Aquella fue la primera vez que uno de los tres niños veía al extraño muchacho que iban a conocer tan bien. Chatín miró fijamente sus brillantes ojos azules y su amistosa sonrisa. Aquel muchacho le agradaba intensamente, sin saber por qué.
—¿Has perdido la lengua? —le dijo el muchacho—. Pues bien, yo he perdido mi mono. ¿Le has visto por alguna parte?
Aquel niño hablaba de un modo nunca oído por Chatín. Tenía un ligero acento americano, y, sin embargo, parecía extranjero…, español… o italiano, ¿qué sería? No parecía inglés, a pesar de sus ojos azules y cabellos rubios.
Chatín encontró su lengua.
—¡Sí! —exclamó—. He visto un «mono». Le vi hará cosa de cinco minutos. Te llevaré al sitio donde le vi.
—Ya —dijo el muchacho—. Es una monita, y se llama «Miranda».
—¿Es tuyo de veras? —preguntó Chatín—. Siempre he deseado tener un mono, pero sólo tengo un perro.
—Es muy bonito —dijo el muchacho acariciando a «Ciclón» que en el acto se tumbó patas arriba moviendo las patas en el aire como si fuera en bicicleta.
—Es muy inteligente —continuó el muchacho—. ¿Por qué no le consigues una bicicleta pequeña? —dijo, volviéndose a Chatín—. Mira cómo pedalea patas arriba. Proporciónale una bicicleta con cuatro pedales y podrás ganar una fortuna con él. ¡El único perro del mundo que monta en bicicleta!
—¿Lo dices de veras? —preguntó Chatín con ansiedad, ya que estaba siempre dispuesto a creer cualquier maravilla referente a «Ciclón».
El muchacho rió.
—No. Claro que no. Vamos, ¿dónde está ese árbol? Tengo que encontrar a «Miranda»… ¡Hace una hora que se ha marchado!
«Miranda» estaba en el árbol contiguo al que ocupara cuando la vio Chatín por primera vez. El muchacho lanzó un silbido y la mona bajó por el tronco como una ardilla yendo a refugiarse en brazos de su amo mientras éste la acariciaba y reñía a un tiempo.
—¿No sabes? —le dijo Chatín, procurando apartar al excitado «Ciclón» de la monita—. ¿No sabes que hablé a mis primos de tu monita y se negaron a creerme? ¿Quieres que les gastemos una pequeña broma?
—Si es tu gusto… —dijo el muchacho, volviendo sus ojos azules hacia Chatín y contemplándole divertido—. ¿Qué es lo que quieres que haga?
—Pues…, ¿podrías hacer que «Miranda» se posara alrededor de mis primos y luego volviera contigo? —preguntó Chatín con ansiedad—. Entonces yo podría acercarme y cuando me dijeran que ellos también habían visto un mono, fingiría no creerles como no «me» creyeron «a mí».
—No es gran cosa —dijo el muchacho—. Diré a «Miranda» que salte sobre ellos desde un árbol y luego regrese. Así les asustará un poco.
—¿«Podría» hacerlo? —dijo Chatín.
—¡Ya lo verás! —exclamó el muchacho—. ¿Dónde están tus primos? Vamos…, les sorprenderemos. Pero no deben descubrirnos.
Caminaron hacia el río. Chatín hizo que «Ciclón» se tumbara sobre la hierba, y señaló a Diana y Roger. Su acompañante hizo un gesto de asentimiento, y dijo algunas palabras al oído del mono que le contestó con un alegre parloteo antes de alejarse entre los árboles. Los dos niños aguardaron. «Ciclón» parecía sorprendido por la rapidez con que la monita trepaba por los árboles. Los gatos lo hacían, pero aquel bicho no olía a gato.
«Miranda» fue a colocarse en el árbol bajo el que dormía Roger con el sombrero sobre la cara. Saltó hacia delante y cayó precisamente encima del niño. Diana se volvió asombrada, y los ojos casi se le salen de las órbitas al ver a «Miranda» sobre su hermano, y luego trepar al árbol y desaparecer.
