momento! —decía Diana, estremeciéndose de pies a cabeza.
Bernabé no había vuelto a oír ruidos, pero «Miranda» no quiso dormir en la camita de la muñeca desde el susto de la primera noche, y dormía con su amo. Sólo iba a la cama de la muñeca cuando le molestaban los juegos de los niños. Entonces se arrebujaba debajo de las sábanas y al parecer dormía profundamente con la muñequita.
El único que había registrado toda la casa y entrado en todos los armarios era «Ciclón», por supuesto. ¡Las huellas de sus pezuñas estaban por doquier! Husmeaba aquí y allá, atragantándose con el polvo… y arañaba fuertemente las puertas para abrirlas.
Una noche Chatín quiso dormir en la vieja casona con Bernabé. La idea se le ocurrió de pronto.
—¿Pero por qué? —dijo Diana—. ¡Qué idea más horrible! En esa casa tan oscura… yo no dormiría por nada del mundo.
—Me gustaría —insistió Chatín—. Sólo por variar. Estas vacaciones me están resultando muy aburridas.
De manera que aquella noche, cuando le creían dormido, Chatín volvió a vestirse y salió al descansillo a escuchar. Abajo el reloj dio las once y media. ¿Se habría acostado el señor King? Solía hacerlo a las once, igual que la señorita Pimienta. La señora Redondo no pernoctaba en la casa, venía a diario del pueblo.
Diana y Roger sabían que Chatín iba a dormir con Nabé aquella noche, pero no se molestaron en permanecer despiertos para verle marchar. Chatín pidió prestado la linterna de Roger, ya que la suya se la dejó a Nabé, y en el descansillo la encendió y apagó varias veces para ver si funcionaba bien. Sí. Era una buena linterna, mucho mejor que la suya.
«Ciclón» se había pegado a los talones de su amo, meneando la cola. Aquello le gustaba y no hizo el menor ruido. Cuando quería sabía estarse quieto y ser bueno… y ahora quiso por temor a que Chatín no le llevara.
Chatín decidió que el señor King estaba ya acostado. De todas maneras, por si acaso no fuera así, lo mejor era bajar por la escalera posterior y de este modo nadie le oiría. Comenzó el descenso de puntillas; el séptimo y el décimo tercer escalón crujían y los fue contando con sumo cuidado para no pisarlos. Llevaba a «Ciclón» sujeto por el collar para evitar que bajara corriendo como de costumbre.
Había llegado al pie de la escalera. Bien. Abrió la puerta para asomarse al exterior. La noche era espléndida y estrellada. No había luna, pero las estrellas brillaban tanto que era posible ver los árboles recostándose contra el cielo. Ahora andando hasta la Mansión Rockingdown. Los niños habían abierto un camino a fuerza de apartar ramas y arbustos.
Chatín cerró la puerta sin hacer ruido y emprendió la marcha acompañado de «Ciclón». Pronto pudo ver la sombra negra de la vieja casona recortándose contra el cielo estrellado. Parecía mucho más grande que a la luz del día.
«Ciclón» hizo varias excursiones entre la maleza, asustando a muchos conejos que no le esperaban. Le hubiera gustado perseguirles, pero no quería alejarse de Chatín. Era de noche y su amo necesitaba protección… contra… ¿qué? «Ciclón» lo ignoraba. Sólo sentía la responsabilidad de cuidar de Chatín aquella noche y por ello no se apartaba de su lado.
Chatín iba silbando quedamente. No es que estuviera asustado, pero le resultaba agradable tararear una cancióncilla. Llegó a un lugar que en otros tiempos estuvo cubierto de hermoso césped… y se detuvo de pronto, sujetando a «Ciclón» por el collar.
¡Había visto una luz moviéndose cerca de la casa! Aguzó la vista tratando de averiguar el significado de aquella luz. ¡Debía ser una linterna! Se movía de un lado a otro como si su propietario buscara algo. ¿Sería Nabé? Chatín no quiso silbar y averiguarlo por temor a que no lo fuese.
Y entonces «Ciclón», gruñendo sordamente, le dijo bien a las claras que no era Bernabé, y Chatín tuvo que sacudirle un poco para hacerle callar. No quería que el propietario de la linterna supiera que estaba allí con su perro. «Ciclón» no hubiera gruñido nunca a Nabé, por lo tanto aquél era un extraño. ¿Qué estaría haciendo? ¿Acaso era un vagabundo que buscaba un refugio donde pasar la noche?
Chatín se fue aproximando con «Ciclón», que ahora no hacía ruido y su amo pudo soltarle. No quiso encender su linterna y siguió la luz de la otra. Quienquiera que fuese iba dando la vuelta a la casa, examinando todas las puertas y ventanas. ¿Y si llegaba hasta la puerta del porche y la encontraba abierta? ¿Entraría?
El hombre dobló la esquina de la casa y Chatín vio claramente su perfil, quedando realmente asombrado. ¡Vaya…, ahora sabía quién era aquel merodeador nocturno…, sin lugar a dudas…, el señor King!