Capítulo XXVIII - Empiezan a ocurrir cosas

“Ciclón” y Chatín se encontraron con ellos a la puerta del castillo, y tío Roberto contempló al can con disgusto.

–¡Yo no te dije que trajeras al perro!

–Ni tampoco que no lo trajese –replicó el niño en tono cortés–. Deja de rascarte, “Ciclón”. Usted parece causarle un efecto extraño, tío Roberto. En cuanto le ve, tiene que rascarse.

–No puedes entrarle en el castillo –le dijo el anciano resuelto a no volver al tema de rascar–. Tendrás que quedarte en los jardines.

A Chatín no le importó. Tenía intención de explorar los jardines a fondo para ver si conseguía encontrar alguna pista. También pensaba volver al barranco donde estuvieron los animales disecados, y divertirse recordando aquel terrible episodio. Preguntóse si los sacos continuarían encima del muro. ¿Y qué habría sido de la escala de cuerda? ¿Seguiría debajo de aquel arbusto?

–Espero que continúe allí... y los sacos también –pensó–. La policía no dijo nada de esto. Troncho, no son muy listos. Yo los hubiera descubierto en seguida si hubiese estado en su lugar.

Tío Roberto exhibió su pase y fue introducido en el castillo acompañado de Diana y Roger, en tanto que Chatín se quedaba en los jardines con “Ciclón”, que muy excitado, presentía toda clase de aventuras y persecuciones conejiles para aquella tarde.

Roger estaba impaciente por hallarse en el interior de la estancia de la doble puerta. El mayordomo cerró la primera puerta... luego la segunda... y finalmente la tercera con sus dos llaves. Ya estaban en la habitación contigua con sus estantes llenos de papeles amarillentos.

Roger y Diana miraron a su alrededor con interés. La mitad de los animales disecados ya no estaban allí naturalmente. Era probable que continuaran en el puesto de policía mirando a los agentes con sus ojos de cristal tan inexpresivos.

–Han dejado todos los animales de algún tamaño –comentó Roger–. Supongo que el ladrón no podría con ellos. Las ardillas han desaparecido... y los cachorros de zorra, pero no las zorras... y el tejón albino... y la mofeta, que tampoco era muy grande.

–Diana..., debemos revisar cuidadosamente todos los papeles antes de empaquetarlos –dijo tío Roberto deseoso de explicar cosas a la pobre niña–. Éste, por ejemplo...

Diana lanzando una mirada de desesperación a su hermano, se acercó para escucharle, y Roger comenzó a examinar las ventanas. ¡Era imposible que nadie hubiera entrado por ellas desde el exterior! Y sólo una persona muy menguada podría pasar entre los barrotes.

Luego acercóse a la puerta de doble cerradura para examinarla. Ningún ladrón hubiera podido tampoco entrar por allí... y de haber tenido las llaves, el timbre de alarma hubiese sonado en cuanto la puerta fuese abierta. No..., por allí también era imposible.

Dirigióse a la chimenea, que era antigua. Como nunca encendían fuego, no se veían tenazas, sólo una pantalla de hierro dulce.

Roger inclinóse tratando de mirar hacia arriba por el tiro de la chimenea, que desde luego era bastante estrecho.

“Yo tal vez consiguiera bajar por aquí –pensó Roger–. Aunque no estoy seguro, y resultaría muy incómodo. A pesar de que me atrevo a asegurar que más arriba debe ensancharse algo.”

Seguidamente contempló el hogar que estaba lleno de pedazos de cascote, que habían caído por la chimenea.

–Claro que puede haberlos desprendido alguien al bajar, pero por otra parte, siempre suelen caer cosas por las chimeneas –pensó Roger, sintiéndose detective–. No..., yo no creo sinceramente que ninguna persona que esté en sus cabales haya bajado por la chimenea.. Hubiera sido muy peligroso.

Y yendo hasta la ventana miró al exterior y pudo ver algo que le llenó de sorpresa. Luego llegó un grito hasta sus oídos.

–¡Vaya! ¡Mirad esto! –exclamó Roger de pronto haciendo pegar un respingo a Diana y a tío Roberto–. ¿Qué es lo que ocurre allí?

Hacía bien en preguntarlo, ya que Chatín, abajo en los jardines, también sentíase lleno de asombro. Había estado paseando tranquilamente con “Ciclón” hasta llegar al pequeño barranco donde vieron a los animales disecados, cuando oyó un ruido cercano.

