Más, a pesar de todo, el señor Young no fue a dar clase a los tres niños. Dos días más tarde, cuando Roger, Diana y Chatín habían colocado sus libros sobre la mesa de la sala de estudio, afilado sus lápices y preparado sus plumas, sonó el teléfono.
—Yo contestaré, señorita Pimienta. ¡Yo contestaré! —gritó Chatín, a quien le encantaba ponerse al teléfono y fingirse una persona mayor.
Los demás escucharon preocupados. Probablemente sería el carnicero diciendo que no podía enviar la carne, y alguno de ellos tendría que ir a buscarla.
—Sí. Aquí Villa Rockingdown —oyeron decir Chatín—. Oh…, ¿quién? Oh, ¿la señora Young? Oh, sí, desde luego. Sí, puedo dar todos los recados que usted quiera. Desde luego, desde luego. Vaya, vaya, sí que es lamentable. No sabe «cuánto» lo siento. ¡Y pensar lo repentinamente que ocurren estas cosas! ¿Y está ya mejor? Es «maravilloso», ¿no le parece? Tiene usted toda mi simpatía, señora Young…, debe haber sido terrible para usted. Sí, sí, daré el recado. Desde luego. «Adiós».
Cuando hubo terminado, Diana y Roger estaban ya en el recibidor atraídos por la conversación de Chatín.
—¿Quién era? ¿Qué estabas diciendo? ¿Quién pretendías ser, Chatín? —le preguntó Diana.
—Nadie. Sólo trataba de ser amable y servicial —dijo Chatín, radiante—. ¡El señor Young tiene apendicitis y «no vendrá»! ¿Qué me decís a esto?
Los otros le miraron.
—Diantre…, ¡no imaginamos lo que estabas haciendo al hablar por teléfono tan estúpidamente! —dijo la niña.
—No he hablado estúpidamente, sino como las personas mayores —replicó Chatín—. Os aseguro que siento mucho lo que le ha ocurrido al pobre señor Young…, ya sabéis…, tendrá que ir al hospital y todo eso.
—No es cierto —dijo Roger—. Siempre estás diciendo que la apendicitis no es nada, que tú la tuviste y disfrutaste. Pero yo me pregunto…, ¿acaso ahora no tendremos clases? Claro que será muy molesto para la señora Young…, pero a nosotros nos resuelve el problema. Ahora podremos divertirnos.
«Ciclón» ladraba excitado en el momento en que la señorita Pimienta bajaba la escalera.
—¿Qué es tanto alboroto? ¿Quién ha llamado por teléfono? Espero que no fuera otra vez el carnicero.
—No. Era la señora Young —repuso Chatín—. El señor Young está en el hospital con apendicitis, señorita Pimienta, no vendrá a darnos clase.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! «Cuánto» lo siento por la pobre señora Young —dijo la señorita Pimienta con el mismo tono que Chatín empleara por teléfono—. Vaya…, eso nos plantea un nuevo problema.
—¿«Sí»? —dijo Diana, asombrada—. A nosotros nos pareció que nos lo solucionaba.
—¡Oh, no, Dios mío! —replicó la señorita Pimienta en el acto—. Habrá que buscar a alguien que os dé clase. Aunque no sé quién. Repasaré mi lista de profesores. Chatín, ordena a «Ciclón» que deje de morder esa alfombra. Ya queda menos de la mitad desde que llegó, y me gustaría que dejara siquiera un «poco».
—Se cree que es un conejo…, ya ve usted que es una alfombra de piel —repuso Chatín.
—No me importa lo que crea —replicó el aya—. Ya has oído lo que te he dicho. Llévate a «Ciclón» fuera de aquí en seguida. Ya empiezo a cansarme de él. Estoy pensando en comprar un látigo bien fuerte.
Chatín la contempló horrorizado. ¡Pegar a «Ciclón»! ¡No era posible que nadie se atreviera! ¡Pegarle con la mano, bueno…, pero sacudirle con un látigo!
