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Capítulo 7- Una pequeña exploración

Los cuatro niños y «Ciclón» se acercaron a la vieja casona. Un gorrión salió volando de entre la espesa hierba sobresaltándoles.

—¡Hay tanto silencio! —exclamó Roger—. ¡Hasta el viento parece haber desertado de esta vieja mansión!

—No me gusta nada —dijo Diana—. Es un lugar horrible.

Llegaron hasta el tramo de escalones que conducían a la puerta principal. Por entre las resquebrajaduras crecían las hierbas, y uno de ellos osciló al pisarlo Roger. Los cimientos estaban deshechos.

—Se necesitaría toda una fortuna para volverla habitable —dijo la niña—. Sin embargo…, me imagino lo alegre y encantadora que debía ser cuando estuviera bien cuidada y viviera en ella una familia feliz.

Llegaron hasta la misma puerta. Era doble con numerosos adornos de hierro oxidado. No tenía aldaba, pero una gran argolla colgaba de una cadena junto a la puerta, y claro, Chatín tuvo que tirar de ella. Un terrible campanilleo rompió el silencio en el interior de la vieja casona sobresaltando a los niños. Chatín soltó la argolla, y «Ciclón» empezó a ladrar desaforadamente, arañando la puerta con sus patas.

—¡Diantre…!, vaya susto —dijo Diana—. ¡Quién iba a imaginar que sonara al cabo de tantos años! Supongo que habremos asustado a todos los ratones que haya en la casa. Eres un tonto, Chatín. Por amor de Dios, no se te ocurra hacer sonar todos los timbres que encuentres. Vas a romper alguno.

—No creo que tuviera mucha importancia —dijo Chatín—. ¡Soy la única persona a quien se le ocurriría llamar a esta casa!

No había buzón en la puerta, de manera que los niños no pudieron atisbar por él, pero sí una grieta por la que acercando un ojo vieron un amplio y sombrío vestíbulo.

No era una visión agradable. Estaba cubierto de polvo gris, y sus paredes festoneadas de telarañas que le daban un aspecto remoto y olvidado. Una gran escalera se distinguía apenas al fondo del recibidor.

Roger empujó la puerta con fuerza, pero sin conseguir abrirla ni un centímetro. ¡No es que esperase conseguirlo! Nabé se rió de él.

—¡Se necesitaría la fuerza de un gigante para abrirla! —exclamó—. Vamos… Examinaremos las ventanas. ¡Hay muchas!

Bajaron el breve tramo de escalones y echaron a andar hacia el lado este de la casa. Llegaron ante unos grandes ventanales muy rayados y sucios, pero pudieron mirar a través de ellos. El interior debió haber sido sala de baile y el suelo era muy bonito. Las paredes estaban cubiertas de espejos incrustados en ellas, la mayoría ya rotos. Los niños vieron sus rostros fantasmales reflejados en el que estaba frente a la ventana por donde atisbaron, y se asustaron al mirarse.

—Realmente creí que alguien nos estaba mirando —dijo Diana—, pero sólo somos nosotros reflejados en ese espejo roto. ¡Qué habitación tan hermosa debió de ser ésta! ¿Qué son esas cosas rotas que hay en ese rincón?

Roger miró hacia donde le indicaba su hermana.

—Me parece que son sillas. Ya sabes que oímos decir que esta casa fue utilizada durante la guerra. Supongo que ésta debió ser una de las habitaciones donde se reunían. Esas sillas parecen sillones militares, o algo por el estilo.

Dieron la vuelta a la casa, miraron por todas las ventanas las habitaciones oscuras y polvorientas con aspecto del más completo abandono, que les causaron una impresión deprimente. Incluso «Miranda» y «Ciclón» estaban quietos y callados.

Después de dar la vuelta por detrás de la casa, volvieron a encontrarse ante la puerta principal sin haber hallado ni una ventana abierta, o siquiera agrietada o rota. Una o dos tenían los postigos cerrados, tal vez por estar rotas, pero los niños no pudieron comprobarlo.

