Capítulo XXX - El misterio queda resuelto

Cuando llegaron todos al recinto de la feria, Vosta estaba ya en su tienda extrañado de no encontrar a “Burly”, y al ver al inspector se asustó, en tanto que el chimpancé corría a echarse en sus brazos.

–¿Qué has estado haciendo? –preguntó Vosta a “Burly”–. ¿Y dónde fuiste? –le dijo a Nabé–. Te dije que no dejaras a los chimpancés.

–Juan Vosta, tengo que hacerle algunas preguntas, y debo advertirle que lo que diga será anotado y utilizado como prueba contra usted –le dijo el inspector en tono severo, y el agente sacando un librito de notas negro y su lápiz, se dispuso a escribir.

Vosta parecía muy alarmado.

–Yo no he hecho nada –declaró.

–Ha enseñado usted a este chimpancé a robar, y a penetrar en diversos edificios –prosiguió el inspector con voz firme y tranquila–. Sabemos que algunos documentos fueron impregnados de una sustancia que pudiera oler el chimpancé, y esos eran precisamente los que cogía. Sabemos más aún...

–¡Y no tengo nada que ver en ello! –exclamó Vosta, poniéndose muy pálido–. Siempre dije que era un juego sucio utilizar a un chimpancé. Yo nunca he tenido nada que ver con lo que dice usted.

–Excepto que prestó su chimpancé, al cual usted mismo enseñó a robar, y que cada vez le llevaba al lugar donde debía cometerse el robo –dijo el inspector en un tono que hizo estremecer a Chatín–. ¿No es así, Vosta?

–Los chimpancés no son míos –murmuró Vosta–. Y nunca les enseñé a robar. Ya sabían hacerlo antes de venir a mis manos.

–¿Quién los tuvo antes que usted? –preguntó el inspector.

Vosta estaba aterrorizado.

–Eran de Tonnerre –repuso en voz baja–. Él les enseñó. A “Hurly” a vaciar los bolsillos de la gente, y a “Burly” toda clase de trucos para robar. “Burly” es inteligente. Se le puede enseñar cualquier cosa.

–¿Por qué pasaron a sus manos después de tenerlos Tonnerre? –preguntó el inspector mientras el agente escribía todo lo que iba diciendo. Los cuatro niños guardaban silencio. ¡Aquello era terrible!

–Yo era acróbata –dijo Vosta todavía en voz baja–. Y me rompí la columna vertebral, por eso Tonnerre me ofreció sus chimpancés si quería continuar en la feria... y hacer un par de cosos que él deseaba.

–Ya. Y una de esas cosas era que llevara a “Burly” a los edificios que él le señalase y procurara que entrara en ellos por el medio que fuese para llevarse los documentos que él habría marcado –dijo el inspector.

–Él nunca los marcó –repuso Vosta–. No sabe una palabra de documentos antiguos. Yo los recogía de manos de “Burly” y los entregaba a Tonnerre... que se los pasaba a otra persona que era la que marcaba los pergaminos. No sé quién es, pero ese individuo decía a Tonnerre a dónde debía llevar la feria... Nosotros nunca sabemos cuál será la próxima parada.

–Comprendo. Imagino que escogería el lugar que había señalado para su próximo robo –dijo el inspector–. Buena combinación. Y ahora dígame el nombre del hombre que está al frente de todo esto. ¡Y que ha estado vendiendo los documentos a América, logrando una fortuna!

–Le aseguro que no lo sé –repuso Vosta obstinado–. ¿Por qué no se lo pregunta a Tonnerre? ¿Por qué voy a saberlo yo? Sólo un instrumento...

–Es el hombre barbudo –dijo Chatín, interviniendo–. Lo sabemos..., ¿conoce usted a un hombre muy peludo, señor Vosta?

–No pienso contestar a tus preguntas –gruñó Vosta–. Si vosotros no hubierais venido a fisgonear...

–Basta, Vosta –le ordenó el inspector–. Agente, quédese con él. Yo voy a hablar con ese Tonnerre, que al parecer es sólo otro instrumento, pero más importante que Vosta. Sin embargo, es posible que nos conduzca hasta el verdadero culpable.

Nabé le acompañó hasta el carromato de Tonnerre, y la gente de la feria, que les había rodeado en silencio para observar el interrogatorio de Vosta, les abrieron paso, y la vieja Ma gritó:

–Tonnerre tiene visita y está de mal humor. ¡Tenga cuidado, señor!

El inspector no se dignó responder y fue a llamar violentamente a la puerta del carro de Tonnerre.

–¡Márchese! –gritó la voz de Tonnerre–. ¿Es que no dije que no me molestaran?

–Abra –ordenó la voz severa del inspector, y la puerta se abrió dando paso a Tonnerre que le contemplaba con el ceño fruncido. Luego, cerrando la puerta, bajó el tramo de escalones.

–Diga lo que tenga que decir y márchese –gruñó iniciando un movimiento brusco hacia los cuatro niños, que retrocedieron asustados.

–¿Quién es su visitante, Tonnerre? –le preguntó el inspector con calma–. Deje que le veamos.

–Es un caballero, ¿comprenden? No voy a consentir que le mezclen en ningún asunto turbio –replicó Tonnerre de mal talante–. Es amigo mío, y no tiene nada que ver con ustedes. Y a propósito, ¿por qué ha vuelto haciéndome perder el tiempo, y metiéndose en lo que no le importa? ¿Por qué? Diga.

