Lo que ocurrió a continuación fue que la señorita Pimienta encontró un profesor para los tres. Estaban ayudando a la señora Redondo a recoger el servicio del desayuno cuando llegó. Hizo sonar el timbre y golpeó la puerta con el aldabón hasta que la señora Redondo corrió a abrirle.
—Es un caballero que desea ver a la señorita Pimienta —anunció a los niños—. Se llama King.
Diana corrió en busca de la señorita Pimienta, quien llevó al señor King a la sala de estudios donde permanecieron algún tiempo. Luego abrió la puerta y llamó a los tres niños.
—Señor King, estos son los niños de los que le hablé…, son primos…, éste es Roger, ésta es Diana y éste, Pedro.
Roger y Diana se miraron sorprendidos al oír llamar Pedro a Chatín. Habían olvidado por completo cuál era su verdadero nombre. El señor King les sonrió. Era un hombre corpulento y erguido de unos treinta y cinco a cuarenta años, con cabellos que empezaban a encanecer, y una boca que denotaba energía.
—No tienen mal aspecto —dijo a la señorita Pimienta que sonrió.
—Las apariencias engañan algunas veces —le dijo—. Niños, éste es el señor King. Después de llegar a un acuerdo va a venir a daros clases como desean vuestros padres.
Aquello no les gustó, y la sonrisa se desvaneció en los labios de los niños, que le contemplaron atentamente. El señor King sostuvo su mirada. ¿Les gustaba o no…? Chatín decidió que no. Diana no estaba segura. Roger pensó que tal vez le agradara más cuando le conociera mejor. El corazón le dio un vuelco al pensar en tener que estudiar día tras día, ahora que acababan de acostumbrarse a la hermosa libertad de aquellos días.
—El señor King empezará las clases el lunes próximo —dijo la señorita Pimienta.
—¿Y «Ciclón» podrá quedarse con nosotros? —preguntó Chatín.
El señor King pareció algo sorprendido.
—Er…, ¿quién es «Ciclón»? —dijo, preguntándose si sería otro niño menos inteligente que aquéllos.
—Es mi perro —dijo Chatín en el momento en que «Ciclón» hacía una de sus huracanadas apariciones. Entró por la puerta como un cohete abalanzándose sobre todos los presentes como si no les hubiera visto en un año. Incluso se tumbó sobre los pies del señor King antes de darse cuenta de que pertenecían a un extraño, y entonces se levantó gruñendo sordamente.
—Oh…, de manera que éste es «Ciclón» —dijo el señor King—. Bueno, no veo inconveniente en que se quede con nosotros, mientras no nos estorbe.
Chatín decidió en aquel mismo instante que el señor King era muy simpático al fin y al cabo. La señorita Pimienta habló precipitadamente:
—Yo de usted no haría promesas temerarias —dijo, tratando de dirigir al señor King una mirada de advertencia. Él la comprendió.
—Ah…, sí…, yo no «prometo» nada —agregó, y viendo que «Ciclón» mordisqueaba los cordones de sus zapatos hasta deshacerle el lazo aún dijo estas palabras más—: A decir verdad, primero le pondremos a prueba.
—Ojalá «Miranda» pudiera venir también —exclamó Chatín—. Es una monita, señor King…, ¡realmente una monada!
El señor King decidió que era hora de marcharse antes de que le pidieran que pusiera a la mona también una prueba.
Cuando se hubo marchado el aya dijo a los tres niños:
—Tiene magníficas referencias y creo que será muy buen profesor. Empezaréis las clases el lunes… y si me entero de que te portas mal, Chatín, haré que «Ciclón» duerma en una perrera durante la noche en vez de dormir en la casa. Quedáis advertidos.
Aquella era una amenaza alarmante, que la señorita Pimienta era muy capaz de poner en práctica. «Ciclón» dormía en la cama de Chatín toda la noche, y el pobre perrito se hubiera sentido muy desgraciado de tener que dormir en cualquier otra parte. Chatín no quiso discutir aquel asunto con el aya. Estornudó violentamente, volvió a estornudar dos veces más mientras buscaba su pañuelo con expresión preocupada.