Miraron hacia las ventanas superiores. Estaban bien cerradas… y algunas tenían también cerrados los postigos.

—¡Mirad! —dijo Diana señalando con el dedo—. Hay dos habitaciones con barrotes. Debían ser las de los niños. Cuando Roger y yo éramos pequeños también pusieron barrotes en nuestra ventana…, cosa que a nosotros nos fastidiaba.

Chatín miraba hacia las ventanas parpadeando en sus esfuerzos por distinguirlas claramente, ya que estaban bastante altas.

—¿Sabéis…? Parece como si hubiera cortinas tras esas ventanas —dijo—. ¿Las veis?

Nabé era quien tenía mejor vista de todos y sus ojos azules se fijaron en las ventanas de arriba.

—¡Sí! —exclamó sorprendido—. ¡Hay cortinas…, casi se caen a pedazos!

Todos miraron las ventanas con barrotes, incluso «Ciclón». «Miranda» abandonando de pronto el hombro de su amo, trepó por la hiedra hasta una pequeña terraza, y de allí hasta la ventana de la antigua habitación de los niños por la que se puso a mirar.

—¡Cáscaras…, ojalá pudiera hacerlo yo! —exclamó Chatín admirado.

—¡Me sorprende que no puedas hacerlo! —le dijo Roger.

Todos miraban a la monita sentada en el repecho de la ventana y que de pronto se introdujo entre los barrotes desapareciendo. Todos contuvieron la respiración.

—¿A dónde ha ido? —preguntó Diana atónita.

—¡Ha entrado en la habitación! —repuso Nabé.

—Pero…, ¿ahí no hay cristal? —dijo Roger.

—Parece ser que no —replicó Diana—. ¡De lo contrario no habría podido entrar! ¡Qué extraño!

—Aguardad un poco —exclamó Nabé sin apartar los ojos de la ventana—. Me parece ver que está roto… por un lado. Mirad. Hay un agujero como si hubieran arrojado una piedra, y por ahí entró «Miranda».

La monita volvió a aparecer mirando a los niños sin dejar de chillar animadamente y de agitar su mano diminuta.

—Ha encontrado algo interesante —dijo Nabé en seguida—. Mirad…, ha vuelto a entrar en la habitación. ¿Qué es lo que puede haber encontrado?

«Miranda» apareció una vez más… llevando algo consigo. Todos se esforzaron por ver lo que era.

—¡Tíralo, «Miranda»! —le gritó Nabé.

Y por el aire fue a caer a los pies de Diana lo que la monita llevaba en brazos. «Ciclón» se abalanzó sobre el objeto y Diana tuvo que quitárselo. Luego riéndose, lo mostró a los demás.

—¡Una muñeca! ¡Es una muñeca de trapo antigua! ¡Queréis creerlo! ¡Imagino que «Miranda» la habrá encontrado en la habitación de los niños!

—Le encantan las muñecas —dijo Nabé examinándola. La sacudió produciendo una nube de polvo. Luego la miró pensativo—. Me pregunto si habrá algo más ahí arriba —continuó. Y como si «Miranda» pudiera leer sus pensamientos volvió a aparecer en la ventana con algo más entre las manos que agitó chillando… antes de arrojarlo a los niños. Fue girando en el aire hasta llegar al suelo. Nabé lo cogió mostrándolo a los otros con una estentórea exclamación:

—¡Es un soldado de caballería…, hermosamente tallado! —dijo Roger tomándolo en sus manos—. Es precioso. Aún conserva los colores. ¡Qué hermosos soldados debían tener los niños en aquellos tiempos! Yo nunca tuve ninguno como éste.

—Debe formar parte de un juego hecho a mano —dijo Diana. Todos contemplaron el bonito juguete y luego volvieron a mirar hacia arriba. ¡«Miranda» les arrojaba otra cosa!

Esta vez era un libro que se hizo pedazos cuando «Miranda» lo tiró y sus páginas revolotearon por el aire. Diana consiguió coger algunas.