—Se ha llevado el cepillo de la señora Redondo, y lo ha dejado no sé dónde. Ha entrado dos veces en la despensa. Ha amontonado todas las alfombras pequeñas en el descansillo de la escalera… y si vuelvo a atraparle otra vez debajo de mi cama, «compraré ese látigo» —dijo la pobre señorita Pimienta.
«Ciclón» estornudó de pronto, pareciendo muy sorprendido. Siempre le sorprendían sus estornudos. Volvió a estornudar.
—¿Y ahora qué le pasa? —preguntó la señorita Pimienta—. ¿Qué significan esos estornudos?
—Demasiada pimienta —dijo Chatín, en el acto—. Eso es lo que ocurre…, demasiada pimienta… y se le ha metido en la nariz. Se respira muchísima pimienta estos días.
El aya le miró fríamente.
—No seas grosero, Chatín —le dijo, entrando en el comedor.
Roger rió y Chatín hizo, al mismo tiempo, una graciosa mueca.
—Estornudemos cuando la señorita Pimienta se ponga picante —dijo—. Y entonces dejará de reñirnos. «Ciclón», vete. Te vas a «complicar» la vida si sigues apoderándote de los cepillos de la señora Redondo. Además, no debes hacerlo. Es muy simpática.
La señora Redondo apareció en aquel preciso momento.
Desde luego hacía honor a su nombre, y su rostro resplandecía como la luna llena, roja y redonda.
—¡Ese perro tuyo… —comenzó—, pues no se ha llevado mi cepillo! Y si le persigo con la escoba, se cree que quiero jugar con él. «Ciclón» lleva por nombre y es un ciclón por naturaleza.
—¿Qué tenemos hoy de postre, señora Redondo? —preguntó Chatín, cambiando de tema con su inteligencia acostumbrada—. ¿Va a hacernos uno de sus maravillosos pasteles? Sinceramente, desearía que viniera a guisar a nuestro colegio. Los niños la vitorearían cada día por sus excelentes platos.
La señora Redondo sonrió satisfecha, acariciando sus cabellos rubios.
—¡Oh, no seas zalamero! —le dijo con su agradable acento campesino—. Si no permites que tu perro se acerque a mi cocina, podré prepararos pasteles con mermelada de frambuesa.
—¡«Ciclón»! No te atrevas a entrar en la cocina de la señora Redondo —dijo Chatín en tono severo. «Ciclón» bajó el pequeño fragmento de rabo, y agachándose humildemente, se acostó junto a su amo.
—Es un farsante —exclamó Diana—. ¡Sabe fingir tan bien como tú, Chatín!
La señorita Pimienta apareció en el recibidor.
—¿Todavía estáis aquí? —dijo a «Ciclón», que salió corriendo en dirección a la puerta. Luego el aya volviose para dirigirse a los niños—. Voy a telefonear a uno de los profesores que conozco para ver si alguno puede venir. Ahora id a recoger vuestros libros. Desde luego hoy no habrá clase.
Recogieron sus libros con gran satisfacción. La señorita Pimienta estuvo telefoneando un buen rato y luego entró en la sala de estudio.
—Es inútil —dijo—. Ahora todo el mundo está comprometido, o se ha marchado ya. Tendré que poner un anuncio en el periódico.
—Oh, no se moleste, señorita Pimienta —repuso Roger—. ¡Es terrible el trabajo que le está dando todo esto! Estoy seguro de que papá no desea que se afane usted tanto.
—Pues te equivocas, Roger —replicó la señorita Pimienta, comenzando a redactar el anuncio que echó al correo ante el disgusto de los niños.
—Dios sabe quién vendrá ahora —dijo Diana muy pesarosa—. Por lo menos, ya «conocíamos» al señor Young… y sabíamos que dejándole hablar no teníamos que trabajar gran cosa. ¡Qué fastidio!
