Rockingdown era un lugar pequeñito con una carnicería, una panadería y un bazar, rodeado de muchas granjas y casitas. La torre de la iglesia asomaba por encima de los árboles y sus campanas podían oírse perfectamente desde la casa donde los niños iban a pasar sus vacaciones.
Resultó ser una morada muy interesante.
—Es más que una casita —dijo Diana en tono aprobador—. Es una hermosa casa antigua con muchas habitaciones.
—Antes pertenecía a una gran mansión situada a medio kilómetro de distancia…, esta casa se halla situada en los terrenos de esa finca —explicó la señorita Pimienta—. La llamaban La Casa de la Viuda.
—¿Por qué?
—Era la casa que construyeron para la señora de la gran mansión cuando falleció su marido, y su hijo con su esposa vinieron a tomar posesión de ella —dijo el aya—. Entonces la llamaban la viuda y vino a vivir aquí, a esta casa, con sus criados. Supongo que a sus nietos en cuanto llegasen les encantaría visitarla.
—Es muy antigua, ¿verdad? —dijo Diana, mirando los paneles de madera de roble del comedor donde estaban tomando el té—. Y me gusta la amplia escalera… y la escalerita diminuta que parte de la cocina. Será estupenda para jugar al escondite.
—Me encanta mi dormitorio —dijo Roger—. Tiene un techo inclinado que desciende casi hasta el suelo, y tuve que cortar varias ramas de hiedra que cubrían una de las ventanas de la señorita Pimienta…, ¡está tan tupida!
—Me gustan los altibajos del suelo —continuó Diana—. Y los escalones que hay antes de entrar en este comedor, así como en la cocina.
Eso era precisamente lo que desagradaba a la señorita Pimienta. Era bastante corta de vista y en aquella casa antigua tropezaba por todas partes. ¡Sin embargo, esperaba llegar a acostumbrarse!
—Ese té es «imponente» —dijo Roger en tono aprobador—. ¿Hizo los bollos, señorita Pimienta?
—Pobre de mí, no…, no soy buena cocinera —replicó el aya—. Los hizo la señora Redondo. Es una mujer del pueblo que vendrá cada día a guisar y hacer la limpieza.
—¿Es como su nombre? —preguntó Diana en el acto.
La señorita Pimienta reflexionó.
—Pues, sí —repuso—. Es bastante gruesa… y desde luego tiene la cara redonda. Sí…, la señora Redondo es un nombre muy apropiado para ella.
Los niños inspeccionaron la casa después de tomar el té… y vaya si fue bueno con mermelada y miel, bollos y un gran pastel de frutas.
—Ésta es la clase de pastel de frutas que me gusta —dijo Diana sirviéndose por tercera vez—. No tienes que mirar si hay un pedazo de fruta en tu ración…, los encuentras por todas partes.
—Eres una golosa, Di —dijo Roger.
—Siempre se es goloso a vuestra edad —intervino la señorita Pimienta—. Claro que unos niños son más glotones que otros.
—¿Yo soy glotona? —quiso saber Diana.
—Algunas veces —dijo el aya y los ojos le brillaron detrás de los lentes.
Roger exclamó al ver la cara indignada de su hermana:
—Señorita Pimienta. Di es capaz de comerse una lata entera de leche condensada —empezó a decir, recibiendo un puntapié por debajo de la mesa.
—Yo también lo hice una vez —repuso el aya, dejándoles muy sorprendidos.
Los niños la miraron. Era casi imposible imaginar a la delgada y pulcra señorita Pimienta con la voracidad suficiente para devorar una lata entera de leche condensada.
—Vamos, terminad de merendar —dijo la señorita Pimienta—. Quiero deshacer vuestro equipaje.