—¡Qué libro más curioso! —dijo—. Es muy parecido a uno que tiene abuelita en su biblioteca particular…, conserva una colección de libros infantiles que son muy valiosos porque tienen más de cien años. Es extraño…, ¿verdad?, que haya todavía cortinas en esa habitación… y juguetes. ¿Qué opinas tú, Roger?

—No lo sé —replicó su hermano—. A no ser que cuando abandonaron la casa, estuvieran cerradas las habitaciones de los niños…, por recuerdo o algo por el estilo…, ya sabéis cómo son las personas mayores para esas cosas. Acuérdate cómo conserva mamá los primeros zapatitos que calzaste, Di… y el primer diente que se me cayó. No quiere separarse de ellos por nada del mundo.

—Las madres son así —repuso Diana—. Quizá la mamá de los niños que jugaron con estos juguetes no quiso dejar que ningún extraño penetrase en sus habitaciones… y no queriendo deshacerse de los juguetes y muebles…, las cerraría con llave. Tal vez se olvidaron de esas habitaciones. Con una casa tan grande como ésta no tendría nada de particular.

«Miranda» apareció de nuevo en la ventana y Nabé le gritó:

—No, «Miranda». No tires nada más.

Pero otro objeto volaba ya en el aire. Era un pañuelo de tamaño reducido. Diana lo cogió cuando flotaba a la altura de su cabeza. En una de sus esquinas, delicadamente bordado con lo que en sus tiempos debió ser seda azul, aparecía un nombre: «Bob». Sólo eso. Los niños contemplaron el bordado. ¿Quién era Bob? ¿Sería ahora una persona mayor… o habría muerto tiempo atrás? Lo ignoraban. Imaginaron un niñito pequeño al que le recomendaban que usara su pañuelo…, el que llevaba su nombre bordado. Diana casi podía oír a su aya hablándole:

—¡Suénate, querido Bob! Con tu pañuelo…, el que lleva tu nombre. Te lo di esta mañana.

—¡Baja, «Miranda»! —gritó Nabé, y agregó dirigiéndose a sus compañeros—: Si no la detengo, nos tirará todo lo que haya en la habitación. Y Dios sabe las cosas que habrá ahí. No me sorprendería que las habitaciones de los niños estuvieran todavía amuebladas con las camitas y demás. Es extraño, ¿verdad?

«Miranda» comenzó a bajar. Era asombroso verla descender por las paredes, cogiéndose a la hiedra de cuando en cuando.

«Ciclón» la recibió con una salva de ladridos. Estaba celoso porque ella podía hacer muchas más cosas que él. «Miranda» se sentó en el hombro de su amo y cogiendo su oreja derecha con su manita diminuta le susurró extraños cuchicheos mientras meneaba la cabeza como un perro.

—¡No hagas eso! ¡Me haces cosquillas!

—¿Qué vamos a hacer con estas cosas? —dijo Diana—. No nos pertenecen.

—Pues…, no vamos a poder devolverlas —replicó Chatín—. A menos que se lo pidamos a «Miranda»… y seguramente no sería capaz de entenderlo.

—Oh, sí que lo entendería —exclamó Nabé—. Hará cualquier cosa que yo le pida. No sabéis lo inteligente que es. Yo creo que es la monita más lista del mundo. Si la gente lo supiera, me ofrecerían mil pesetas por ella… ¡y yo no la vendería!

Todos miraron a «Miranda» con nuevo respeto. ¡Mil pesetas!

—¡Vaya, eso es más de lo que yo valgo! —dijo Chatín.

—¡Ya lo creo! Unas novecientas noventa y nueve pesetas con noventa y cinco céntimos más —replicó Roger en el acto—. Chatín, calcula cuanto queda.

Chatín no sabía hacerlo y cambió de tema mirando con nostalgia las ventanas con barrotes.

—¡Ojalá pudiera subir ahí! —dijo.

—Pues… —repuso Nabé sorprendiéndole—. Eso es fácil, si de veras quieres hacerlo.