Durante los tres días siguientes los niños tuvieron libertad para hacer lo que quisieran. Descubrieron la escuela de equitación, y el aya les preparó una excursión de todo un día, y dos paseos de una hora. Fue muy divertido. «Ciclón» era el único que no estaba conforme. Le molestaba que Chatín y sus primos se fueran a caballo, porque más pronto o más tarde no podía seguirles y se iba quedando rezagado. El perro del establo, un enorme perro pastor, le seguía durante todo el paseo con facilidad y se burlaba del pobre «Ciclón».
También encontraron el río y alquilaron un bote. Todos nadaban como peces, de manera que a la señorita Pimienta no le preocupaba que anduvieran chapoteando. Exploraron los alrededores, buscando flores, pájaros y escarabajos raros. Por lo menos los dos niños…, a Diana no le divertía la búsqueda de pájaros y flores… y «les seguía con aire triste», como decían los niños, admirando los encantos del campo…, el aroma de la madreselva, el azul de las campanillas, la actividad del picamaderos, y el relámpago azul del martín pescador cuando pasaba ante ellos cantando invariablemente «ti-ti-ti».
Al tercer día Chatín despertó el enojo de sus primos. Diana hallábase sentada junto a la orilla del río, observando de nuevo al martín pescador, y Roger tendido de espaldas con el sombrero tapándole los ojos, escuchaba el fuerte piar de los gorriones que volaban sobre el agua cazando moscas.
Chatín no estaba a la vista. Había ido a observar a unos conejillos que habían salido a jugar a la luz del día, y regresó inesperadamente.
—¡Vaya! ¿Sabéis lo que acabo de ver?
—Una mariposa de col —sugirió Diana.
—Un diente de león —dijo Roger, sin moverse.
—¡Un «mono»! —exclamó Chatín—. Sí, reíros, pero yo os aseguro que era un «mono».
—No intentes «colarnos» una de tus fantásticas historias —dijo Roger—. Nosotros no vamos a párvulos como tú.
—Escuchadme…, os digo que «he visto» un mono —repitió Chatín—. No es ninguna historia fantástica. Estaba en la copa de un árbol y se columpiaba hasta que me vio y desapareció. «Ciclón» no le vio…, pero lo ha olido. Pude ver cómo husmeaba más que nunca.
Diana y Roger dejaron de escucharle. Chatín siempre tenía tantas maravillas que contar… ¡y ésta debía ser una de ellas! Diana quiso hacerle callar.
—Sois unos incrédulos —dijo Chatín con disgusto—. Vengo a deciros con toda solemnidad y sinceridad que acabo de ver un mono estupendo y os ponéis a hablar del martín pescador.
Nadie replicó. Chatín estaba resentido.
—Está bien…, me voy solo. ¡Y esta vez no pienso volver a avisaros aunque vea un «chimpancé»!
Se alejó con «Ciclón». Roger lanzó un ligero ronquido…, se había quedado dormido. Diana apoyó la barbilla sobre sus rodillas y su larga espera se vio recompensada. El martín pescador fue a posarse en una rama frente a ella, aguardando a que pasara un pez bajo el agua transparente.
Chatín caminaba disgustado por el bosque. «Ciclón» trotaba tras él filosofando acerca de los conejos que habitaban en agujeros demasiado pequeños para que pudiera entrar un perro. De pronto se detuvo gruñendo roncamente.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Chatín—. Oh…, ¿es que viene alguien? Ahora lo oigo. Ojalá tuviera unas orejas como las tuyas, «Ciclón», aunque no sé cómo te las arreglas para oír si te tapan los oídos…
Alguien se acercaba por el bosque silbando quedamente. «Ciclón» volvió a gruñir, y entonces Chatín vio al recién llegado. Era un muchacho de unos catorce o quince años, muy tostado por el sol. Sus cabellos tenían el color del trigo, y sus ojos eran tan azules que causaban asombro. Los tenía muy separados y sombreados por unas pestañas muy espesas y oscuras. Su boca era grande y la entreabrió en una sonrisa amistosa al ver a Chatín.
—¡Hola! —le dijo—. ¿Has visto un mono?