Se había vuelto... encontrándose ante una cara grotesca y cubierta de pelo que le miraba desde los arbustos con ojos brillantes. Chatín se llevó un susto de muerte creyendo que era uno de los animales disecados que había cobrado vida.

–Troncho..., ¿qué es eso? –dijo retrocediendo un paso. “Ciclón” lanzó un ladrido de contento, echando a correr hacia los arbustos por donde había asomado aquel rostro peludo. Chatín estaba asombrado. ¡Su perro debía haber ladrado o gruñido! Y en vez de eso se había dirigido muy contento hacia donde estaba aquel rostro.

Luego Chatín oyó unos gritos reconociendo la voz de Nabé.

–¡Ven aquí, calamidad, aquí! ¿Has oído? ¿A dónde vas?

–¡Es Nabé! ¿Qué estará haciendo aquí? –preguntóse Chatín, sorprendido–. “Ciclón”, ¿a dónde has ido? Eh, Nabé, ¿dónde estás?

Y le respondió la voz extrañada de su amigó:

–¿Eres tú, Chatín? ¿Qué estás haciendo aquí? Oye, ¿has visto a “Burly”? Está completamente loco, de manera que ten cuidado.

–¡“Burly”! –exclamó Chatín más extrañado que nunca–. ¿Y qué hace aquí? Troncho, sí que le he visto. Por lo menos vi su cara grotesca. Se ha ido, y “Ciclón” tras él.

Se dirigió hacia donde sonaba la voz de Nabé, encontrándole en la carretera, al otro lado del muro, y le volvió a gritar:

–Voy a ver si la escala de cuerda sigue aún debajo del arbusto, y los sacos encima de la tapia, tal vez la policía no los haya visto. Ya volveré. Tengo que encontrar a “Burly”. Está como loco.

Encontró la escala debajo del arbusto y no tardó en hallarse sobre el muro encima de los sacos, desde donde trató de localizar a “Burly”.

–¿Qué ha ocurrido para que se ponga así? –quiso saber Chatín–. ¿Y por qué se vino hasta acá?

–¡Y yo qué sé! –replicó Nabé–. Yo estaba en el carromato de Vosta con los chimpancés, cuando, que me aspen si “Hurly” no sacó un par de guantes verdes de debajo de las mantas de su litera.

–¿Qué...? ¿Los que vimos nosotros? –preguntó Chatín.

–No lo sé. Los tenía la policía..., pero no me extrañaría que “Hurly” los cogiera del bolsillo del inspector –repuso Nabé–. ¡Apuesto a que lo hizo! Sea como fuere, “Burly” se los quitó para ponérselos... y le sentaban estupendamente. ¡Como un guante, valga la comparación! Y no cesaba de acariciarlos parloteando y luego golpeó las puertas del armario donde se quedaban sus animales de juguete.

Nabé hizo una pausa para tomar aliento sin dejar de mirar a su alrededor por si veía a “Burly” desde lo alto del muro.

–Bueno, como yo no tenía la llave de ese armario, pues la guarda Vosta, no pude sacar sus animalitos de juguete para jugar con ellos –continuó explicando Nabé–. ¡Y entonces pareció que se volvía loco! Empezó a sacudirse el mismo, como hacían los antiguos cocheros para entrar en calor, y saltar de un lado a otro aullando como un condenado. Y al fin saliendo por la ventana como una exhalación atravesó el recinto de la feria.

–¡Troncho! –exclamó Chatín, emocionado por el relato–. ¡Continúa!

–Bien, yo le seguí, por supuesto –dijo Nabé–. Y se vino derecho hacia aquí. No pude alcanzarle, saltó por encima de la tapia con la mayor facilidad..., no tuvo necesidad de escalera. Y bueno..., supongo que estará por los jardines. ¿Qué le habrá impulsado a venir aquí?

Antes de que Chatín pudiera contestar, se oyó una voz profunda desde el otro lado del muro que decía:

–Me temo que voy a tener que interrogarle con respecto a esta escalera.

Y Nabé casi se cae de la tapia.

–Cáscaras..., es un policía –dijo–. ¿Dónde estaba?

–He estado escondido detrás de ese árbol desde que encontré esa escalera, y esos sacos encima del muro –replicó el agente–. Pensamos que quien los hubiera puesto allí, tal vez volviese a utilizarlos, y al parecer estábamos en lo cierto. Baje de una vez, y permita que le lleve al puesto de policía para interrogarle.

