La tormenta estalló mientras merendaban. Los truenos resonaban en el cielo, iluminado por los relámpagos, asustando a los niños, que saltaban en las sillas y parpadeaban deslumbrados.
—Bueno…, ¡me alegro de no estar merendando al aire libre! —dijo Roger tratando de bromear, pero nadie tenía ganas de reír. Sin embargo, se sintieron mejor después de haberse comido todos los bocadillos y pasteles y bebido las «Coca-Cola». «Ciclón» también tuvo su parte. En realidad era un estorbo en aquella polvorienta habitación, ya que sus cuatro patas levantaban mucho polvo. «Miranda» continuaba sobre el hombro de su amo mordisqueando rodajas de pepino.
Después de merendar, los niños volvieron a examinar las tres habitaciones. Parecía extraño que no hubieran sido utilizadas desde que se llevaron al pequeño Bob enfermito tantos años atrás.
—Supongo que su madre no podría soportar el volver a ver estas habitaciones vacías —dijo Diana—. ¡Pobrecilla! Me pregunto si lo sabe alguien más aparte de nosotros. Es posible que estén del todo olvidadas. Quiero decir, que la gente pudo pensar que la puerta del pasillo, que estaba cerrada, daba sólo a un cuarto trastero o alguna habitación por el estilo.
—Tal vez tengas razón —replicó Nabé—. ¡Caramba, escuchad cómo llueve!
Desde luego, estaba diluviando. Los truenos seguían sonando, aunque más lejanos, y la luz de los relámpagos no era tan viva. Diana miró a Bernabé. ¿Dónde dormiría aquella noche? Sin duda no podría hacerlo en un pajar.
—Nabé…, esta noche no dormirás al raso, ¿verdad? —le preguntó al fin, guardando las botellas de «Coca-Cola» vacías en la cesta—. Todo está empapado.
—No —repuso Nabé—. A decir verdad, había pensado dormir aquí.
Los otros le miraron asombrados.
—¡Qué! ¿«Aquí»? ¿Solo? ¿En esta horrible casa deshabitada llena de arañas y polvo? —exclamó Diana horrorizada—. ¿Te «atreverías»? ¡Y además solo!
—Tendré a «Miranda» —repuso Nabé—. Y ya sabes que no me asusto fácilmente. He dormido en sitios mucho peores que éste.
Diana no podía imaginar un sitio peor que aquél y se estremeció. «Miranda» rodeó el cuello de su amo con sus bracitos y le habló al oído.
—Dice que está de acuerdo, que se quedará conmigo y asustará a las arañas —dijo Nabé con una sonrisa.
—Es una buena idea —dijo Chatín—. ¡Después de todo, las camas son buenas, aunque las sábanas se caigan a pedazos! La habitación de la niñera no está mal. ¿Por qué no la escoges como dormitorio, Nabé? Estarás muy cómodo allí.
—¡Ya sé! —exclamó Diana levantándose para ir a mirar en los armarios—. Veré si hay un cepillo y un trapo de polvo por algún sitio… y tal vez consiga limpiar un poco esa habitación.
Fue «Ciclón» quien encontró el cepillo, ¡naturalmente! Se metió en la parte inferior de un armario y sacó un cepillo de limpiar alfombras cuyas cerdas se habían ablandado.
—¡Precisamente lo que necesitaba! —dijo Diana quitando el cepillo a «Ciclón»—. Gracias, yo lo guardaré. Chatín, llámale…, está levantando polvo por todas partes.
—Será mejor que te envuelvas el cabello con algo, Diana —le aconsejó Roger viendo que el polvo flotaba alrededor de la cabeza de su hermana cuando empezó a sacudirlo—. Aquí tienes mi pañuelo. Es bastante grande. Átatelo a la cabeza.
De manera que, mientras los niños se divertían registrando el antiguo armario de los juguetes y sacando más soldados de madera tallados a mano y «Miranda» se probaba los sombreros de las muñecas, Diana estuvo muy atareada.
