Capítulo XXIX - “Burly” es muy inteligente

Los tres contemplaron cómo el chimpancé iba olfateando todos los papeles y sacando uno de cuando en cuando. Parecía muy seguro del que debía coger, y lo hacía sin la menor vacilación.

–¿Cómo sabe cuál ha de coger? –preguntó tío Roberto extrañado–. Ha cogido dos de los más valiosos..., ¿pero él cómo lo sabe?

–Los olfatea antes de sacarlos –repuso Diana–. Mira, cada vez los huele primero.

–¡Vaya! ¡Claro! Ya sé cómo distingue los papeles que ha de llevarse –exclamó Roger de pronto–. Diana..., ¿recuerdas aquel hombre tan peludo... que examinaba los documentos con una lupa?

–Sí, lo recuerdo –replicó Diana.

–Bueno, pues debía haber algo en la lupa con que iba frotando el pergamino –explicó Roger, excitado–. Y esa sustancia dejaría un aroma..., de manera que cuando el chimpancé fuese enviado a coger ciertos documentos supiera cuáles llevarse por el olfato. ¡Ved cómo olfatea ahora!

–Es curioso. Muy curioso –dijo el anciano que parecía un tanto aturdido–. Supongo que le habrán amaestrado para que lo haga. Los chimpancés deben ser unos animales muy inteligentes.

–Oh, sí que lo son –repuso Roger, observando cómo “Burly” se apoderaba de otro documento–. Pero eso es sólo un viejo truco de circo, tío Roberto, el impregnar el papel con algo que huela, de manera que el animal pueda distinguirlo instintivamente. ¿Quién te enseñó eso, “Burly”?

“Burly” alzó la cabeza al oír su nombre, parloteando ininteligiblemente. Sus manos cubiertas por los guantes verdes trabajaban con gran rapidez.

–Así no deja huellas, ¿veis?..., ni siquiera las de un chimpancé –exclamó Roger–. Me preguntó qué le habrá impulsado a venir aquí esta tarde para llevar a cabo el trabajo que realmente debió hacer la otra noche...

–Quizás al ver los guantes... se lo han recordado –sugirió Diana–. Oh..., ¿qué va a hacer ahora?

“Burly” había visto los animales disecados, y dejando caer al suelo todos los documentos fue derecho hacia los pocos animales que quedaban y cogió en brazos a una zorra. Tío Roberto recogió los papeles sin hacer ruido, y abriendo un cajón de una mesa cercana, los introdujo, pues tenía intención de examinarlos para ver exactamente qué era lo que les daba aquel aroma por el que “Burly” los reconocía con tanta facilidad.

El chimpancé se había sentado en el suelo y estaba meciendo entre sus brazos a la zorra disecada. Diana dio un codazo a su hermano.

–Ahora estoy segura de lo que ocurrió la otra noche –susurró–. Vino por los documentos sin otra idea que llevar a cabo el trabajo que hiciera otras veces, pero de pronto debió ver a los animales disecados que le contemplaban a la luz de la Luna. Ya sabes que le vuelven loco los animales de juguete... y debió pensar que éstos lo eran también aunque de mayor tamaño... y que los habían puesto ahí para él.

–Sí... y se los fue llevando al jardín, uno tras otro..., los de tamaño reducido que podía manejar con facilidad –prosiguió Roger–. Pobre “Burly”. Los fue llevando al barranco, y por alguna oculta razón los dejó allí, pero entusiasmado con los animales no se llevó ningún documento de los que allí estaban.

–Y supongo que por eso los chimpancés estaban tan tristes oí día siguiente cuando fuimos a verles –continuó Diana–. Alguien había reprendido duramente a “Burly”... y estaba disgustado, y “Hurly” también. ¿Te acuerdas que estaban abrazados como si trataran de consolarse mutuamente?

–¿Quién les habría reñido? –preguntó Roger–, ¿Tú crees que fue Vosta?

–Es posible. Y probablemente también Tonnerre, porque Vosta lo dijo, ¿recuerdas? –preguntó Diana–. De una manera u otra Tonnerre tiene que ver con este misterio, Roger. ¡Estoy segura!

“Burly”, dejando la zorra, cogió un perro disecado, muy raído por la polilla, y también lo acunó. Luego dirigióse con él hasta la chimenea al parecer para comprobar si podría subir por ella con un animal tan grande.

De pronto se oyeron abrir las puertas y un rumor de voces que se acercaban. “Burly” pareció alarmarse y corriendo al lado de Diana se acurrucó junto a ella parloteando. La niña le acarició la cabeza.

–No tengas miedo, “Burly”. ¡No dejaré que te hagan daño!

La puerta de la estancia fue abierta con sus dos llaves y por ella entraron Nabé, Chatín, “Miranda”, “Ciclón”, el policía, el guardián y el mayordomo.

–¿Está “Burly” aquí? ¡Ha bajado por la chimenea! –exclamó Chatín.

–¡Sí..., aquí está! –gritó Nabé corriendo hacia el chimpancé que le dio la mano con toda confianza. Quería mucho a Nabé. “Miranda” subióse sobre el hombro del chimpancé bisbiseando, y él en seguida pareció alegrarse.

El policía estaba realmente atónito. Con aquel par de niños descarados, un perro, un mono, y ahora un chimpancé..., la verdad no sabía qué hacer, y miró a tío Roberto con agrado, alegrándose de ver por fin a una persona de aspecto y edad respetables.