–No –replicó Nabé bajando por el otro lado del muro lo más de prisa que le fue posible–. Tengo que encontrar a “Burly” –dijo al estupefacto Chatín–. Y también a “Miranda”. Trepó por el muro detrás del chimpancé, dejándome al otro lado. Vamos..., no hagas caso del policía. ¡Podemos despistarle con facilidad!

Y arrastrando al pobre Chatín entre los matorrales, echó a correr, mientras el policía empezaba a trepar lenta y penosamente por la escalera de cuerda.

–Llévame en seguida al lugar donde viste a “Burly” –le dijo Nabé, lleno de impaciencia–. Es posible que todavía ande por allí cerca.

Chatín le acompañó hasta la hondonada... y allí estaba “Burly” con “Miranda” y “Ciclón”. El chimpancé se comportaba de un modo muy peculiar. Hallábase sentado con la cabeza entre las manos, y meciéndose de atrás a adelante, cuchicheando en voz baja.

“Miranda” le acariciaba y “Ciclón” le lamía. Era evidente que el chimpancé se sentía muy desgraciado.

Tenía un aspecto muy curioso con sus calzones rojos, su jersey a rayas rojas... y guantes verdes. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué se comportaba de aquel modo?

“Burly” se levantó de pronto, lanzando un fuerte grito y echó a correr. “Ciclón” fue tras él, así como “Miranda” que chillaba de excitación. Los dos animales comprendían que algo malo le estaba ocurriendo a “Burly”.

El chimpancé corría entre los árboles en dirección al castillo y Nabé le gritó:

–¡Eh, “Burly”, vuelve! ¡Ven inmediatamente con tu amigo Nabé!

Y aquello era lo que Roger había oído desde la habitación del segundo piso, y al asomarse vio a “Burly” corriendo hacia el castillo con los guantes verdes puestos, y tras él a “Ciclón” y “Miranda”, seguidos a cierta distancia por Nabé y Chatín... y por último..., Dios santo..., ¡un policía vestido de uniforme!

No es de extrañar que Roger apenas pudiera dar crédito a sus ojos, pero lo que iba a suceder a continuación sería aún más increíble.

“Burly” llegó junto a la pared del castillo y de un salto se asió al repecho de una ventana. De allí a una cañería que escaló con rapidez y facilidad. Luego pasó a otra ventana y continuó trepando por otra cañería hasta que por último llegó al tejado agarrándose a la espesa hiedra que cubría la pared.

–Mírale –dijo Chatín, asombrado–. ¡Cómo sube! ¡Fue “Burly” el que vi trepar la otra noche! ¡Estoy seguro de que era él!

“Burly” había llegado al tejado y una vez allí fue al lado de la chimenea a la que se asomó para mirar hacia abajo. Luego desapareció introduciéndose por ella.

En la habitación del segundo piso sus tres ocupantes se miraron unos a otros asombrados. Tío Roberto, Roger y Diana habían tratado en vano de ver lo que estaba ocurriendo en el exterior. Perdieron de vista a “Burly” cuando empezó a trepar por la pared... y luego pudieron verle apenas un instante cuando se agarró al repecho de su ventana para continuar su subida. ¿Qué diantre haría el chimpancé?

Oyeron ruido en la chimenea, y Roger se acercó para ver lo que era. Primero fueron apareciendo un par de piernas peludas, y luego “Burly” saltó al suelo parpadeando. Había conseguido bajar con toda facilidad.

Permaneció inmóvil, contemplando a los tres. Diana le dirigió la palabra:

–¡“Burly”! ¿Qué estás haciendo?

¡Ah! Era aquella niña tan simpática que le había regalado un perrito de juguete, y el chimpancé ya no tuvo miedo de aquellas tres personas que le contemplaban fijamente, y decidióse a penetrar en la estancia con su extraña vestimenta.

Tío Roberto retrocedió asustado, pues nunca había visto a “Burly”, y para él era un chimpancé fiero y salvaje, y le horrorizó ver que Diana se acercaba para cogerle de la mano. ¿Y si la mordía?

Pero “Burly” no lo hizo, sino que acarició el brazo de la niña y luego miró en derredor suyo olfateando el aire, antes de dirigirse a los estantes donde estaban los pergaminos amarillentos.

Los tres le contemplaron asombrados. ¿Qué iba a hacer ahora? “Burly” fue olfateando cada montón, y deteniéndose ante uno, extrajo un papel. Olió otro montón de donde también sacó otro pergamino ante la mirada de asombro de tío Roberto.

Roger tocó el brazo de su hermana.

–¡El misterio está resuelto! –le dijo–. Ahora lo comprendo todo. ¿Cómo he podido estar tan ciego?