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Capítulo 12- Llega el señor King

A la mañana siguiente, inmediatamente después de desayunar, Diana quiso ir a ver cómo estaba Bernabé.

—Tienes que ayudar a hacer las camas y recoger las tazas del desayuno —dijo Roger—. Dejaremos que vaya Chatín con «Ciclón». Ya estoy harto de él esta mañana. Ha puesto un gusano en mi zapato y melaza o algo por el estilo en mi esponja. Si va a tener uno de sus días pesados será mejor que se marche. Deja que vaya a molestar a Nabé. Él sabrá cómo manejarle.

Así que dijeron a Chatín que llevara a Nabé pan, mantequilla, tomates y una botella de leche, se marchó tan contento con «Ciclón» pegado a los talones. Cuando habían recorrido la mitad del camino descubrió que «Ciclón» llevaba en la boca el cepillo de la señorita Pimienta, y tuvo que regresar. Una vez debajo de la ventana de su dormitorio tiró el cepillo para que entrase por ella.

Se oyó un grito de dolor y Chatín puso pies en polvorosa.

—Bueno, ¿quién iba a pensar que estaba en medio…? —Díjose para sus adentros—. Eso es muy femenino.

Miró a «Ciclón», que había vuelto a pegarse a sus talones, esta vez con el cepillo de limpiar los zapatos de la señora Redondo. Chatín se detuvo para amonestarle seriamente.

—¿Qué es lo que te has creído? ¿Supones que voy a pasar la mitad del día devolviendo tus estúpidos cepillos? Eres un perro muy malo. ¡Devuélvelo! ¡Grrrr!

«Ciclón» miró a Chatín con ojos lánguidos y el rabo entre las patas.

—¡Devuélvelo! ¿Es que no me entiendes? —gritó Chatín—. ¡«De… vuél… ve… lo»!

«Ciclón» meneó el rabo y salió corriendo. Chatín estaba satisfecho.

—Es un perro muy listo —dijo a un par de gorriones que picoteaban por allí cerca—. Entiende todo lo que le digo.

Cuando regresó «Ciclón», le acarició.

—Bien, bien. ¡Apuesto a que lo llevaste hasta la cocina y lo dejaste caer a los pies de la señora Redondo!, eres el perro más inteligente del mundo.

«Ciclón» estaba muy contento. Acababa de dejar el cepillo en una madriguera de conejos. Bueno…, si Chatín se alegraba tanto dejaría muchas cosas en el mismo agujero.

Los dos continuaron la marcha. «Ciclón», corriendo tras todo lo que osaba moverse…, una hoja…, un remolino de polvo…, un pedazo de papel. ¡Grrrr! Mordisqueaba los cordones de los zapatos de Chatín, haciéndole tropezar. En resumen, se comportó como lo que era: un perro alocado, cosa que encantaba a su amito.

Chatín llegó al fin a la vieja casona y se dirigió al porche. La puerta estaba fuertemente ajustada y la empujó con el hombro. Costaba tanto de abrir que tuvo que dejar la cesta en el suelo y empujar con todas sus fuerzas hasta que se abrió de golpe, enviándole de cabeza dentro de la habitación. Se sentó rápidamente y «Ciclón» fue a lamerle, comprobando que no se había hecho daño.

—¡Hola! ¿Eres tú? —dijo la voz de Nabé—. He oído un gran estrépito y vine a ver qué era. Llegas muy pronto. Pero ¿por qué te has sentado en el suelo con tanto polvo como hay?

—Basta, «Ciclón» —dijo Chatín, apartando al excitado can. Luego miró a Nabé y sonrió—. Encontré la puerta tan cerrada que no podía entrar, tuve que empujarla con todas mis fuerzas…, se abrió cuando menos lo esperaba y me caí al suelo.

—Ya entiendo —repuso Nabé, descubriendo la cesta que quedada fuera—. Vaya…, ¿me has traído algo de comer? ¡Estupendo! ¡Pan, mantequilla y tomates! Todo delicioso. ¿Son para mí?

—Pues claro —dijo Chatín, sacudiéndose los pantalones.

Nabé fue a dejar la cesta en el interior y cerró la puerta. Luego tiró de ella. Desde luego ajustaba perfectamente. La estuvo contemplando preocupado.

—¿Qué te parece? —preguntó Chatín al ver su expresión—. ¿Por qué miras tanto esa puerta?

Nabé le contó lo asustada que estaba «Miranda» la noche anterior y los ruidos que oyera.

—Pensé que debía ser el viento que abría esta puerta —le dijo—. Pero ahora no lo creo. Cierra perfectamente.

Subieron juntos a las habitaciones de los niños. Chatín estaba un poco nervioso.

—A mí no me hubiera gustado nada —dijo a Nabé—. Estar a oscuras, oyendo ruidos… y sin poder encender una luz. ¡Brrrrr!

—Puedes dejarme tu linterna para esta noche —repuso Nabé—. Así podré realizar una pequeña exploración si oigo ruidos.