–Tal vez usted pueda ayudarme, señor –le dijo–. ¿Qué es lo que ocurre aquí?

–Agente..., hemos encontrado al que robó los animales disecados –replicó el anciano en tono solemne–. Ante nuestros ojos esta misma tarde acaba de robar más documentos de valor.

–Entonces le detendré –dijo el policía en seguida dándose importancia–. ¿Cuál de ellos ha sido, señor?

–El chimpancé –replicó tío Roberto–. ¡Y ande con cuidado cuando se decida a arrestarle!

Chatín lanzó una carcajada al ver el rostro alarmado del policía, y “Ciclón” sentóse para comenzar a rascarse violentamente. “Burly”, dejando al perro disecado, cogió a “Miranda” en sus brazos acunándola y meciéndola.

–Brrrrmmm. Me parece que es un animal bastante cariñoso –dijo tío Roberto inesperadamente–. No podemos culparle por lo que haya hecho, agente. El responsable es quien le ha enseñado a hacerlo. Éste es el hombre que debe buscar...

Se oyeron fuertes pisadas por el corredor y entró el inspector. El policía le había telefoneado para que fuera al castillo cuanto antes y montando en su automóvil había llegado en un abrir y cerrar de ojos.

–Bien –dijo mirando asombrado a todos los concurrentes–. Debo confesar que ésta es una reunión un tanto heterogénea. ¿Qué es lo que veo?..., ¡“los guantes verdes”! ¡Miren quién los lleva puestos..., vaya, vaya, vaya!

Miraba a “Burly” como si no pudiera dar crédito a sus ojos, y el chimpancé sostuvo su mirada. Se acordaba del inspector. De uno de los bolsillos de aquel hombre había sacado los guantes verdes, y quitándoselos rápidamente, los arrojó al suelo.

El policía empezó a hablar al inspector, intentando contarle lo que había ocurrido, pero Nabé le interrumpió:

–Yo puedo contarle lo que ha sucedido, inspector –le dijo–. ¡Ahora lo sé todo! Comprendo por qué el ver los guantes hizo venir aquí a “Burly” otra vez. Y por qué...

–Hable sólo cuando sea preguntado –le dijo el inspector, volviéndose a tío Roberto–. Señor Lynton, tal vez usted quiera decirnos unas palabras primero. Estoy completamente a oscuras.

Como supieron, entre unos y otros, le contaron hasta el último detalle de lo ocurrido, y él les escuchó asombrado y casi incrédulo. Le mostraron la chimenea por donde bajara “Burly”, y el montón de papeles que había ido escogiendo después de olerías cuidadosamente, y el inspector también quiso olfatearlos.

–Yo también huelo algo –dijo volviendo a acercarlos a su nariz–. Sí..., es un truco muy inteligente. El chimpancé no tenía otro medio de conocer cuáles eran los papeles de valor, como no fuera su olfato. Tras todo ello se oculta una inteligencia muy notable, ¿quién sabe lo que es esto?

Por turno cada uno de los presentes fue oliendo los pergaminos, que desde luego desprendían un ligero aroma, pero bien perceptible.

–De manera que así es cómo se llevaron a cabo los otros robos –dijo el inspector pensativo–. Primero alguien examinaba la colección, perfumando los documentos que deseaba con alguna sustancia especial, y también el medio de que el chimpancé pudiera entrar y salir del lugar..., unas veces por el tragaluz, otras por el tiro de la chimenea, o por alguna ventana pequeña, o tal vez un respiradero... por donde le sería imposible pasar a cualquier adulto. Pero el chimpancé conseguía siempre trepar y deslizarse a través de una entrada pequeña... por ser pequeño, ágil y acróbata innato.

–Un plan inteligente y de éxito –intervino tío Roberto–. Si pudiéramos echar mano a”ese hombre barbudo que el otro día examinaba los documentos con una lupa... que le servía para perfumarlos..., tendría al principal culpable, inspector.

–Sí –dijo Nabé–. Pero debe haber dos o tres enlaces, inspector. Vosta debe ser uno de ellos. Él debió llevar a “Burly” al lugar escogido y enseñarle el medio de saltar la tapia y trepar por las paredes. Y tiene que haber otro enlace además... el que advierte a Vosta lo que debe hacer... el que le escribió la nota cuyo fragmento encontramos el otro día... y que decía... “Medianoche. Castillo Marloes”. ¿Quién recibía esa nota?

–¡Quedan aún muchos cabos sueltos! –dijo el inspector–. Bien, procuremos atarlos hoy mismo. Llevaremos al chimpancé a la feria y veremos de encontrar a Vosta..., ya debe haber regresado.

El guardián y el mayordomo que no habían pronunciado palabra, tan sorprendidos estaban, acompañaron a todos los reunidos hasta la puerta del castillo. El inspector se llevó el montón de pergaminos que “Burly” seleccionara con tanto cuidado, y el chimpancé bajó la escalera de la mano de Nabé.

Dos automóviles aguardaban fuera..., el del inspector, y el alquilado por tío Roberto.

–Hay sitio para todos –dijo el inspector, satisfecho–. Suban. Iremos a la feria. Si no les importa, el chimpancé, el mono y el perro que vayan en el otro coche. ¿Estamos todos...? ¡Entonces a la feria!