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Capítulo 8- Nabé tiene una idea

—¿Qué quieres decir? —exclamó Roger mirando a Nabé muy sorprendido—. Es imposible que podamos subir ahí…, son tres pisos, y los tres de techos altos. No podríamos conseguir ninguna escalera que llegase hasta allí…, aunque la tuviéramos… y no la tenemos.

—Y aún así pesaría demasiado para poder trasladarla —dijo Diana recordando lo mucho que pesaba la escalera de su casa cuando trató de moverla con ayuda de Roger.

—No estaba pensando en una escalera —replicó Nabé—, sino en una cuerda.

Todos lo miraron estupefactos.

—¿Una cuerda? —repitió Roger—. ¿Pero cómo vas a atar una cuerda ahí arriba? ¡Necesitarías una escalera!

Nabé lanzó una de sus alegres carcajadas.

—No, no…, enviaría a «Miranda» para que la atase. Es muy sencillo para ella.

Los niños seguían sin comprender, y Nabé sonrió al ver sus caras intrigadas.

—Está bien claro que no habéis vivido nunca en un circo o una feria —les dijo—. En esos sitios uno se acostumbra a solucionar problemas como éste. Ahora escuchad…, si conseguimos una cuerda, le daremos un extremo a «Miranda»… y ella subirá a la ventana de la habitación de los niños. Se sentará en el repecho, la pasará por detrás de los barrotes y luego nos la echará. Caerá junto a la pared… hasta llegar al suelo. Nosotros la cogeremos y tendremos una doble cuerda cuyo centro pasará por detrás de los barrotes de esa ventana. ¡Será bien sencillo probar si resisten tirando de la cuerda!

—¡Entonces podremos subir hasta la ventana! —exclamó Roger comprendiendo al fin—. Cáscaras… es una buena idea. De todas maneras no creo que yo supiera trepar tanto trecho por una cuerda. Soy bastante bueno en el gimnasio, y uno de los mejores del colegio trepando por la cuerda…, pero esas ventanas están muy altas.

—Yo lo haría —dijo Nabé—. He trepado por la cuerda muchísimas veces en el circo… y caminado sobre el alambre. ¡Debierais haberme visto pasar la maroma de espaldas!

Los niños miraron a Nabé con nuevo respeto. ¿Sería realmente capaz de caminar sobre una cuerda o un alambre? Chatín se hizo el propósito de hacer que le enseñara durante aquellas vacaciones. ¡Se veía ya caminando sobre una cuerda en el gimnasio y causando la admiración de todos!

—Trepar por una cuerda no es nada —continuó Nabé—. Sólo es cuestión de ver si esos barrotes resisten todavía. Ahora bien… ¿de dónde sacamos una cuerda? Yo no tengo ninguna… ¿y vosotros?

Roger lo ignoraba. Las exploraciones llevadas a cabo en Villa Rockingdown no le habían descubierto ninguna cuerda o escalera.

—Aunque en casa no haya ninguna podemos comprarla —dijo—. ¿Sabéis que esto es emocionante? ¿De verdad crees que podrás subir a esa ventana, Nabé?

—Seguro —replicó el muchacho—. «Miranda» puede subir la cuerda con facilidad. Ya sabe cómo pasarla por los barrotes… lo ha hecho muy a menudo en el circo. Entonces subiré a ver lo que encuentro. Si hay un agujero lo bastante grande para que pase «Miranda», también lo será para que yo introduzca mi mano y abra la ventana… y luego podré entrar.

—Vamos a comprar la cuerda en seguida —dijo la niña excitada—. ¡Vamos! ¡No puedo esperar!

Y con «Ciclón» a la cabeza corriendo como un loco, los cuatro niños emprendieron el regreso a través de la maleza. Pasaron por la avenida descuidada por ser el camino más corto para llegar al pueblo. Habían decidido que sería inútil buscar una cuerda en Villa Rockingdown. La señorita Pimienta preguntaría qué andaban buscando, para qué querían una cuerda y cien cosas más.