Roger se despertó sobresaltado, incorporándose rápidamente.
—¿Qué es lo que ha caído sobre mí? —preguntó asustado a Diana.
—Un mono —replicó la niña—. Un monito castaño.
—Oh, no empieces tú también —repuso el niño enojado—. Cualquiera diría que este sitio está lleno de monos a juzgar por lo que Chatín y tú habláis de ellos.
—Pero, Roger…, de veras, «era» un mono —insistió su hermana.
—¡Tú y Chatín podéis continuar diciendo todo el día que veis monos, que yo no lo creería aunque viera uno! —exclamó Roger.
¡Y en aquel preciso momento vio a «Miranda»! La vio sentada en el hombro del niño forastero que se aproximaba con Chatín sonriendo satisfecho.
Roger no tuvo más remedio que creer en el mono. Estaba asombrado.
—¿Es tuyo ese mono? —preguntó al muchacho—. ¿Está amaestrado?
—Claro —repuso el muchacho—. ¿No es cierto, «Miranda»?
«Miranda» parloteó poniendo su pequeña manita morena en el cuello del muchacho.
—No me hagas cosquillas —le dijo su amo sonriente—. Saluda a estos niños y demuestra que eres una monita educada.
«Ciclón» permaneció con la boca abierta mientras «Miranda» alargaba su pequeña manita permitiendo que Roger, Diana y Chatín la estrecharan. El muchacho se sentó junto a ellos, y «Ciclón» quiso ir contra «Miranda». Estaba muy celoso.
Veloz como el rayo, la mona saltó del hombro de su amo al lomo de «Ciclón», agarrándose fuertemente para que no pudiera tirarla hasta que el perro comenzó a revolcarse por el suelo. Los niños rieron de buena gana al ver el ataque de la mona.
—Pobre «Ciclón»…, nadie había intentado matarle hasta ahora —dijo Diana—. ¿Cómo dijiste que se llamaba…, «Miranda»? ¡Qué nombre más curioso para una mona!
—¿Por qué? —preguntó el muchacho—. Me pareció muy bonito la primera vez que lo leí, y le sienta muy bien a «Miranda»…, «ella» también es bonita.
Ninguno de los tres niños consideraba que «Miranda» fuese bonita, pero les parecía simpática y divertida. Sin embargo, estaban acostumbrados a que los propietarios de animales domésticos les considerasen bonitos y maravillosos, aunque la mayoría no lo sean.
—Es muy lista —dijo el muchacho cuando «Miranda» empezó a dar volteretas a toda prisa—. Sabe hacer muchísimas cosas. «Miranda», ahora volatines.
«Miranda» empezó a girar sobre sus manos y pies sin parar. «Ciclón» la contemplaba con aire solemne. Ningún gato hubiera sido capaz de aquello.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Roger, simpatizando con aquel muchacho tan rápidamente como lo hiciera Chatín desde el primer momento.
—Nabé… es el diminutivo de Bernabé… —le respondió el chico.
—¿Dónde vives? —quiso saber Chatín.
El muchacho vaciló.
—Actualmente en ningún sitio —les dijo—. Voy de aquí para allá.
Aquello era sorprendente.
—¿Qué quieres decir? ¿Es que viajas a pie? —le preguntó Diana.
—Puedes llamarlo así —repuso el muchacho.
—Bueno, ¿dónde está tu «verdadera casa»? —insistió Chatín—. ¡Debes tener una «casa»!
—No molestes a Nabé —dijo Roger, viendo que el niño vacilaba de nuevo—. Eres un preguntón, Chatín.
—No tiene importancia —dijo Nabé, acariciando el lomo de «Miranda»—. En realidad ando buscando a mi padre.
Aquello era muy extraño.
—¿Es que tu padre no sabe dónde estás? —quiso saber Chatín.
