Diana y Roger no sentían el menor deseo de saludar calurosamente a Chatín, pero «Ciclón» se abalanzó sobre ellos con tal violencia que casi tira al suelo a la niña. Salió de debajo de la mesa ladrando desaforadamente, para lanzarse sobre ellos.
—¡Eh…, aguarda un poco! —le dijo Roger muy contento de volver a ver a «Ciclón». El perro le lamió pródigamente, ladrando de alegría. La señorita Pimienta les miró enojada.
—¡Diana! ¡Roger! Llegáis tarde.
—¡«Vaya»! —dijo Diana, indignada—. Chatín no estaba en el tren… y esperamos y esperamos hasta averiguar a qué hora llegaba el tren siguiente. ¡No ha sido culpa «nuestra»!
—Ya hemos comido —dijo Chatín—. Tenía tanto apetito que no he podido esperar.
—Sentaos, Roger y Diana —exclamó la señorita Pimienta—. ¡Chatín, llama a «Ciclón», por lo que más quieras!
Roger y Diana obedecieron. «Ciclón» regresó junto a Chatín y empezó a acariciarle como si hiciese mucho tiempo que no le veía.
Sigue tan loco como siempre —dijo Diana, alargando su plato para que le sirvieran pastel de carne frío—. Chatín, ¿qué te ha «pasado»?
—Supongo que habréis llegado tarde para recibir el tren y no veríais a Chatín y «Ciclón» por el camino —dijo la señorita Pimienta—. Debería haber ido a recibirle. No puedo imaginar por qué no le habéis encontrado.
—Son algo distraídos —replicó Chatín aceptando otro plato de melocotón en almíbar con crema—. Quiero decir…, que hubiera podido pasar con «Ciclón» ante sus mismas narices sin que me vieran.
Diana le miró con disgusto.
—No seas tonto. No es posible que pasaras junto a nosotros y no te viéramos.
—Bueno, pero ¿qué otra cosa puede haber ocurrido? —dijo la señorita Pimienta—. Chatín, no quiero que «Ciclón» coma durante nuestras comidas. Si vuelves a darle algo, haré que permanezca fuera de la habitación mientras comemos.
—Arañaría la puerta —replicó Chatín—. Como le decía, mis primos son algo distraídos, señorita Pimienta. Imagínese que ni siquiera vieron a «Ciclón».
El perro saltaba excitado cada vez que oía mencionar su nombre, y la señorita Pimienta resolvió no volver a pronunciarlo…, se refería a él llamándole simplemente «el perro». ¡Oh, Dios santo…! Las cosas iban a resultar más difíciles todavía con aquel niño tan travieso y un perro tan excitable.
—Chatín, tú no llegaste en ese tren —dijo Roger, tranquilamente—. ¿Qué hiciste? Vamos…, cuéntanoslo… o nunca volveremos a esperarte.
—Me apeé en la estación anterior a Rockingdown —dijo Chatín—. El tren tenía que esperar allí tres cuartos de hora para el enlace, de manera, que tomé un autobús y estaba aquí a la una y cuarto. ¡Bien sencillo!
—¡Oh, Chatín! —exclamó el aya—. ¿Por qué no lo dijiste antes? Tus primos han sido tan amables de ir a esperarte… y tú lo que has hecho es hacerles llegar tarde a comer, hambrientos y agotados por el calor.
Diana miró a Chatín.
—Es el mismo de siempre —dijo a su hermano, como si su primo no estuviera allí—. El mismo cabello rubio, los mismos ojos verdes, las mismas pecas, la misma nariz respingona y la misma cara dura. Te aseguro que no sé por qué le soportamos.
—Bueno, yo también os aguanto a vosotros —replicó Chatín, arrugando su chata nariz y sonriendo como si su rostro fuera de goma, mientras sus ojos desaparecían bajo sus cejas rubias—. Siento haberos molestado, primos. Sinceramente, yo no sabía que iríais a esperarme. No estoy acostumbrado a esa clase de atenciones por vuestra parte. ¿Y tú, «Ciclón»?
«Ciclón» se levantó de un salto golpeando con sus patas las rodillas de Chatín, y apoyando la cabeza en la mesa, lanzó un aullido prolongado.
—«Ciclón» quiere salir —dijo Chatín, que solía utilizar a «Ciclón» como excusa cada vez que quería marcharse—. ¿Podemos irnos «Ciclón» y yo a dar un paseo, señorita Pimienta?
—Sí —repuso el aya, contenta de poder librarse de los dos—. Déjale en el jardín cuando vuelvas a entrar, y sube arriba para ayudarme a deshacer tu baúl. Ha llegado esta mañana.
Diana y Roger terminaron de comer en paz, y el niño sonrió para sus adentros. ¡Qué tonto era Chatín…, pero resultaría más divertido tenerle allí… y también a «Ciclón»! Diana contemplaba tristemente el melocotón en almíbar que tenía en el plato. No estaba contenta. Hubiera preferido tener a Roger para ella sola. Chatín admiraba a su hermano y deseaba estar con él, por eso hubiera querido poder echarle lejos.
