A las dos y media Nabé estaba fuera silbando.
—Ahí está otra vez el niño del mono —dijo la señorita Pimienta—. Espero que sea un «buen» muchacho, Roger. No quiero que hagas amistad con nadie que pueda enseñarte cosas malas.
Roger sonrió.
—Es mucho más probable que sea Chatín quien se las enseñe a él. Bernabé es bueno, señorita Pimienta. ¿Quiere que le invite algún día a comer y así podrá juzgar por usted misma?
—Sí. Es una buena idea —repuso el aya—. Bien, será mejor que os marchéis si os está esperando. Ya os he preparado la merienda. Está en el repecho de la ventana de la cocina. Pedídsela a la señora Redondo.
Chatín salió corriendo hacia la cocina seguido de «Ciclón».
—Redondita, Redondita, ¿dónde está? ¿Nos ha preparado la merienda?
La señora Redondo le miró por encima de su taza de té.
—Vamos, no seas descarado —le dijo—. ¡Llamarme Redondita! ¡Habrase visto desvergonzado!
—Redondita es un nombre que le sienta a las mil maravillas —dijo Chatín abrazando a la señora Redondo—. No puedo evitar el llamarla Redondita. Es un apodo cariñoso. No tiene que enfadarse.
Y la señora Redondo no se enfadó. Consideraba a Chatín un niño «terrible» y no le importaba lo que dijera o hiciese. Incluso ahora ya soportaba mejor a «Ciclón» a pesar de su costumbre de apoderarse de todos los cepillos y llevarlos al jardín.
—Valiente pareja formáis tú y el perro —dijo atusándose el pelo después del inesperado abrazo de Chatín—. Baja de ahí, «Ciclón». ¿Dónde has puesto el cepillo de las alfombras? Me gustaría saberlo. Espera a que lo encuentre y verás qué azotaina te doy con él.
«Ciclón» cogió un trapo de polvo echando a correr y sacudiéndolo como si fuera una rata. Chatín comenzó a gritarle y en aquel momento la señorita Pimienta apareció en la puerta.
—¡Chatín! Basta de ruidos. ¿Qué es lo que ha cogido ahora ese perro? Suéltalo, «Ciclón». Lo siento, señora Redondo… este perro está completamente loco.
—No tiene importancia, señorita —dijo la señora Redondo de buen talante—. Ahora ya me he acostumbrado a él. No es tan malo… hágase cargo de que es un cachorro; no lo hará cuando tenga más años.
La señorita Pimienta se sintió muy aliviada al ver que la señora Redondo tomaba las cosas con tanta calma. Dio a Chatín la cesta de la merienda y el niño salió al jardín con «Ciclón».
El perro saludó ruidosamente a Nabé mientras «Miranda» le observaba sentada en el hombro de su amo. De pronto pegó un salto y agarrando a «Ciclón» por una oreja, le dio un buen tirón, volviendo a subirse sobre su amo antes de que el perro comprendiera lo que había ocurrido. El pobre «Ciclón» lanzó un aullido.
Los niños rieron divertidos con las perrerías de «Ciclón» y «Miranda».
—Ya tenemos la merienda y la cuerda —dijo Diana—. ¡Vámonos!
Bastante excitados los niños emprendieron una vez más el camino de la vieja casona. «Miranda» comenzó su parloteo a medida que se aproximaban. Recordaba la aventura de la mañana.
—¡Qué contrariedad! ¡Está empezando a llover! —exclamó Roger—. ¡Precisamente hoy que pensábamos merendar al aire libre!
—Podemos hacerlo en ese porche —dijo Chatín señalando hacia el lado sur de la casa donde se veía una veranda casi oculta por las enredaderas—. Arrancaremos parte de esas ramas para que penetre un poco de luz y de aire.
Pusieron la cesta sobre la veranda. Era un lugar desolador. Diana, segura de encontrarla llena de arañas y tijeretas, esperaba no tener que merendar en un lugar tan húmedo.
Los niños, ansiosos por comenzar la exploración, se encaminaron a la parte de la casa donde estaban las habitaciones de los niños. Alzaron los ojos para mirar las ventanas con barrotes. «Miranda» abandonó el hombro de Nabé para trepar hasta el repecho. Su amo le ordenó que bajara.
—¡Aquí, «Miranda»! Baja. ¡Tengo un trabajo para ti!