Chatín le entregó su linterna en el acto y se sentó a ver cómo comía Nabé.

—Hace un día espléndido —le dijo—. ¿Qué te parece si fuéramos al río y buscáramos un bote?

—Sí, me agradaría —repuso el muchacho—. ¿Cuándo empezaréis las clases? ¿El lunes? Entonces será mejor que aprovechemos el tiempo. Esta mañana en la cama he estado leyendo el libro que me prestó Roger. Es magnífico.

—Bueno, si tú lo dices —dijo Chatín, haciendo una mueca—. Nunca he podido adivinar por qué Shakespeare tenía esa curiosa manera de escribir…, ya sabes…, todas las líneas del mismo tamaño. Es una idea extraña.

Nabé se echó a reír.

—¡Ojalá pudiera asistir a vuestras clases! —dijo—. ¡Apuesto a que me divertiría… y aprendería mucho!

—¡Vaya! —Chatín miró a Nabé como si se hubiera vuelto loco—. Debes estar chiflado. ¡«Querer» dar clase! Bueno…, no veo por qué no puedes venir a escuchar si así lo deseas. ¡Vaya unos «gustos»! ¿Oyes esto, «Ciclón»? ¡Está más loco que tú! ¿No te parece?

Caminaron hasta la puerta y sus huellas quedaron claramente marcadas en el polvo. Todas sus pisadas estaban allí, incluso las de «Ciclón», y Chatín las fue señalando.

—Éstas son las huellas de «Ciclón»…, y éstas las mías…, y éstas deben ser las tuyas. Aquéllas son de Di, son muy pequeñas. Y allí están las de Roger…, tiene los pies más grandes que ninguno.

Salieron por la puerta del porche y Nabé la cerró tras él. Luego empujó, pero no se abrió. Tuvo que forcejear mucho hasta conseguirlo. No pudo ser aquella puerta la que golpeara la noche anterior. Tenía que averiguar qué puerta era…, si es que fue una puerta. ¡Aquello era un misterio!

Nabé no durmió en la vieja casona las dos noches siguientes. Volvió el tiempo caluroso y los niños alquilaron un bote para un par de días. Nabé tuvo la ocurrencia de dormir en la barquita, tapado con una alfombra.

—¿No os importa? —preguntó a los otros—. Así os ahorraréis la molestia de devolverla al barquero, y a mí me encantará mecerme toda la noche sobre el agua.

—Bueno —dijo Roger, complacido—. Haz lo que quieras. Hace mucho calor para dormir en aquellas habitaciones polvorientas…, es mucho mejor dormir al aire libre si no llueve y hace buena temperatura.

El lunes llegó demasiado pronto, y con él el señor King armado de sus libros y una maleta. ¡Al parecer iba a quedarse en Villa Rockingdown! Los niños no habían pensado en ello y estaban sorprendidos.

—¡Válgame Dios! ¿Tendremos que soportarle a las horas de comer y todo? —dijo Chatín, contrariado, viéndole subir la escalera acompañado por la señora Redondo y el perro.

—Oh, no seas tonto, Chatín —le dijo la señorita Pimienta, impaciente—. Vive demasiado lejos para ir y venir cada día, y yo puede que tenga que marcharme un par de días, y así estaré más tranquila al saber que hay alguien responsable en esta casa para cuidar de vosotros.

Los niños quedaron muy tristes. Nabé apareció en la ventana, enarcando las cejas.

—Sí. Ha venido —le dijo Diana—. Y va a vivir aquí. ¿No es algo espantoso? Tendremos que portarnos mejor que nunca.

—Yo no —dijo Chatín.

—Tú nunca te portas bien —replicó Diana—. Nabé, ¿de verdad quieres asistir a nuestras clases? Sinceramente, tendrás que estarte muy quieto…

Bernabé asintió. Sentía una verdadera sed de saber, y consideraba a sus amigos muy afortunados por poder recibir instrucción y poseer tantos libros.

—De acuerdo. Pues dentro de diez minutos ven y llama a la puerta —le dijo Diana—. Y cuando entres, finge sorprenderte al vernos trabajar tan quietecitos y…

—Que se disculpe e intente marcharse —intervino Roger, trazando un pequeño plan—. Y yo diré: «Oh, señor King, ¿le importa que Nabé se siente aquí a esperarnos?». Y todo saldrá a pedir de boca.

—Muy bien —dijo Nabé, desapareciendo con «Miranda» en el momento en que la señorita Pimienta entraba en la sala de estudios con el señor King.

—¡Ajá! Ya veo que estáis preparados —exclamó el señor King—. Muy bien. Veremos lo que habéis aprendido y así podremos continuar.

Un cuarto de hora después, Nabé pasó ante la ventana, y luego de penetrar por la puerta del recibidor, que estaba abierta, fue a llamar a la de la sala de estudio.

—Adelante —gritaron los niños antes de que el señor King pudiera decir nada, y entró Nabé con aire tímido, los cabellos húmedos y la cara y las manos limpias.

