Bernabé volvió a asomarse a la ventana por la que había trepado y les gritó:
—Todo es muy extraño. Aquí hay tres habitaciones… todavía amuebladas. Esperad…, bajaré y os lo contaré todo. No sé por qué, pero no quiero gritar.
—¡Nabé! ¡Sólo queda un barrote! —le gritó Diana presa de pánico—. No te arriesgues. Ata la cuerda a otro sitio.
Nabé tiró del último barrote con la mano y se rompió en seguida. Era el que estaba más oxidado de todos. ¡Menos mal que no le había confiado su peso! Luego miró atentamente la cuerda. ¡Casi se había partido en dos! Había estado rozando alguna arista de los barrotes y hallábase cortada casi hasta el último cabo. Incluso cuando tiró de ella se partió en dos. Quiso cogerla…, pero cayó al suelo.
Se hizo un silencio.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Diana—. ¡La cuerda se ha roto!
—Podemos atarla, tonto —dijo Roger.
Nabé se asomó a la ventana y les señaló el cielo.
—¡Mirad…, está a punto de estallar la tormenta! Os empaparéis si os entretenéis en atar la cuerda y en enviar a «Miranda» con ella. Creo que lo mejor será que vea si puedo salir de esta habitación y penetrar en la parte principal del edificio. Entonces podré abriros la puerta o alguna ventana desde el interior para que podáis entrar.
—Bien —dijo Roger—. Iremos a esperar al porche, Nabé. Ya empieza a llover.
Roger, Chatín, Diana y «Ciclón» corrieron hasta el horrible porche, que como temiera la niña estaba lleno de arañas y tijeretas, así como otros muchos insectos que nunca viera hasta entonces. El suelo estaba resbaladizo y había mucha humedad. Era imposible merendar allí.
—Espero que Nabé encuentre algún medio para que podamos entrar —dijo Chatín estremeciéndose—. Ahora hace frío.
Estornudó.
—¿Te ha entrado pimienta en la nariz? —dijo Roger, tratando de despertar su hilaridad; mas el porche era un lugar demasiado lúgubre para bromas y risas.
¿Qué estaba haciendo Nabé en la vieja casona? ¿Buscaba un medio de hacerles entrar? Desde luego hacía cuanto estaba en su mano.
Fue hasta la puerta de la primera habitación de los niños. No estaba cerrada. A decir verdad, la llave estaba en la cerradura por la parte de dentro. Luego de abrirla vio que daba a un pasillo largo y oscuro. ¿Habrían cerrado aquellas habitaciones para que no entrase nadie?
Echó a andar por el pasillo, levantando el polvo del suelo. Un par de telarañas que colgaban del techo rozaron su rostro, sobresaltándole. Daban la impresión de unos dedos suaves. Aquello no le gustaba nada y hubiera deseado llevar consigo una linterna. ¡El pasillo era tan oscuro!
Llegó a una puerta maciza situada al extremo del corredor, y trató de abrirla accionando la manija a un lado y a otro. Inútil. La puerta no se abría. Estaba bien cerrada por el otro lado. Claro…, así era cómo habían aislado las tres habitaciones destinadas a los niños…, cerrando aquella puerta para que nadie pudiera acercarse a ellas.
¿Cómo podría entrar en la parte principal de la casa? Consideró la cuestión con sumo cuidado. Era casi imposible echar abajo aquella puerta y la cerradura se conservaba en buen estado. Al parecer, no podría salir de aquel pasillo.
De pronto se le ocurrió una idea. ¿Y la llave que viera en una de las puertas de las habitaciones de los niños? ¿Abriría aquélla por casualidad? Valía la pena probarlo por si acaso.
Volvió sobre sus pasos, y la nube de polvo casi le hizo toser. «Miranda» se agarraba a su hombro en silencio. Aquello no le gustaba. Era un lugar extraño y estaba muy oscuro.
Miró las tres puertas de las otras habitaciones. Cada una tenía una llave. Le parecieron más o menos iguales, pero quizá no lo fueran. Las llevó a la puerta del pasillo.
La primera se deslizó suavemente, pero no consiguió hacerla girar por más que intentó. Tenía miedo de forzarla por temor a que se rompiera y quedara dentro de la cerradura. Probó la segunda…, que sólo giraba a medias. Sin gran esperanza probó la tercera.
¡Y abrió! Cierto que iba algo dura y que chirrió mientras la hacía girar lentamente y con grandes precauciones…, pero al fin corrió el viejo pestillo. ¡Ahora podría abrir la puerta!
Tiró del pomo y la puerta se abrió, levantando otra nube de polvo que les hizo toser. Ahora se hallaba ante un amplio descansillo con puertas a ambos lados. Nabé avanzó caminando de puntillas sin saber por qué.
