Capítulo XXVII - Sábado... y lunes

Llegó el día siguiente que era domingo y en el que todo fue paz y quietud tras la excitación del día anterior.

Nabé hizo su aparición por la mañana, acompañado de “Miranda” y al ver a Roger asomado a la ventana, le hizo señas.

–Los otros están en la glorieta; bajo en seguida –le gritó Roger.

Nabé dirigióse a la glorieta donde encontró a Diana, Chatín y “Ciclón”, que le dedicó una calurosa bienvenida.

–¡Vaya! –exclamó Nabé mirando a Diana con asombro–. ¿Es que vas a alguna fiesta? Te veo muy compuesta, y Chatín está limpísimo.

–No, no vamos a ninguna fiesta –replicó la niña sorprendida–. Hoy es domingo y hemos ido a misa, eso es todo. ¿Es que tú no vas nunca?

–No, pero me gustaría –repuso Nabé, que, de ser posible, hubiera deseado hacer todo lo que hiciesen sus amigos–. ¡Hola, Roger!

Roger se acercaba también muy pulcro y aseado.

–Hola, Nabé –le dijo–. ¿Has dejado ya la feria?

–No. Tonnerre no me lo permite hasta que la feria se marche de Rilloby –repuso Nabé–. Pero ahora está mejor..., se le ha pasado el enfado. Me parece que la visita de la policía le dio un buen susto. He venido a ver si teníais alguna otra noticia. ¿Todavía no se ha resuelto el misterio?

–No. Ni creo que llegue a resolverse nunca –replicó Roger–. Es tan sólo un conjunto de cosas imposibles..., cosas que no pueden ocurrir y, sin embargo, ocurrieron..., complicadas con un par de guantes verdes que lo empeoran todo.

–Escuchad –dijo Nabé–. Mañana no podré veros. Vosta tiene el día libre. Dios sabe para qué... y yo tengo que cuidar de los chimpancés. Jun-un se ocupará del tiro de anillas. Vosotros no debéis volver a la feria, por supuesto. Sería como acercar un trapo rojo a un toro si Tonnerre vuelve a veros.

–Bueno, ¿no podrías pasar el día de hoy con nosotros? –le preguntó Diana en seguida–. La feria está cerrada los domingos. ¿Te gustaría quedarte con nosotros?

–Pues, sí, claro que sí –repuso Nabé con ojos brillantes–. Me encanta vuestra casa, pero, ¿no le molestará a vuestra madre? ¿Y a vuestro padre? Hoy pasará el día en casa, ¿no es cierto?

–No les importará si no les molestamos –dijo Diana–. Les gusta que los domingos no armemos alboroto, pero podemos charlar y leer.

–Prestadme otro libro de Shakespeare –replicó Nabé–. ¡Y entonces sí que me estaré quieto!

Los otros se echaron a reír. Les divertía ver a Nabé esforzándose por entender las obras de Shakespeare... por si llegara un día en que encontrase a su padre desconocido que había representado muchas obras de este autor, por si pudiera tener algo en común con él.

–Te dejaré “Hamlet” –le dijo Roger–. Te gustará. Aparece un fantasma estupendo.

La señora Lynton aceptó encantada que Nabé pasara el día con ellos; tío Roberto no tanto, ya que no le hizo mucha gracia ver que otro niño se agregaba al ruidoso trío, y además acompañado de un mono.

–¿Cómo voy a terminar nunca de escribir mis memorias? –se quejó a la señora Lynton–. ¡Por todas partes encuentro niños, perros, gatos y monos!

–Ve a dormir la siesta al despacho, y yo enviaré a los niños a jugar fuera, ya que hace un día tan espléndido –le dijo su sobrina.

–He dicho “mis memorias”, y no “siesta” –replicó tío Roberto con dignidad retirándose al despacho, donde sacando papel, la pluma estilográfica y algunas notas que puso sobre lo mesa, encabezó una página con las palabras “Capítulo quinto”, y luego no tardó en instalarse en una butaca quedándose dormido.

–Ahora no molestéis a vuestro tío-abuelo –advirtió la señora Lynton a los niños–. No permitáis que “Miranda” salte hasta la ventana y le despierte..., ni dejéis ladrar a “Ciclón”... y vigilad para que “Arenque” no entre en el despacho y se suba a sus rodillas.

–Está bien, mamá –repuso Roger–. Y diré a ese tordo tan ruidoso que baje la voz, y echaré todas las abejas del Jardín, y en cuanto a ese ciempiés que vi esta mañana, le...

–¡Vamos, vamos, Roger! –dijo su madre sonriendo–. No seas ridículo. ¡Id a la glorieta y que no se os oiga!

El domingo transcurrió apaciblemente y Nabé disfrutó más que nadie. Para él era un paraíso estar en una casa, con una familia a la que pertenecía aunque sólo fuese por un día, y acompañado de personas que le apreciaban aceptándole como si fuese uno de los suyos.

–Ellos no pueden comprender lo que es no tener a nadie, ni siquiera una casa a la que poder ir siempre..., no, ni siquiera Chatín lo comprende, a pesar de no tener padres. Él no pertenece a esta casa y yo a ningún sitio –pensó Nabé tristemente–. Tal vez si encontrara a mi padre, tendría una casa y viviría con él.