Mientras la señorita Pimienta deshacía los baúles que enviaron desde el colegio, lanzando exclamaciones de horror al ver los trajes sucios y los desgarrones y rotos de la mayor parte de la ropa de Diana, ellos fueron de exploración. Cualquiera hubiese imaginado que la niña se pasaba todo el tiempo trepando a los árboles a juzgar por el estado de sus vestidos. El aya pensó en el baúl de Chatín que llegaría al día siguiente y se estremeció. ¡La verdad es que los niños de hoy en día son imposibles!
—¿La vieja mansión está vacía? —preguntó Roger aquella noche—. La hemos visto desde lejos. No sale humo de sus chimeneas. Parece un lugar muerto.
—Sí. Creo que lo está —replicó el aya—. Roger, ¿dónde están todos los calcetines que te llevaste al colegio? En la lista dice que fueron ocho, pero sólo encuentro un par muy sucio y lleno de agujeros.
—Llevo otro par puesto —repuso Roger—. Y ya son dos pares.
—Señorita Pimienta, ¿podemos ir a ver si la antigua casona está deshabitada? —preguntó Diana.
—No, de ninguna manera —replicó el aya—. Diana, en tu lista dice que te llevaste cuatro blusas…
Diana echó a correr. Es terrible la manía que tienen las personas mayores de examinar y preguntar por la ropa en cuanto se regresa del colegio. Ella y Roger corrieron escaleras arriba. Y luego, de puntillas, bajaron por la escalera posterior que daba al jardín.
La señorita Pimienta subió al piso de arriba al cabo de unos minutos con otra lista de preguntas…, pero ellos habían desaparecido misteriosamente. Echó un vistazo a la habitación de Diana y lanzó un gemido. ¿Cómo era posible que una niña convirtiera una estancia perfectamente ordenada en aquel revoltijo una hora después de haber tomado posesión de ella? No podía creerlo.
Aquella noche, cuando subieron a acostarse, Roger estaba muy satisfecho.
—Éste va a ser un sitio «imponente» para encontrar pájaros —le explicó a su hermana—. Y también hay tejones… por aquí cerca. Me lo dijo ese viejo que encontramos. Una de estas noches me quedaré en vela algunas horas para verlos.
—¡Pues no me des vela en ese entierro! —exclamó Diana, esquivando el manotazo que quiso darle Roger por su respuesta.
—Te pareces a Chatín —le dijo—. Siempre diciendo tonterías y chistes malos. ¡Por amor de Dios, deja eso para él!
Sus dormitorios estaban uno a continuación del otro al lado del descansillo, y daban a la parte posterior de la casa. La señorita Pimienta dormía en la planta baja, donde había también otras dos habitaciones.
—Mañana tendremos que ir a esperar a Chatín —dijo Roger, gritando desde su dormitorio mientras se desnudaba.
—Sí. Iremos andando hasta la estación —repuso Diana, esparciendo toda su ropa por el suelo, aun sabiendo que tendría que levantarse de la cama para recogerla en cuanto fuera la señorita Pimienta a darle las buenas noches—. Está sólo a dos kilómetros. Será un buen paseo, y podemos regresar en el autobús si Chatín trae demasiadas cosas.
El día siguiente amanecía espléndido. El tren de Chatín debía llegar a las doce y media.
—Iremos a esperarle —dijo Roger a la señorita Pimienta—. No es necesario que usted venga, señorita. Supongo que tendrá muchas cosas que hacer.
A las doce salieron hacia la estación, decidieron que el camino más corto sería atravesando la finca de la antigua casona. Se horrorizaron al ver lo descuidado que estaba todo. Incluso los senderos iban desapareciendo entre la maleza que crecía por todas partes. Sólo un camino ancho parecía haber sido conservado, y ahora amenazaban interceptarlo las telarañas.
—Es extraño —comentó Diana—. El dueño de este lugar debiera mantenerlo bien cuidado para poderlo vender a buen precio, si es que no tiene intención de vivir aquí. Cielos, ¿cómo vamos a pasar por entre esas zarzas? Voy a destrozarme las piernas.
