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Capítulo 1- Comienzan las vacaciones

—¡Hola, Roger!

—¡Hola, Diana! ¿Qué tal fue el curso?

El muchacho y la niña se sonrieron tímidamente como ocurría siempre que se encontraban al término del curso escolar. Eran hermanos y bastante parecidos…, robustos, de cabellos oscuros, barbilla enérgica y amplia sonrisa.

—Mi tren ha llegado veinte minutos antes que el tuyo —dijo Roger—. Ha sido una suerte que termináramos el mismo día…, por lo general no ocurre así…, y te he esperado. Ahora tendremos que aguardar a la señorita Pimienta.

Diana lanzó un gemido mientras cogía su maletín, su raqueta de tenis y un gran paquete castaño. Roger llevaba también una raqueta y un maletín.

—Estas vacaciones no van a ser muy agradables —dijo Diana—. Papá y mamá están fuera y nosotros tenemos que enterrarnos en el campo con la señorita Pimienta. ¿Por qué le pediría mamá que cuidase de nosotros? ¿Por qué no llevarnos a casa de tía Pam?

—Porque sus niños tienen el sarampión —repuso Roger—. En realidad, la señorita Pimienta no es tan mala…, quiero decir que se hace cargo de que siempre tenemos apetito y nos gustan las salchichas, la ensalada, la carne fría, las patatas fritas, los helados y «Coca-Cola»…

—Oh, no sigas…, me despiertas el apetito —dijo Diana—. ¿Cuál es el plan de hoy, Roger? Sólo sé que vendrías a esperarme y que luego iríamos a reunimos con la señorita Pimienta.

—Ayer tuve carta de papá —le contestó Roger mientras se abrían paso entre la gente que abarrotaba el andén—. Él y mamá embarcan hoy para América. «Habían pensado» dejarnos en casa de tía Pam, pero el sarampión lo ha echado todo a rodar. Por eso mamá telegrafió a su antigua aya, la señorita Pimienta, para pedirle que pasara las vacaciones con nosotros… y tenemos que ir a una casita que papá consiguió alquilarnos en Rockingdown… y ¡Dios sabe dónde está eso!

—Donde supongo que tendremos que consumirnos durante todas las vacaciones —replicó Diana con el entrecejo fruncido—. Qué mala suerte.

—Bueno, hay una escuela de equitación no muy lejos y podremos montar a caballo —dijo Roger—, y tengo entendido que cerca hay un río. Buscaremos un bote, y por todo el campo que rodea Rockingdown abundan los pájaros y las flores.

—Eso está bien para ti que tanto te gusta la naturaleza —repuso Diana—. Yo me sentiré como enterrada en vida, sin tenis, ni fiestas… y supongo que ese terrible Chatín vendrá también.

—Desde luego —dijo Roger al tiempo que golpeaba a alguien con su raqueta—. ¡Oh, perdone! ¿Le he hecho daño? Salgamos de entre esta aglomeración de gente, Di. Parece que siempre estamos en el mismo sitio.

—Es que van a coger el tren —repuso Diana—. Dejémosles pasar, por amor de Dios. Mira, ahí hay un banco…, sentémonos un poco. ¿Cuándo hemos de encontrarnos con la señorita Pimienta?

—Dentro de veinticinco minutos —dijo Roger mirando el reloj de la estación—. ¿Quieres que vayamos a ver si podemos tomar un helado por aquí cerca?

Diana se levantó en seguida del asiento.

—¡Oh, sí…, qué buena idea! ¡Mira, ahí está la salida! Cerca habrá alguna confitería o algo por el estilo, y allí encontraremos helados.

Mientras los tomaban continuaron charlando.

—Dijiste que Chatín viene también, ¿no? —dijo Diana mientras tomaba su helado de fresa—. ¡Es tan revoltoso!

—Bueno…, no tiene padres —dijo Roger—. Y eso es muy triste, Di. Siempre va de una tía a otra, el pobrecillo… y prefiere estar con nosotros. No es tan malo…, si no hiciera tantas tonterías…

—Vaya suerte la nuestra tener un primo tonto con un perro estúpido —dijo Diana.

—Oh, a mí me gusta «Ciclón» —replicó Roger en el acto—. Es muy pesado, desde luego…, pero es un perro precioso…, ¡vaya si lo es! Y «Ciclón» es un nombre que le sienta a las mil maravillas…, está loco de remate, pero hay que ver las cosas que hace. ¡Apuesto a que acabará con la paciencia de la señorita Pimienta!