Aparte de que Chatín encontró en el jardín una libélula de gran tamaño que insistió en colocar sobre la mesa a la hora del té ante el horror de la señorita Pimienta, y de que había confundido su baúl con el de otro niño, el primer día transcurrió pacíficamente.
Chatín y «Ciclón» lo estuvieron explorando todo. Al niño no le gustaba que le «enseñaran las cosas», prefería verlas por sí mismo y hacer su gusto. Era muy inteligente y ejercitaba constantemente su cerebro con trucos, chistes y tonterías. Le adoraban todos los niños traviesos, y era su cabecilla natural…, así como la desesperación de todos los maestros, que parecían ponerse de acuerdo en sus comentarios mordaces acerca de su trabajo y su peculiar comportamiento.
Sus bromas y travesuras eran interminables. Todo su dinero lo gastaba en helados, chocolatines… o en una nueva broma. Era Chatín quien gastaba la broma del lápiz a todos los maestros…, un lápiz cuya punta se doblaba porque era de goma…, que desaparecía en cuanto el incauto profesor trataba de escribir con él… o que se clavaba en el suelo y no podía cogerse.
Y era Chatín quien arrojaba al fuego píldoras malolientes, que al quemarse producían un terrible olor a pescado podrido, y quien trepaba hasta la punta de la torre del colegio sin caerse. ¡Las culpas siempre para Chatín…, aun cuando no lo hiciera él! Pero no le importaba. Aceptaba los castigos, merecidos o no, con entereza y resignación. Y siempre confesaba cuando le sorprendían.
—Es un niño travieso con buen fondo —decía el director del colegio—. Es una pena que no tenga padres. De tenerlos, se portaría mejor por no disgustarles. Será un buen chico…, pero entretanto es insoportable.
A Chatín le entusiasmó Villa Rockingdown, el jardín y los alrededores de la vieja casona. En la finca había múltiples lugares donde esconderse con «Ciclón». Podrían jugar a su sabor a piratas, a naufragios y pieles rojas bajo los espesos matorrales y en las capas de los árboles…, ya que a «Ciclón» no le importaba que le subieran a los árboles sujetándole por el collar. En realidad, no le importaba en absoluto a dónde le llevaran con tal de estar con su amo. Incluso había permanecido una hora en el interior de un cubo de basura maloliente esperando a que Chatín gastara su broma al hijo del carnicero.
Chatín se propuso explorar la vieja casona. Podía estar cerrada con llave y cerrojo, pero él conseguiría entrar de un modo u otro. Si Di y Roger le acompañasen, mejor…, si no, iría solo. Aunque esperaba que por lo menos Roger quisiera acompañarle…, era estupendo. Diana era un estorbo…, pero en su opinión todas las niñas lo eran.
Fue un golpe terrible para Chatín el saber que tendrían que estudiar durante aquellas vacaciones. Diana le dio la noticia aquella noche.
—¿Sabes que tendrás que estudiar durante estas vacaciones, Chatín? —le dijo—. El señor Young va a venir a darte clase.
Chatín la contempló horrorizado.
—No te creo —dijo al fin—. No pueden hacerme eso…, ¡estudiar durante las «vacaciones de verano»! Nunca oí nada semejante.
—Bueno, pues tendrás que creerlo —insistió Diana—. Papá lo ha dispuesto así. Roger tiene que repasar el latín y las matemáticas, y yo el francés y el inglés.
—¿Y yo qué es lo que debo repasar? —preguntó Chatín con aire triste.
—Oh, yo creo que querrás repasarlo todo —dijo Diana—. Todavía no te sabes bien las tablas, ¿verdad, Chatín? ¿Y qué tal va tu ortografía?
—Está bien. Te arrepentirás por haber dicho eso —exclamó Chatín—. ¿Qué te parece si pongo un par de gusanos debajo de tu almohada?
—Si empiezas a hacer esas tonterías otra vez, te daré una azotaina hasta que pidas perdón —dijo Diana—. ¡Soy mucho mayor que tú, mocoso!
Esto era cierto. Chatín no estaba muy desarrollado para su edad. En realidad aún no había empezado a crecer, y Diana era una niña robusta y muy capaz de hacer lo que decía.
«Ciclón» apareció revolcándose por el suelo y Chatín le dio un puntapié. El perro se levantó y fue a buscar algo que trajo al recibidor.
—Oh…, ha cogido mi cepillo. Chatín, quítaselo. ¡De prisa!
—¿Por qué? Tú nunca lo usas, ¿no es cierto? —repuso Chatín, vengándose abiertamente de su prima por sus frases de pocos minutos antes—. ¿Para qué lo quieres? Deja que «Ciclón» juegue con él.
El cepillo fue rescatado y «Ciclón» recibió unos cuantos golpes que Diana le propinó con él. Se escondió debajo de una mesa, mirándola muy tristemente con sus enormes ojos castaños.
—Has herido sus sentimientos —le dijo Chatín.
—Me hubiera gustado lastimarle algo más —replicó la niña—. Ahora tendré que lavar el cepillo. ¡Maldito «Ciclón»!
—Hay cosas peores —dijo Chatín con desmayo—. ¡Imaginaos…, estudiar con el señor Young! ¡No puedo imaginar nada peor!