Quitó las ropas de la cama de la niñera, yendo a sacudirlas al descansillo. Estaban llenas de polvo y el cobertor y una de las mantas se hicieron pedazos…, pero la otra parecía buena. Diana la llevó a la cama, colocándola sobre el colchón. No había sábanas. Quizá las quitó la niñera. La almohada estaba llena de polillas, que echaron a volar al sacudirla y que la redujeron a casi nada.
«Nabé tendrá que pasarse sin almohada —pensó—. Tendremos que traerle un abrigo viejo o cualquier otra cosa para que tenga donde apoyar la cabeza. O quizás un almohadón».
Quitó el polvo al tocador, al palanganero y la cómoda, pero se le introdujo en la nariz y empezó a toser. Tuvo que esperar a que se pasara un poco antes de continuar. Luego fue hasta la ventana para abrirla. Aquella habitación tenía tanto polvo y humedad que un poco de aire fresco le sentaría bien. Tras algunos forcejeos lo consiguió y unas gotas de lluvia la salpicaron al apartar las espesas ramas de hiedra.
Aquello le dio una Idea. Arrancando algunas ramas mojadas por la lluvia las sacudió sobre el polvoriento suelo para humedecerlo.
«Esto ayudará a sentar el polvo», pensó satisfecha de sí misma. Y así fue. De esta manera pudo barrer el suelo sin levantarlo.
Al final cogió la alfombra roída por la polilla y la encerró en un armario, ya que se caía a pedazos al cepillarla, y resultaba más sencillo barrer el lugar que había ocupado.
Cuando hubo terminado llamó a Nabé.
—Es todo cuanto puedo hacer —le dijo—. Ahora no hay tanto polvo… y tienes una manta bastante decente para dormir encima… o debajo. Aunque no sé dónde vas a encontrar agua.
—Es probable que haya algún pozo por alguna parte… o una bomba en la cocina —repuso Nabé alegremente. No le preocupaban aquellas pequeñeces—. De todas maneras, me baño en el río cada mañana.
—Ha sobrado una botella de «Coca-Cola» —exclamó Roger—. Te la dejaremos. Bueno…, espero que no te ocurrirá nada, Nabé… ¡durmiendo aquí solo!
—Es un sitio estupendo —repuso Nabé—. ¡Mejor que un granero húmedo o un pajar!
—¿Dejarás abierta la puerta del porche? —le preguntó Roger—. Así podremos entrar y salir cuando queramos. Mientras la puerta esté ajustada nadie sospechará nada. Podríamos utilizar estas habitaciones para jugar cuando haga mal tiempo.
—Celebro que Nabé haya encontrado donde dormir a cubierto —dijo Diana—. Y también «Miranda», desde luego. ¿Dónde está?
Fueron a buscarla. Había observado cómo Nabé se tumbaba en la cama, y tras mirarle atentamente salió de la habitación. ¡Y ahora había desaparecido!
Fue «Ciclón» quien la descubrió. Se puso a ladrar en la habitación contigua, donde había una camita de juguete con una muñeca.
Junto a la muñeca estaba acostada «Miranda», y sus ojillos castaños miraban pícaramente a «Ciclón». ¡Ella también tenía su cama como Bernabé!
—¡Oh, «Miranda»! —exclamó Diana—. Estás monísima. Nabé, ¿no es una monada? No hagas eso, «Ciclón». Has despertado a «Miranda», y eso no está bien.
—Será mejor que nos marchemos ya —dijo Roger—, o la señorita Pimienta, si se intranquiliza, llamará a la policía.
—Bajaré con vosotros —repuso Nabé—. Así dejaré entornada la puerta del porche como tú has dicho, Roger. Nadie sabrá que está abierta. Es evidente que nadie viene por aquí.