—¡A… chis! Oh, Dios mío…, lo siento… ¡A… chis!
—¿Te has constipado, Chatín? —le preguntó la señorita Pimienta… Ya «te dije» anoche que te pusieras la chaqueta.
—No…, no estoy constipado, señorita Pimienta —repuso Chatín sacando un pañuelo muy sucio que llevó a su nariz—. Sólo… achís…, perdone…, es un poco de pimienta que se me ha metido en la nariz. ¡A… chis!
La señorita Pimienta hizo un gesto de impaciencia y salió de la habitación. Diana y Roger se desternillaban de risa. «Ciclón» se unió a su contento dando seis vueltas alrededor de la mesa sin parar.
—Está imitando las carreras de caballos —dijo Chatín, apartando el pañuelo de su rostro—. Está bien, «Ciclón», has pasado tres veces la meta. ¡Bravo!
—¿Qué haremos hoy? —preguntó Diana mientras recogía los platos del desayuno para llevárselos a la señora Redondo.
—Vayamos a inspeccionar la vieja casona —dijo Roger.
—Pregunta a la señora Redondo si hay algún medio de entrar. Me encantaría echarle un vistazo e imaginarme cómo sería en otros tiempos.
La señora Redondo no sabía gran cosa.
—No os acerquéis por allí —les dijo—. La gente dice que en cierta ocasión consiguió entrar en ella un individuo y no volvió a salir jamás. A vosotros pudiera ocurriros lo mismo. Allí hay puertas que se cierran solas, y además con llave. Algunas habitaciones están todavía llenas de muebles, tal como las dejó el último propietario… ¡Cáspita…! ¡Estarán llenos de polillas y arañas! ¡Es un lugar extraño y siniestro en el que no entraría aunque me pagaran mil pesetas!
Aquello resultaba muy excitante y los tres niños resolvieron en el acto realizar una pequeña exploración aquel mismo día. Se reunirían con Nabé para llevarle con ellos.
Así que, en cuanto oyeron su ligero silbido salieron a verle. Llevaba a «Miranda» sobre el sombrero; desde allí saltó a un árbol y luego a una ventana. La señora Redondo estaba barriendo aquella habitación y la monita comenzó a parlotear en su extraño lenguaje.
La señora Redondo alzó la cabeza sorprendida y quedó estupefacta al ver a «Miranda» que parecía dispuesta a entrar por la ventana abierta. La cerró de golpe y casi le coge la nariz.
Permaneció unos instantes tras los cristales amenazando con el puño a la monita mientras llamaba a la señorita Pimienta.
—¡Venga, señorita, y verá lo que han traído ahora esos niños!
El aya acudió corriendo imaginándose que la señora Redondo habría encontrado una oruga, un escarabajo, o un ratón. Siempre se encontraban cosas así en la habitación de Roger, y quedó muy sorprendida al ver a la mona. «Miranda» desapareció bajando rápidamente por el tronco del árbol.
—Le digo… que si empiezan a traer monos a casa, yo me marcho —dijo la señora Redondo—. Puedo soportar los perros lunáticos, las orugas y cosas por el estilo…, pero monos, no. La próxima vez serán elefantes lo que encontremos subiendo y bajando por la escalera.
La señorita Pimienta bajó apresuradamente para resolver el misterio del mono, y vio a Nabé con los niños, y a «Miranda» en su hombro. El muchacho inclinó la cabeza muy cortés cuando sus compañeros le presentaron.
—Señorita Pimienta, éste es Bernabé, y ésta «Miranda», su monita. ¿Verdad que es simpática?
La señorita Pimienta no iba a llegar hasta el extremo de decir semejante cosa. Según su experiencia, los monos estaban llenos de pulgas y mordían a la gente, y por ello contempló a «Miranda» con recelo.
—Preferiría que no entrarais ese animal en casa —les dijo con energía—. Simpática o no, será mejor que se quede fuera.
—Desde luego, señorita —dijo Nabé—. No a todo el mundo le gustan los monos.