Chatín y Roger desenrollaron la cuerda. Desde luego era muy resistente.
—Me parece que pesará demasiado para que «Miranda» pueda subirla hasta allí —dijo Roger balanceándose entre sus manos. Desde luego pesaba mucho.
—Ya he pensado en eso —repuso Nabé sacando un cordel de su bolsillo—. ¡Emplearemos el viejo truco de atar un cordel al extremo de la soga!
Los otros le observaron mientras ataba el cordel a un extremo de la cuerda. Luego buscó una piedra que tuviera un agujero y la ató al final del cordel.
—¿Para qué es eso? —preguntó Diana.
—Pronto lo verás —dijo Nabé—. Vamos, «Miranda»… ¿estás preparada? Coge el cordel y pásalo por detrás de los barrotes como hacías con las cuerdas del trapecio en el circo… y luego déjalo caer.
«Miranda» le escuchaba con expresión inteligente. Contestó con su agudo parloteo. Era realmente una monita muy lista.
Luego de coger la piedra con su mano diminuta, saltó del hombro de Nabé, y trepó hasta el pequeño balcón llevando el cordel tras sí. Continuó subiendo por la hiedra hasta otra ventana y prosiguió la ascensión de nuevo por la hiedra hasta alcanzar las ventanas enrejadas. El cordel se iba desenrollando libremente mientras subía.
«Miranda» se sentó en el repecho y se puso a mirar el interior por el cristal de la ventana. Nabé gritó:
—Vamos, «Miranda». ¡Haz lo que te he dicho!
Los otros la contemplaron conteniendo la respiración. ¿Sería capaz de llevar a cabo su cometido?
¡Lo hizo! Deslizó la piedra por detrás de los barrotes dejándola caer por el otro lado de la ventana, y al hacerlo la piedra arrastró el cordel tras sí, que continuó subiendo por el otro lado hasta que la piedra dio en el suelo.
Nabé la cogió y tiró del cordel.
—Ahora observa bien —dijo a Diana—. Pronto verás como sube la cuerda.
Tiró con fuerza del cordel que fue pasando por detrás de los barrotes de la ventana mientras él lo iba recogiendo… y al mismo tiempo seguía la cuerda que atara a su extremo, y que fue pasando a su vez por detrás de los barrotes para descender hasta las mismas manos del niño.
—Eres muy listo —exclamó impresionada—. A mí no se me hubiera ocurrido nada.
—Oh, no tiene nada de particular —dijo Nabé sonriendo—. Cualquiera que viva en un circo puede hacerlo desde los dos años. Hola… «Miranda» ha vuelto a entrar en la habitación. ¡Será mejor que suba antes de que empiece a arrojamos cosas!
Retorció los dos extremos de cuerda que pendían desde la ventana hasta que parecieron una sola. Así sería mucho más fuerte y le proporcionaría un buen apoyo.
—Ahora esperemos que los barrotes resistan —dijo Bernabé. Y uniendo la acción a la palabra tiró de la cuerda con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido.
—Oh, Dios mío…, el primer barrote ha cedido —dijo Diana alarmada—. ¡Cuidado… puede caer!
Nabé volvió a cargar todo su peso en la cuerda. El primer barrote asomó por un lado de la pared y quedó colgando. La cuerda resbaló hasta el segundo. En total eran cinco barrotes.
—Bueno…, ha fallado el primero —dijo Nabé—. Quizá resista el siguiente. —Y volvió a colgarse de la cuerda. El segundo barrote se dobló un poco, pero aguantó.
—Ahora intentaré subir —dijo Nabé—. No os preocupéis si se rompe… y si ése también se rompiera pasaría al tercer barrote.
—Sí…, pero, Nabé… ¿y si se rompieran todos? —preguntó Diana presa de pánico.
—Para entonces yo ya estaré en el repecho de la ventana —replicó Nabé—. No te preocupes. Soy como un gato, y siempre caigo de pie.
Y de pronto se colgó de la cuerda sujetándola entre las piernas, y comenzó a ascender rápidamente.
—¡Está subiendo! —dijo Chatín mientras «Ciclón» ladraba excitado.
—¡Se está rompiendo el barrote! —gritó Diana—. Cuidado, Nabé…, ¡se está rompiendo!