Las fue abriendo una por una, mirando en todas las habitaciones. Estaban completamente vacías. Ni una silla, ni un libro, ni una alfombra quedaba en ninguna de ellas. Sólo el polvo cubría los suelos desnudos y las telarañas colgaban por todas partes. Grandes arañas corrieron por las paredes, asustadas al ver turbada su larga y oscura paz.
La mayor parte de las habitaciones estaban a oscuras, por lo menos sumidas en la penumbra a causa de la hiedra que crecía en las ventanas, y que apenas permitía el paso de la luz. Se olía a polvo y humedad.
Nabé fue bajando por la escalera y de cada escalón se levantaba un polvillo fino, como harina gris, que le hacía toser cuando llegaba hasta la nariz. No tocó el pasamanos por temor a levantar todavía más polvo.
Llegó al primer piso. Allí encontró más puertas que daban a otras habitaciones igualmente polvorientas y silenciosas. Desde el primer piso a la planta baja dos escaleras descendían a ambos lados del gran rellano y luego volvían a unirse para terminar en el amplio vestíbulo.
Ahora Nabé estaba ya en el recibidor que viera a través de la grieta de la puerta principal. Penetró de puntillas en una gran habitación que había a la derecha. Era el salón de baile. Los espejos le devolvieron doce veces la imagen de su confusa figura, haciéndole sentirse violento. Abandonó la sala de baile para entrar en otra habitación, que debió haber sido utilizada durante la última guerra, así como el salón de baile, ya que allí también había sillas rotas, restos de papeles rotos y un teléfono estropeado. También había polvo, pero no tanto como en los pisos de arriba.
Pasó a otra estancia, viendo que daba al porche. Distinguió las siluetas de los tres niños y «Ciclón» aguardando fuera pacientemente. Tal vez consiguiera abrir la puerta del porche. Acercándose a ella, golpeó el cristal con los nudillos, y los tres niños volviéronse sobresaltados para ver qué era aquel ruido.
—¡Es Nabé! —exclamó Diana satisfecha—. ¡Oh…, Nabé… entonces has conseguido salir de las habitaciones de arriba!
Nabé sólo podía adivinar lo que decían. Estuvo luchando con los pestillos de aquella puerta y al fin consiguió descorrerlos y abrirla. Los niños entraron corriendo y Diana se cogió de su brazo.
—¡Nabé! ¡Qué listo «eres»! Ahí fuera estábamos cogiendo frío y el agua empezaba ya a penetrar paulatinamente en el porche.
«Ciclón» empezó a dar vueltas por la estancia, levantando polvo.
—Basta, «Ciclón» —le dijo Chatín, airado—. Nos vas a hacer toser a todos… y tú toserás también.
«Miranda» seguía agarrada al hombro de Nabé, contenta de ver a los otros niños. Todos contemplaron aquella habitación polvorienta y silenciosa. Diana dio unos pasos adelante y lanzó un grito, haciendo saltar a los otros.
Había tropezado con una telaraña que le rozó la cara.
—Alguien me ha tocado —exclamó.
—No. Es sólo una telaraña —le dijo Nabé riendo—. Hay muchas. ¿Tenéis una linterna?
Chatín llevaba una. Por lo general tenía de todo. Era sorprendente la capacidad de sus bolsillos. Sacó la linterna y la encendió. En el acto una horda de arañas echaron a correr por todas partes y Diana volvió a gritar. No podía soportarlas. Los niños vieron las grandes telarañas que colgaban por todas partes.
—Esto no me gusta nada —dijo Roger—. Es un sitio horrible para merendar. ¿Cómo está lo de arriba, Nabé? Aún no nos has contado nada.
Nabé les refirió a toda prisa lo que había descubierto y el examen de las habitaciones de los otros pisos.
—Creo que estaremos mejor en las habitaciones de los niños —dijo—. Están también llenas de polvo, pero por lo menos hay sillas donde sentarse… y algo más de luz. Subamos.
Y fueron subiendo, primero por dos de las bifurcaciones de la escalera hasta el primer piso y luego por la más estrecha hasta el segundo. Llegaron hasta la puerta del pasillo y lo atravesaron.
—Ésta debió ser el ala donde estaban las habitaciones de los pequeños —dijo Nabé—. Es un lugar muy bonito, con una magnífica vista del campo. ¡Mirad!
Abrió la puerta y los niños penetraron en la primera habitación. Quedaron silenciosos al ver el caballo-balancín inmóvil como si aguardase que algún niño lo montara…, el armario abierto, dejando ver los juguetes que guardaba en su interior…, la casa de muñecas… y los platos y viandas encima de la mesa preparadas para ser comidas.
—Es fantástico —exclamó Diana—. Fantástico de ver y de creer. No es que me guste, pero esto resulta un poco más agradable que lo de abajo.
—Merendemos aquí —dijo Roger—. ¡Es decir, si no os importa sentaros sobre dos dedos de polvo! ¡Vamos! ¿Dónde está la cesta? Me sentiré mejor cuando tenga en mi estómago unos cuantos pedazos de pastel.