«Miranda» miró al aya con ojos tan tristes y patéticos como los de «Ciclón». ¡Oh…, Dios santo! ¿Por qué los animales la mirarían a una de aquel modo? La señorita Pimienta fue corriendo a la cocina y cogiendo un pepino, lo hizo rodajas y lo puso en un plato.
—A los monos les gusta el pepino —dijo—. Aquí le traigo un poco. Por favor, llevadla al jardín y ¡tened cuidado de que «Ciclón» no le muerda el rabo!
«Miranda» tenía un rabo muy largo que «Ciclón» contemplaba con ansiedad. Le parecía muy a propósito para morder. Trató de cogérselo, y «Miranda», de un salto, se subió sobre la cabeza de Nabé chillando asustada.
—¡«Ciclón»! Si te atreves a morder el rabo de «Miranda», dejaré que ella te muerda el tuyo —dijo Chatín, y el perro se apresuró a sentarse como si le hubiese comprendido.
Nabé lanzó una de sus carcajadas contagiosas y todos rieron. Hasta la señora Redondo abrió la ventana del dormitorio, para ver cuál era el motivo de su regocijo.
—Vamos —dijo Roger a Nabé—. Bajemos al jardín. Oh, espera un poco. Oiga, señorita Pimienta…, Nabé desea leer algo de Shakespeare. Ha leído ya «La Tempestad» y quiere que yo le preste alguna otra obra. ¿Cuál le parece a usted que sería mejor que leyera a continuación?
El aya estaba muy sorprendida. Aquel muchacho con su mono, sus extraordinarios ojos azules, y su afición a las obras de teatro resultaba desconcertante. Le pareció simpático y se preguntó de dónde vendría. Se lo preguntaría a Roger cuando se hubiera marchado.
—Pues…, podría probar «El sueño de una noche de verano» —replicó.
—Oh…, sí…, es muy bonita —dijo Diana—. Una vez la representamos en el colegio. Yo hice de Titania y me dijeron que lo hice muy bien.
Fueron por el jardín hasta una glorieta destartalada donde se sentaron. «Ciclón» continuó intentando pescar el rabo de «Miranda» y la monita saltaba del hombro de Chatín al de Nabé, siempre balanceándolo «a poca» distancia del alcance del perro. Era muy traviesa. Sacó el pañuelo del bolsillo de Diana y un caramelo de café con leche muy pegajoso del de Chatín, que empezó a lamer con gran fruición para luego arrojar el resto a «Ciclón».
—No te lo comas, «Ciclón» —le ordenó Chatín—. Ya sabes lo que te ocurrió la última vez que comiste un caramelo de café con leche.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó Nabé interesado.
—Que se le engancharon los dientes de arriba con los de abajo —explicó Chatín—. Y se asustó tanto que salió corriendo a la calle y no regresó hasta que el caramelo se hubo disuelto. El susto le duró todo el día. Es la única vez que le he visto portarse bien de la mañana a la noche.
—«Miranda» sólo los lame —dijo Nabé.
—Es más sensata que «Ciclón» —dijo Diana.
—Vamos a contarle a Nabé lo que queremos hacer esta mañana —dijo Roger—. Nabé, vamos a ir hasta la vieja casona cuyas chimeneas se ven desde aquí. Ahora está vacía…, no vive nadie allí…, se cuentan toda clase de extrañas historias sobre ella, y creímos que sería divertido echarle un vistazo.
Todos se pusieron en pie, «Ciclón» meneando la cola. ¿Es que iban a dar un paseo? A él no le gustaba permanecer sentado. Era muy aburrido. Avanzaron por los caminos cubiertos de maleza en dirección a la vieja casona.
—Casi hay que irse abriendo camino —exclamó Roger—. Pronto llegaremos a la avenida… que está bastante limpia de hierbas. Mirad…, ahora podéis ver la casa… Es enorme, ¿verdad?
Desde luego lo era. Grandes chimeneas emergían de su tejado, y sus múltiples ventanas estaban casi ocultas por la espesa hierba. Aquel lugar tenía un aspecto desolador.
—Vamos —les animó Roger—. La exploraremos… y os aseguro que nos divertiríamos si consiguiéramos entrar.