–Deje que veamos a su visitante, Tonnerre –repitió el inspector–. ¿Por qué quiere esconderle?

Chatín estaba tan excitado y nervioso que apenas podía contenerse. ¡Su enemigo había encontrado su igual! El inspector no se conformaba con un no como respuesta. ¿Quién será su visitante?

–Apuesto a que es el hombre barbudo –díjose Chatín para sus adentros–. Ha venido a recoger los documentos y esta furioso con Tonnerre porque el chimpancé no los ha cogido. Apuesto a que es el hombre barbudo.

Tonnerre no hizo ademán de abrir la puerta..., pero de pronto ésta se abrió y alguien apareció sobre el primer peldaño de la escalera.

–¿Qué significa esta interrupción? –dijo una voz culta–. Tonnerre, ¿acaso vine en mal momento? Me marcharé.

Y comenzó a bajar los escalones, pero el inspector le cerró el paso.

–¿Su nombre, por favor? –le preguntó.

Decepcionados, los cuatro niños contemplaron a aquel hombre. Iba cuidadosamente afeitado, sus cabellos eran lacios y oscuros con ligeras zonas grises; no llevaba bigote ni barba, ni sus cejas eran muy pobladas.

–Me llamo Tomás Colville –dijo–. Y los asuntos que tengo que tratar con el señor Tonnerre son privados..., somos viejos amigos. Lamento ver que se le han presentado dificultades. Mi negocio puede esperar.

–¿No habrá venido usted a verle por casualidad, para recoger unos documentos que él debía robar para usted?

–le preguntó el inspector en tono firme.

–No sé de qué me está usted hablando, buen hombre –repuso el hombre apartando al inspector con un gesto de impaciencia.

Chatín le miró fijamente. No, desde luego no se parecía en nada al hombre velludo..., pero era de su misma talla y contextura.

Chatín anduvo unos pasos a su lado mirándole de hito en hito, y al cabo lanzó un grito que hizo que “Ciclón” ladrara desaforadamente y corriera hacia él.

–Oiga..., es el hombre que vi examinando los papeles..., el hombre de la barba. ¡Es él! Me fijé en la gran cantidad de vello que le crecía en las orejas... y mire, él las tiene iguales. ¡Es él!

Entonces todo ocurrió al mismo tiempo. El hombre echó a correr, y el agente que vigilaba la tienda de Vosta al verle le cortó el paso, y Jun-un, que también corría, le hizo la zancadilla. Tonnerre perdió la cabeza y quiso pegar al inspector. “Ciclón” le mordió y entonces todos en revuelta confusión empezaron a gritar excitados de manera que por espacio de unos segundos el pobre inspector no supo lo que estaba ocurriendo.

–Llévate a tus hermanos a casa –le dijo a Roger pensando que Chatín era su hermano–. Date prisa..., es posible que se arme un buen fregado. Telefonea al puesto de policía, y diles que envíen media docena de hombres. Date prisa.

Roger salió corriendo con Diana, Chatín y “Ciclón”. Sentía tener que marcharse en aquel momento, pero no dejaba de comprender que debía poner a salvo a Diana en caso de que las cosas empeorasen. Nunca se sabe lo que puede ocurrir cuando la gente se excita. Salieron corriendo del recinto oyendo los barritas de los elefantes y los chillidos de los dos chimpancés.

Fuera de la entrada esperaban dos automóviles... uno era de la policía, en el que se hallaba tío Roberto aguardando pacientemente, aunque algo alarmado por el alboroto que se oía en el interior de la feria. El otro era el taxi que había alquilado con su chófer.

–¡Oh, qué bien! –exclamó Roger, deteniéndose–. Me había olvidado de los coches... de tío Roberto. Oye, tío Roberto, las cosas se están complicando terriblemente... se ha armado un lío de miedo y tenemos que llamar a la comisaría pidiendo más hombres. ¿Podemos utilizar este taxi?

–¡Dios nos asista! –dijo el pobre anciano apeándose del automóvil de la policía lo más aprisa que le fue posible, para subir al taxi, y con voz temblorosa ordenó al chófer que les llevara al puesto de policía.

Tío Roberto no permitió que el taxi se detuviera más que lo indispensable para que Roger diera el aviso.

–Tengo que regresar a casa –no cesaba de repetir el buen señor–. Esto no es bueno para mi corazón. Dios mío, qué poco pensaba yo cuando vine a casa de tu madre que iba a verme mezclado con una serie de criminales, locos y chimpancés. Tengo que marcharme. ¡No puedo permanecer aquí ni una noche más!

–Pero, tío Roberto... si ha sido estupendo –protestó Chatín–. Quiero decir... que si deseaba un misterio de primera clase no pudo encontrar otro mejor que el de la feria de Rilloby.

Pero tío Roberto no quería ya más misterios.

–Sólo deseo hacer el equipaje y marcharme –repitió–. Ese Tonnerre es un sujeto de aspecto peligroso... y me alegré de encontrarme en el automóvil cuando le vi salir de su carromato con aire amenazador y voz de... de...

–Trueno –concluyó Diana.

Me pareció que bien pudiera ser el jefe de alguna horrible banda –murmuró el pobre anciano.

–La banda Manos Verdes –replicó Chatín riendo por lo bajo–. Troncho... ¡lo que nos hemos divertido!