—Sí. Le cogerá los zapatos y los esconderá debajo de un arbusto, destrozará su mejor sombrero, y él mismo se encerrará en la despensa…, no es tonto, no —dijo Diana—. ¿Y si tomásemos otro helado?

—Si Chatín tuviera nuestra edad, no sería tan malo —continuó Roger—. Al fin y al cabo, yo tengo catorce años, tú trece… y él sólo once…, es todavía un niño.

—Pues no se comporta como tal —replicó Diana empezando su segundo helado—, sino como un pequeño duende o cosa por el estilo…, siempre haciendo travesuras… y pensando que puede burlarse de nosotros. Oh, Dios mío…, con esa señorita Pimienta y Chatín me parece que estas vacaciones serán horribles.

—Diantre, mira la hora que es —exclamó Roger—. No vamos a encontrar a la señorita Pimienta. Voy a pedir la cuenta y nos iremos.

La camarera les llevó la cuenta y Roger y Diana fueron a pagar a la caja. Cuando salían, Roger miró las manos de su hermana.

—¡Tonta! Te has dejado la raqueta y el maletín en la mesa. Lo sabía. ¡Siempre haces lo mismo! ¡Me maravilla que alguna vez consigas llevar algo hasta casa!

—¡Qué desgracia! —exclamó Diana, echando a correr para buscar sus cosas y tropezando con una silla en su precipitación.

Roger la esperó pacientemente con una sonrisa en los labios. ¡Qué atolondrada, descuidada e inquieta era Di! Él se burlaba de ella, la reñía, pero la quería mucho. También apreciaba mucho a su primo Chatín con sus imprudencias, su sentido del humor y su costumbre de hacer siempre las cosas más sorprendentes y molestas.

Roger estaba seguro de que durante aquellas vacaciones habría que atar corto a Diana y Chatín. Diana, desilusionada por tener que ir con la señorita Pimienta a un lugar del que ni siquiera había oído hablar…, estaría furiosa y de mal humor. Y Chatín aún más pesado que de costumbre al no estar el padre de Roger para mantenerle a raya. Sólo impondría su autoridad la señorita Pimienta, y Chatín no tenía gran opinión de las mujeres.

«Ciclón», el perro, era otro problema, por supuesto; pero un problema muy agradable. Sólo obedecía a una persona, y esa persona era Chatín. No perdía la costumbre de morder, esconder y enterrar todo lo que encontraba. De cuando en cuando le daban ataques de locura, y subía y bajaba la escalera y entraba y salía de todas las habitaciones ladrando desaforadamente a todo correr y molestando a todas las personas en varios kilómetros a la redonda.

¡Pero era un perro tan bonito! Roger recordó su pelo lustroso y negro, sus largas orejas gachas que siempre tenía en el plato donde le ponían la comida, y sus ojos tristes y dulces. ¡Qué afortunado era Chatín por tener un perro como aquél! Roger había pegado a «Ciclón» muy a menudo por ser tan malo, pero nunca dejó de quererle. Se alegraba de que «Ciclón» pasara las vacaciones con ellos, aunque ello representara tener que soportar también al primo Chatín.

—Tenemos que encontrarnos con la señorita Pimienta debajo del reloj de la estación —dijo Roger—. Aún falta un minuto. Mira…, ¿no es ella?

Lo era. Los niños miraron a la antigua aya de su madre y luego corrieron hacia ella. Era alta, delgada, y sus cabellos grises peinados muy tirantes hacia atrás quedaban semiocultos por un pequeño sombrero negro. Sus ojos, tras los cristales de sus lentes, eran vivos y de mirar penetrante. Al ver a los niños, su rostro se iluminó con una simpática sonrisa.

—¡Roger! ¡Diana! Aquí estáis al fin… y puntuales. Hace un año que no nos veíamos, pero no habéis cambiado casi nada.

Besó a Diana y estrechó afectuosamente la mano de Roger.

—Ahora —dijo— tenemos un poco de tiempo antes de tomar el tren que sale de la otra estación…, ¿qué os parece si tomáramos un par de helados…? ¿O ya no os gustan?

Roger y Diana se animaron en el acto, y ninguno dijo que ya habían tomado dos. Diana dio un codazo a Roger y sonrió. La señorita Pimienta no olvidaba que les gustaban los helados, la «Coca-Cola» y demás. En eso nunca fallaba.

—No sé… dónde podríamos encontrar helados sin alejarnos demasiado —dijo la señorita Pimienta.