—Mi madre ha muerto —replicó Nabé—. Murió el año pasado. No quiero hablar de esto, ¿comprendéis? No sé mucho de ella ni de mí mismo, pero estoy tratando de averiguarlo. Mi madre era una artista…, ¿sabéis?, que viajaba en un circo, de feria en feria, y cosas parecidas. Era maravillosa domesticando animales. Yo creía que mi padre había muerto…, pero poco antes de morir mi madre me dijo que probablemente vivía. Él era actor…, representaba obras de Shakespeare… y mi madre le abandonó a los tres meses de casados. Él no sabe nada de mí.
—No nos cuentes todo eso —dijo Roger, asombrado—. Son cosas tuyas.
—Deseaba hablar con alguien —repuso Nabé, mirándoles con sus maravillosos ojos azules—. Pero no tengo con quién. Pues bien, cuando murió mi madre me sentí tan solo que no era capaz de hacer nada. Así que decidí marcharme por mi cuenta…, con «Miranda», naturalmente… y ver si encontraba a mi padre. Me gustaría saber que «alguien» me pertenece, aunque tal vez me desilusionara.
—Yo no tengo padre ni madre —dijo Chatín—. Pero tengo suerte. Mi familia es muy numerosa y todos se portan muy bien conmigo. Me disgustaría no tener a nadie…, más que a «Ciclón».
Diana no podía imaginar lo que sería la vida sin su madre, y compadeció a Nabé.
—Entonces, ¿qué haces para ganarte la vida? —le preguntó.
—Oh, pues voy de un lado a otro —replicó el niño—. Siempre encuentro trabajo en los circos o en las ferias para ganar algún dinero. He aparecido muy a menudo en las pistas de los circos con «Miranda». Acabo de dejar la feria de Northcotling. Ahora estoy libre. Lo que quisiera es poder leer algunas obras de Shakespeare. ¿No podríais prestarme algunas?
Chatín no podía comprender que nadie deseara leer a Shakespeare. Diana lo entendió en seguida.
—¡Quieres conocer las obras que representa tu padre… o solía representar! —dijo—. ¡Deseas saber lo que le gustaba y los papeles que hacía en el teatro!
—Eso es —repuso Nabé complacido—. Sólo he leído una de ellas, se trata de una tormenta y un naufragio. En ella encontré el nombre de «Miranda».
—Oh, sí, «La Tempestad» —exclamó Roger—. Es bastante buena para empezar. ¿De verdad quieres leer a Shakespeare? Te será muy difícil. Si lo dices de verdad, yo te dejaré algunas.
—Gracias —dijo el niño—. ¿Dónde vives?
—En Villa Rockingdown —repuso Roger—. ¿Sabes dónde está?
Nabé asintió.
—¿Dónde duermes «tú» ahora? —le preguntó Diana curiosa. Le parecía extraño que alguien no tuviera cama donde pasar la noche.
—Oh…, con este buen tiempo duermo en cualquier parte —dijo Nabé—. Bajo un pajar…, en un granero…, incluso en un árbol con «Miranda» si me ato bien.
Diana miró su reloj lanzando una exclamación:
—¿Sabéis qué hora es? Las cinco y cuarto. ¡La señorita Pimienta estará furiosa y preocupada!
Se pusieron en pie.
—Si pasas por casa y silbas, te oiremos y saldremos a verte —dijo Roger—. Te buscaré esos libros.
—Os veré mañana —dijo Nabé mirándoles marchar con sus ojos azules y su simpática sonrisa. Les dijo adiós con la mano, y «Miranda» le imitó.
—Me gusta muchísimo —dijo Chatín—. ¿Y a ti, Roger? ¿Te has fijado en sus ojos? Tiene una mirada extraña…, no sé si me entiendes.
Sí que le entendía. Había algo extraño en Nabé…, algo que hablaba de soledad y abandono… y, no obstante, tenía una risa alegre y contagiosa, y los modales más naturales del mundo.
—Espero que le veamos a menudo —dijo Roger.
No necesitaba preocuparse por eso…, iban a verle mucho más a menudo de lo que se figuraban.