Cierto, de pronto el segundo barrote se desprendió cayendo al suelo y por poco da en la cabeza de «Ciclón», que se apartó asustado yendo a esconderse debajo de un arbusto. Nabé sintió que la cuerda descendía un poco y daba una sacudida al descansar en el barrote siguiente. Por un momento permaneció inmóvil. ¿Qué ocurriría con el barrote siguiente?
Resistió sólo unos segundos, y también se rompió por la base. Éste no cayó, pero quedó colgando a un lado y la soga se deslizó hasta el cuarto barrote.
—¡Nabé, baja! ¡Se romperán todos y te harás daño! —gritó Diana realmente asustada. Nabé no le hizo caso y continuó trepando por la cuerda intentando alcanzar al repecho de la ventana antes que se rompiera el último barrote. Si se rompía el cuarto ya sólo quedaría uno.
El cuarto se rompió precisamente cuando llegaba a la ventana, y con un movimiento felino consiguió agarrarse al último barrote y subir al repecho desde donde sonrió a los de abajo mientras la cuerda se balanceaba a sus pies. Diana estaba lívida de terror.
—¡Bueno, ya estoy aquí! —gritó Nabé recobrando el aliento tras el difícil ascenso, y se volvió para mirar por la ventana por si veía a «Miranda»… y aquellos segundos se hicieron eternos para los niños.
—¡Nabé! ¿Qué ves? —gritó Chatín impaciente y deseando poder verlo por sí mismo.
—¡Es fantástico! —les gritó Nabé al fin—. Esa habitación era de los niños… hay un caballo de madera y todo… y la comida servida en la mesa. ¡Me causa una sensación extraña!
Diana se estremeció ligeramente. Aquello era realmente extraño.
—¿Podemos también subir nosotros? —le gritó—. ¿Puedes atar la cuerda a cualquier otra cosa?
—Ninguno de vosotros subirá por la cuerda —dijo Nabé en tono decidido—. No sabéis trepar como yo. Estoy acostumbrado y vosotros no. Os mataríais.
Introdujo su brazo por el agujero del cristal de la ventana…, el que «Miranda» había utilizado para entrar y salir…, y estuvo buscando el modo de abrirla. ¿Estaría atascada aquella ventana? No deseaba tener que romperla más de lo que estaba.
Al fin dio con el pestillo. Desde luego iba fuerte…, pero se movió, y naturalmente se abrió la ventana. Claro que tuvo que empujar y tirar lo suyo para conseguirlo, y casi se cae del repecho en sus esfuerzos para abrirla.
Pero consiguió entreabrirla lo bastante para que pasara su cuerpo, y desapareció en el interior mientras los niños aguardaban, impacientes.
Nabé miró en derredor suyo. Había una alfombra cubriendo el suelo, casi comida por las polillas. Las cortinas de las ventanas estaban también llenas de agujeros. La mesa hallábase cubierta por un mantel que debió tener un colorido alegre. Las sillas eran asimismo de colores, y un gran caballo-balancín de madera estaba junto a la ventana. Nabé lo empujó con el pie y comenzó a mecerse entre crujidos que le produjeron una sensación extraña.
Una gran casa de muñecas veíase en un estante bajo, y una caja de construcciones estaba esparcida por el suelo. En una librería varios libros, la mayoría ilustrados. Al parecer, Bob y Arabel no eran muy mayores. Junto a la chimenea había una mecedora, y en el hogar cenizas, restos del último fuego.
«Debieron abandonarlas y cerrarlas de repente —pensó Nabé—. Sin recoger… ni ordenar nada… dejándolo todo exactamente igual que el día en que se llevaron al pobre Bob enfermo».
Vio una puerta entreabierta que daba a otra habitación en la que había dos camillas, sin duda una para cada niño, un tocador bajo y dos cómodas pequeñas cerca de la ventana, y además otra puerta.
Nabé fue hasta ella. Aquélla debía ser la habitación de la niñera. Estaba ordenada, aunque cubierta de polvo… y no tan apolillada como las otras. La cama estaba en un rincón, y su colcha, blanca en otros tiempos, parecía gris debido al polvo que la cubría. Todo aquello era muy extraño y Nabé tuvo la sensación de haber retrocedido años y años.
Una voz llegó hasta él desde abajo.
—¡Nabé! ¡«Nabé»! ¿Qué estás haciendo? ¡Asómate y dinos lo que hay ahí!