—Oh…, lo siento —dijo al ver a los tres niños sentados ante la mesa con el señor King—. No quiero interrumpiros. Perdone, señor.

E hizo ademán de salir de la habitación con aire contrito. Diana pensó que lo estaba haciendo muy bien. Chatín contuvo la risa y Roger se apresuró a decir al profesor:

—Oh, señor King…, ¿le importaría que nuestro amigo Bernabé se sentara a esperarnos? No nos molestará.

—Desde luego —replicó el señor King, amablemente—. No faltaba más. Siéntate junto a la ventana, Bernabé. ¿Tienes algún libro que leer?

El profesor quedó agradablemente sorprendido al ver que Nabé llevaba para leer nada menos que una obra de Shakespeare. Dando la espalda al muchacho, continuó la clase. «Ciclón» estaba tumbado a los pies de Chatín, agotado tras la loca carrera que acababa de dar subiendo y bajando la escalera. El señor King se felicitaba por tener una clase tan tranquila. La señorita Pimienta le había advertido que hallaría dificultades…, pero aquello no podía ir mejor.

Chatín se preguntaba dónde estaría «Miranda». Nabé no la trajo consigo. Debía haberla encerrado en alguna parte…, seguramente en el cobertizo. Bostezó. ¡Qué aburrimiento! Hasta «Ciclón» estaba apagado.

¡De pronto comenzaron a ocurrir cosas! La puerta se entreabrió ligeramente, dando paso a «Miranda», que vio a «Ciclón» dormido bajo la mesa. Sin que la viera nadie, pasó por debajo de la silla de Chatín para acercarse al perro. ¡Ah…, su enemigo estaba dormido! Cogió una de sus grandes orejas y tirando de ella con fuerza, lanzó un chillido. «Ciclón» se despertó en el acto y comenzó a aullar lastimosamente, persiguiendo a «Miranda», que se agarró al tapete para que no la agarrase. Éste cedió bajo su peso, arrastrando todos los libros, que cayeron al suelo con estrépito. A continuación se desarrolló una batalla campal debajo de la mesa, y el señor King se levantó sobresaltado, dejando caer su silla sobre «Miranda», que en aquel momento pasaba por debajo. La monita pegó un salto, y subiéndose a su hombro, le tiró de la oreja.

Chatín corrió tras «Ciclón», que se había caído junto a la chimenea, arrastrando las tenazas y la pala. Casi se encarama por la chimenea del susto que le produjo el estrépito. Nabé llamaba a gritos a «Miranda».

Chatín rompió un jarrón al perseguir a «Ciclón», y la señorita Pimienta y la señora Redondo, que estaban en la cocina hablando de la comida y oyeron el alboroto, se miraron asombradas.

—¿Qué estarán haciendo? —dijo el aya, corriendo hacia la sala de estudio y encontrándose con un perro enloquecido y una mona en igual estado que trataban de devorarse mutuamente.

«Miranda» desapareció escaleras arriba, yendo a esconderse. «Ciclón» volvió al lado de Chatín, que no había cesado de llamarle a voz en grito, en parte para obligarle a obedecer y en parte por hacer el mayor ruido posible.

—¡Vaya! —exclamó la señorita Pimienta, muy contrariada—. Supongo que esto es lo que ocurre por dejar a «Ciclón» contigo, Chatín.

—«Ciclón» no ha sido —replicó el niño, indignado—. Estaba durmiendo debajo de la mesa. Ha sido «Miranda».

—Er… Yo cre… yo creo… que debes sacar al perro de la habitación —dijo el señor King, tratando de recobrarse bajo la mirada desaprobadora de la señorita Pimienta.

—Pero le aseguro que no fue culpa de «Ciclón» —casi gritó Chatín—. Esto no es justo.

—No puedo permitir que haya perros ni monos en mi clase —dijo el señor King con gran dignidad y repentina firmeza—. Los dos han sido sometidos a una prueba, y han fracasado.

—Pero, señor King…, «Ciclón» estaba dormido —se quejó Chatín—. ¿No oía sus ronquidos?

—No, no los he oído —replicó el profesor—. Llévate al perro, Pedro.

Chatín cogió a «Ciclón» por el collar para sacarle de la habitación, mirando al señor King con el rostro tan rojo como una remolacha.

—Está bien —dijo con voz temblorosa—. Si no le gusta mi perro, a mí tampoco me agrada usted. Se arrepentirá de no darle una oportunidad… ¡y eso que estaba dormido!

Salió con «Ciclón», que ahora estaba muy asustado. La señorita Pimienta le siguió.

—Vamos, no seas tonto, Chatín —le dijo—. Te portas como un niño de siete años. Yo me llevaré a «Ciclón» a la cocina para que lo vigile la señora Redondo.

—El señor King me las pagará —dijo Chatín en tono siniestro—. Ya lo verá. Tendrá que sentirlo, señorita Pimienta. ¡Vaya si lo sentirá!