—Las personas mayores son tan preguntonas —dijo Chatín quejoso—. Aunque no esté haciendo absolutamente nada, todos vienen a preguntarme qué hago.

—No se lo reprocho —exclamó Diana—. Siempre andas preparando alguna fechoría. A propósito, ¿fuiste tú quien puso anoche mis zapatillas encima del armario? Estuve buscándolas horas y horas.

—Supongo que las pondría allí para que no las cogiera «Ciclón» —repuso Chatín.

—Pues no vuelvas a hacerlo. Limítate a cerrar la puerta de mi dormitorio, si está abierta… y así «Ciclón» no podrá entrar —dijo Diana—. ¡No estoy dispuesta a registrar toda la habitación cada noche para dar con mis zapatillas!

Cuando llegaron al pueblo decidieron tomar un helado en el bazar. Ocuparon la única mesa y pidieron helados de vainilla. La anciana propietaria fue a hablar con ellos.

—¿Os gusta Villa Rockingdown? —les preguntó—. Es muy bonita, ¿verdad? No tiene historias extrañas como la vieja casona.

—¿Qué historias son esas? —preguntó Roger pagando los helados.

—Oh, no quisiera asustaros con esos cuentos —dijo la vieja sonriendo—. Son malos tiempos para esa casa. Parece como si una maldición hubiera caído sobre ella… por las cosas que ocurrieron.

Aquello resultaba interesante.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Roger.

—Oh… los mayores fueron asesinados… los dos niños murieron… y…

—¿Qué niños? —preguntó Diana—. ¿Acaso uno de ellos se llamaba Bob?

—¡Vaya… es curioso que lo sepas! —dijo la anciana sorprendida—. Sí… ése era el amo Roberto. Y su hermana, la señorita Arabel… que se cayó por la ventana matándose… y entonces sólo quedó el amito Roberto. Pusieron barrotes en las ventanas de sus habitaciones y entonces cogió la escarlatina y también murió.

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Diana tras una breve pausa—. ¡Pobrecito Bob! —Y pensar que ella tenía su pañuelo en el bolsillo. No había llegado a mayor… pero su pañuelito seguía allí. Y su soldado y su libro.

—Las habitaciones de los niños se cerraron tal como estaban y el abogado que fue nombrado albacea testamentario de la señora recibió orden de dejarlo todo tal como estaba… ¡todo! Estaba tan afectada… la pobre… quería a los niños como si fueran las pupilas de sus ojos.

—¿Qué fue de los padres? —quiso saber Roger.

—Lord Rockingdown fue asesinado —dijo la anciana—. Sí, y su esposa falleció de un ataque al corazón sin esposo… sin hijos. ¿No os lo conté ya el otro día? ¡Os debo estar molestando con tanto repetirme! Después la finca pasó a un primo que nunca se acercó a ella y por eso quedó abandonada.

Los niños tenían ahora una idea de lo que había ocurrido en aquella desdichada casa. Diana estaba triste. Imaginaba a la enorme casona alegre y llena de vida, en la que «lord» y «lady». Rockingdown daban fiestas, salían de caza y escogían caballitos para sus dos niños pequeños: Arabel y Bob… y haciendo toda clase de planes para cuando fueran mayores.

Pero no llegaron a crecer, y llegó un día en que aquella familia alegre y feliz desapareció… y la casa quedó sola y abandonada. Sólo las habitaciones de los niños con sus juguetes, y Dios sabría qué más, quedaron como recuerdo de la pequeña familia.

Los ojos de Diana fueron recorriendo las existencias del abigarrado bazar. Era realmente un lugar interesante y Diana estaba segura de que allí se encontraba de todo. Cubos, utensilios de jardinería, sartenes, cafeteras, alfombras, cacharros de loza, sillas… todo revuelto. Toda suerte de cosas colgaban del techo y se amontonaban en los estantes que cubrían las paredes.