Les vio marchar con «Miranda» sentada sobre su hombro y tocada con un sombrero de muñeca que había encontrado y que se puso al revés. Diana corrió por el porche lleno de telarañas hasta pisar la hierba húmeda.
Los tres niños se mojaron mucho al regresar a casa por entre la espesa maleza, cubierta de gotas plateadas. El sol luchaba por salir y tal vez hiciera buena noche.
La señorita Pimienta estaba muy preocupada y alarmada por ellos.
—¡Dios mío, qué mojados estáis! —exclamó—. Id en seguida a poneros algo seco. Supongo que os habréis refugiado en algún sitio durante la tormenta.
—¡Oh, sí! —repuso Roger sin decirle dónde. No… aquello era un secreto. Nadie debía saber dónde habían estado aquella tarde.
Cuando estuvieron acostados, los tres se llamaron con voz muy queda mientras «Ciclón» iba corriendo como de costumbre de una habitación a otra cambiando de sitio todas las alfombras.
—¿Se habrá acostado ya Nabé? ¿Creéis que no le ocurrirá nada?
—¡No me gustaría dormir en esa horrible casa deshabitada! —Eso lo dijo Diana, naturalmente.
—A mí no me importaría estando con Nabé.
—¡Apuesto a que está en la cama y durmiendo como un tronco! ¡Y que no se despertará hasta mañana!
Nabé estaba acostado y dormía, y «Miranda» en la camita de la muñeca. Generalmente dormía con Nabé, acurrucada junto a él, pero aquella cama le pareció muy adecuada para ella, y allí estaba bajo la sábana abrazada a la vieja muñeca.
Bernabé durmió profundamente hasta las dos y media de la madrugada… y entonces despertó sobresaltado. «Miranda» había saltado sobre él y se agarraba a su cuello temblando.
Nabé se incorporó.
—¿Qué ocurre, «Miranda»? ¿Qué es lo que te ha asustado? ¡Estás temblando, parece que temes algo! ¿Te sentías sola?
«Miranda» se abrazó a él sin dar muestras de querer regresar a su camita, y Nabé llegó a la conclusión de que algo la había asustado. Pero ¿qué había sido? ¿Un ruido? ¡No era posible que hubiese entrado nadie en su habitación… porque allí no había nadie!
Entonces creyó oír un ruido lejano, y permaneció sentado en la cama escuchando. ¿Había sonado un golpe? ¿O era producto de su imaginación?
¡Debía haberlo imaginado! Volvió a echarse… «Miranda» seguía agarrada a su cuello…, pero volvió a incorporarse con un movimiento rápido.
¡«Había oído» un golpe! Y muy fuerte. ¡Bang! Escuchó atentamente y volvió a oírlo.
¡Bang! Luego el viento azotó la ventana y la hiedra golpeó los cristales. Nabé comprendió en el acto lo que era aquello… el viento y la hiedra. Pero ¿el otro ruido sería también producido por el viento? ¿Sería una puerta que golpeaba? ¿O tal vez la del porche que se habría abierto y golpeaba?
Nabé dudaba entre sí bajar o no. No tenía miedo, pero no le seducía la idea de andar en plena noche por aquella escalera y pasillos oscuros y polvorientos sin una luz.
—Si vuelvo a oír ese ruido bajaré —decidió—. Si no, no. Apuesto a que es una maldita puerta del porche que está golpeando. No debo haberla cerrado bien.
No volvió a oír más ruidos, aparte del rumor de una hoja que recorrió la habitación impulsada por el viento y que ponía los pelos de punta. Por un momento el pobre Nabé pensó que había alguien en el dormitorio…, pero «Miranda» sabía que sólo era una hoja y no se movió, y el muchacho supo que no tenía por qué preocuparse.
Volvió a tumbarse y cerró los ojos. Estuvo escuchando unos minutos más, pero no oía más que el palpitar del corazón de su monita junto a su cuello.
Luego se quedó dormido, no volviendo a despertarse hasta que el sol penetró por entre las hojas de hiedra.