—Er…, déjeme pensar…, ¿no hay un salón de té junto a la salida? —dijo Roger.

—Sí…, donde hay unos helados estupendos —replicó Diana—. ¿Recuerdas por dónde se va, Roger?

Roger se acordaba muy bien, por supuesto, y en seguida las condujo al pequeño salón de té que habían abandonado sólo minutos antes. La señorita Pimienta se preguntaba cuántos helados habrían tomado ya mientras la esperaban.

Esta vez Roger acomodó a la señorita Pimienta y a su hermana en una mesa distinta, pues no deseaba que la camarera hiciera algún comentario que les descubriese. Pidieron que les sirvieran helados.

—¿Cuándo llega Chatín? —preguntó Diana.

—Llegará mañana en tren —repuso la señorita Pimienta—. Me temo que con «Ciclón». No me gustan los perros, ya lo sabéis, y «Ciclón» menos que ninguno. Eso significa que tendré que encerrar bajo llave todas mis zapatillas, sombreros y guantes. ¡Nunca vi un perro con semejante olfato para esas cosas! ¡Nunca! La última vez que estuve en casa de tu madre, Roger, empecé a pensar que «Ciclón» podía abrir las maletas, porque varias cosas que guardaba en ellas empezaron a desaparecer regularmente… y siempre, más pronto o más tarde, las veía en poder de «Ciclón».

—Supongo que Chatín tendría algo que ver —dijo Roger—. Las vacaciones que usted pasó con nosotros estuvo más travieso que nunca. Tan loco como su perro.

—Bueno, espero que el señor Young pueda atarle corto —dijo la señorita Pimienta.

Se hizo un repentino silencio mientras Roger y Diana miraban alarmados a la señorita Pimienta.

—El señor «Young» —repitió Roger—. ¿Para qué viene?

—Para daros clase —replicó la señorita Pimienta sorprendida—. ¿Acaso no lo sabíais? Espero que pronto recibáis la carta de vuestros padres, si no os habéis enterado. Vuestro padre telefoneó a vuestros colegios respectivos para saber qué notas habíais obtenido, ya que no pudo saberlas antes de salir para América… y tú, Roger, tendrás que repasar el latín y las matemáticas, y Diana el francés y el inglés.

—¡«Vaya»! —exclamaron ambos niños a un tiempo—. ¡Qué «asco»!

—Oh, no —replicó la señorita Pimienta—. El señor Young es muy agradable… y muy buen maestro. Ya os ha dado clase.

—Es seco como el polvo —dijo Diana, enojada—. Oh, es espantoso…, unas vacaciones sin papá ni mamá, en un lugar del que nada sabemos…, con el señor Young… lecciones que estudiar y…

—Cállate, Di —le dijo Roger temiendo que su iracunda hermana llegara a decir algo contra la propia señorita Pimienta—. Ya sabes que perdimos parte del curso por culpa de la escarlatina…, estamos atrasados en muchas cosas. De todas maneras, yo tenía intención de repasar algo durante estas vacaciones.

—Sí…, pero el señor «Young»…, con su barba, sus ademanes y sus «¡mi querida jovencita!» —exclamó Diana—. Le odio. Escribiré a papá para decirle lo que pienso de él…

—Basta, Diana —dijo la señorita Pimienta en tono seco.

—¿Y Chatín estudiará también? —preguntó Roger, dando un puntapié a Diana por debajo de la mesa para que contuviera su enojo.

—Sí. Desgraciadamente tuvo muy malas notas —contestó la señorita Pimienta.

—No es ninguna novedad —gruñó Diana—. Y yo pregunto… ¿podrá el señor Young con Chatín? Le hará andar de coronilla.

—¿Tomamos otro helado? —preguntó la señorita Pimienta, mirando su reloj—. Tenemos tiempo. ¿O estáis demasiado disgustados para tomar otro?

Desde luego que no estaban tan disgustados como para no tomar otro helado y una «Coca-Cola» además. Roger comenzó a charlar animadamente de cosas ocurridas durante el último curso, y Diana, luego de contemplar su helado con tristeza unos instantes, se animó también. Después de todo estaban de vacaciones… y sería divertido conocer un lugar nuevo…, montarían a caballo y tal vez salieran en bote. ¡Podría haber sido peor!

—Es hora de marcharnos —anunció el aya—. Comeremos en el tren. Espero que eso os guste. A la hora del té estaremos en Rockingdown. Bueno, vamos… y anímate, querida Diana… ¡espero que disfrutes de tus vacaciones como siempre!