—¿Sabe usted exactamente todo lo que tiene en la tienda? —preguntó Diana intrigada—. Hay tantas cosas… que seguramente no se acordará de todas.

—Ah, sí que me acuerdo —dijo la anciana mientras una sonrisa iluminaba su cara surcada de arrugas—. ¡No hay una sola cosa que no recuerde, y encuentro al instante cualquier cosa que me pidan!

—Bien… ¿podría encontrarnos una cuerda larga y resistente? —preguntó Roger en el acto.

—¿Una cuerda? Veamos… —dijo la anciana frunciendo el ceño—. Sí… segundo estante a la derecha, cerca del extremo. Ahí es donde debe estar.

—Yo lo miraré —dijo Nabé levantándose—. ¡Usted no puede subirse a esos estantes!

El segundo estante estaba cerca del techo. Nabé trepó como un gato, encontró la cuerda y volvió a bajar.

—¡Lo que hace el ser joven! —exclamó la vieja admirada—. ¡Debieras trabajar en un circo! ¡Trepas como un gato!

Todos sonrieron, pero sin decir nada. La vieja miró el precio de la cuerda.

—¿De verdad queréis una cuerda? —les dijo—. No vayáis a hacer nada peligroso. Es una cuerda cara… pero es buena y resistente. Tal vez os sirviera una más barata. ¿Para qué la queréis?

—Oh, para varias cosas —replicó Diana a toda prisa—. Creo que irá mejor ésta, que es fuerte. Paga, Roger.

¡Roger obedeció pensando que era una suerte que acabaran de comenzar las vacaciones y por ello tuvieran bastante dinero! Tras dar los buenos días a la anciana salieron con la cuerda, y cuando bajaban por la calle el reloj de la iglesia dio las horas.

—Ya son las doce y media —exclamó Diana—. No tendremos tiempo de explorar esta mañana. Será mejor que volvamos a encontrarnos esta tarde, Nabé.

—De acuerdo —replicó el muchacho.

—¿Qué vas a comer? —le preguntó Chatín recordando de pronto que Nabé no tenía casa donde comer… ni siquiera donde dormir.

—Compraré un poco de pan y queso —dijo Nabé—. Es lo que suelo hacer. Y una naranja para «Miranda». Le gustan mucho.

Y se alejó con «Miranda» sobre su hombro después de quedar citado con los niños para las dos y media. Diana resolvió pedir a la señorita Pimienta que les preparase una buena merienda para comerla fuera… y así la compartirían con Nabé.

Estaba preocupada por él. ¿Resultaría cómodo dormir en un pajar? ¿Tendría bastante dinero para comprar los alimentos que necesitaba? ¿Y si lloviera? ¿Qué haría entonces? No parecía tener otra ropa que la que llevaba puesta. Qué vida más extraña la suya con «Miranda»… los dos solos… siempre de un lado a otro. Diana miró al cielo.

—Va a llover —dijo a los otros—. Espero que la señorita Pimienta no nos obligue a permanecer en casa durante toda la tarde.

—Aguantará hasta la noche —repuso Roger observando las nubes—. Creo que hará buena tarde, pero es posible que esta noche descargue una tormenta.

La señorita Pimienta se alegró de ver que por una vez eran puntuales. Un apetitoso aroma llenaba la casa cuando entraron.

—Salchichas… con cebolla —dijo Roger—. Espero que haya patatas fritas.

Las había… y también tomates fritos. Los niños tenían apetito y pronto vaciaron la gran fuente. Diana hubiera deseado que Nabé participase de aquella comida. Le imaginaba sentado sobre la hierba comiendo su pan con queso, y «Miranda» a su lado, mondando su naranja.

«No importa… esta tarde vendrá junto con nosotras para compartir la merienda… ¡y una espléndida aventura!», pensó.