De cuando en cuando, mientras caminaban por la extensa heredad, veían la casa entre los árboles. Desde luego parecía muerta y desolada. A Diana no le gustó.
—Vaya, no siento muchas ganas de explorarla —dijo—. Estará llena de arañas y bichos, y se oirán ruidos y habrá corrientes de aire por todas partes. Es un lugar horrible.
Al fin salieron de la finca y llegaron al pueblo. Se detuvieron para tomar un helado en el pequeño bazar.
—Ah…, vosotros sois los nuevos inquilinos de Villa Rockingdown —dijo la mujer que les atendió—. Es un lugar antiguo y muy bonito. Recuerdo a la anciana señora Rockingdown, que fue a vivir allí cuando su hijo trajo a su esposa de Italia. Aquéllos fueron días grandes…, fiestas, bailes, cacerías y diversiones. Ahora todo está muerto y acabado.
Los niños la escucharon con interés mientras comían sus helados.
—¿Dónde fue entonces la familia? —preguntó extrañado Roger.
—El hijo de la señora Rockingdown fue muerto en la guerra y su esposa falleció de un ataque al corazón —repuso la anciana—. La finca pasó a un primo que nunca vivió allí, pero la alquilaba. Luego la incautaron durante la guerra y nunca se supo qué clase de trabajos secretos se llevaron a cabo en ella. Claro que ahora eso ha terminado… y desde entonces la casona ha estado deshabitada. Nadie la quiere…, es tan grande e incómoda. ¡Ah…, pero fue muy bonita en otros tiempos… y más de una vez había ido a ayudar cuando daban una fiesta!
—Tenemos que marcharnos —dijo Roger a Diana—. O vamos a llegar tarde para recibir el tren. ¡Vamos!
Pagó los helados y salieron corriendo hacia la estación. Llegaron en el momento en que entraba el tren. Aguardaron en el andén a que Chatín y «Ciclón» se apearan. ¡Por lo general solían saltar juntos!
Se apearon una mujer que iba al mercado, y un granjero con su esposa, pero nadie más. El tren, con una ligera sacudida, se preparó para ponerse de nuevo en marcha. Roger corrió junto a él mirando a todos los vagones. ¿Se habría quedado dormido?
En el tren no quedaba más que un campesino y una joven con un niño.
El tren lanzó un chorro de vapor dándose importancia, y el único empleado de la estación se fue a comer. No llegaría ningún otro tren hasta dentro de dos horas.
Los niños tardaron algún tiempo en averiguarlo después de haber marchado el único empleado. No había nadie en la diminuta taquilla, ni en el despacho del jefe de estación; ni tampoco en la sala de espera.
—¡Vaya con Chatín! Ha perdido el tren —exclamó Diana—. ¡Es muy propio de él! Podía haber telefoneado avisando… y nos hubiéramos ahorrado todo ese camino para venir a esperarle.
Al fin encontraron una pizarra con el horario de los trenes, y Roger tardó sus buenos diez minutos en descubrir que no había más trenes hasta la tarde.
Miraron el reloj de la estación, que ahora señalaba la una y cuarto.
—Hemos perdido casi una hora buscando a Chatín y a alguien a quien preguntar por los trenes y luego descifrando el horario —dijo el niño con disgusto—. Vamos a casa. Si cogemos el autobús tal vez no lleguemos demasiado tarde. La señorita Pimienta dijo que haría la comida para la una… y que estuviéramos de regreso a la una y media si podíamos coger el autobús.
Pero no salía ningún autobús hasta al cabo de una hora y tuvieron que ir andando. El sol calentaba de firme y tenían hambre y sed. ¡Vaya con Chatín! ¿Qué podía haberle ocurrido?
Llegaron a casa a las dos… ¡y allí, sentado a la mesa y con aspecto satisfecho, estaba su primo Chatín!
—¡Hola! —les dijo—. ¡«Llegáis» tarde! ¿Qué os ha ocurrido?