Los niños hablaron mucho de los guantes verdes, Tonnerre, Vosta, el castillo y demás, volviendo una y otra vez al mismo tema. ¡Vaya un misterio!

–¡El Misterio de la Feria de Rilloby! –dijo Diana–. Suena muy bien, ¿no os parece? Pero sería aún más emocionante si pudiéramos resolverlo.

Aquella noche Nabé regresó a la feria de mala gana. “Miranda” lo había pasado tan bien como él.

–Adiós –les dijo–. Os veré el martes..., si puedo venir por aquí. La feria se marcha el miércoles, como sabéis, y yo desde luego no me iré con ella. No quiero trabajar más para Tonnerre.

–¿Qué harás entonces, Nabé? –le preguntó Diana.

–Oh, buscaré trabajo en otra parte –repuso Nabé–. Pero en lo sucesivo os enviaré siempre una postal para deciros dónde estoy. O tal vez consiga encontrar un empleo cerca de aquí y venir durante las vacaciones de verano.

Y se marchó. Los niños fueron a acostarse, sintiéndose muy fatigados.

–Aunque no puedo imaginar por qué –dijo Chatín–. No hemos hecho nada en todo el día..., ni siquiera he llevado a dar un paseo al pobre “Ciclón”.

–Guau –ladró “Ciclón” esperanzado, ¡pero aquella noche no hubo salida!

Al día siguiente tío Roberto anunció que iba a ir al Castillo Marloes para preparar y empaquetar los documentos, para que pudieran ser trasladados a un lugar seguro.

–Iré a eso de las tres –dijo–. Y puesto que Diana siente tanto interés por estos documentos antiguos, celebraré llevarla conmigo. Estoy seguro de que me ayudará.

Diana estaba horrorizada. Tener que pasar horas escuchando áridas disertaciones sobre documentos antiquísimos que ni siquiera podía leer... y sola con tío Roberto. Miró a Roger y Chatín con desaliento.

Ellos la compadecieron. ¡Pobre Diana! ¡Qué horrible! Pero, luego Roger tuvo una idea. Sería interesante volver a aquella habitación... y realizar una detenida inspección. Tal vez pudiera encontrar alguna pista escapada a la policía. De todas maneras, sería divertido ver si había algún lugar por donde pudo haber entrado el ladrón.

–Es posible que exista algún pasadizo secreto –pensó Roger–. ¡No se me había ocurrido!

Y se imaginó golpeando suavemente todas las paredes de la habitación. También podría examinar la chimenea, y, ver si realmente era lo bastante grande como para que pasara Tonnerre.

–Tío Roberto, a mí también me gustaría ir –dijo en tono cortés.

–Y a mí también –dijo Chatín–. Tengo muchas ganas de echar un vistazo a los jardines, tío Roberto. ¿Usted cree que le importaría a lord Marloes?

–Vaya..., ¿de manera que todos queréis acompañarme esta tarde? –dijo sonriente el anciano al verse de pronto tan popular–. Muy bien. Os llevaré. No veo mal alguno en que recorras los jardines, Chatín, si te comportas como es debido.

No dijo nada de “Ciclón”, y Chatín tampoco lo mencionó, pero al oír que su tío iba de nuevo en automóvil, ya no tuvo esperanzas de poder llevar a su perrito.

–Yo prefiero andar, tío Roberto –le dijo–, de manera que si no le importo, iré caminando por el campo y me reuniré con ustedes en la puerta del castillo.

–Desde luego, desde luego –dijo tío Roberto–. ¡Haz lo que gustes! ¡Vamos a pasarlo muy bien todos juntos!

–Tendremos que regresar a tiempo para la cena –dijo Chatín de pronto–. Tenemos merengues.

–¿Cómo lo sabes? –le preguntó Diana.

–La cocinera me lo ha dicho. Ayer no se comió el sombrero de los domingos, por más que se lo supliqué..., de manera que a cambio hoy comeremos merengues en abundancia.

La señora Lynton estaba atónita.

–¿Qué es eso de la cocinera, y del sombrero de los domingos? Oh, Chatín, no habrás estado molestando a la cocinera, ¿verdad? No le habrás dicho que no te gustaba su sombrero.

–¡Tía Susana! Si su sombrero es maravilloso –replicó Chatín, indignado–. Lleva tres rosas un manojo de violetas y cinco claveles. Es fantástico. Todavía no puedo comprender por qué no quiere comérselo.

–Algunas veces pienso que estás loco, Chatín –dijo la señora Lynton–. No sé lo que pensarán de ti tus maestros.

–Oh, lo mismo que tú –le aseguró Chatín alegremente–. No me importa. Me da lo mismo.

–Bueno, ya te he oído bastante, de manera que llévate a “Ciclón” a dar un paseo, o lo que quieras –le dijo la señora Lynton sintiendo que ella también iba a volverse loca si seguía escuchando las tonterías de Chatín.

Aquella tarde llegó el automóvil que debía recoger a tío Roberto, y en el que montaron también Diana y Roger. Chatín se había marchado ya con su perro para esperarles en la entrada.

–Nos aguarda una tarde feliz –dijo tío Roberto, complacido–. Nada me gusta más que revolver documentos antiguos y respirar el aire de siglos pasados. ¡Qué lugar tan apacible es una estancia antigua!

Mas aquella tarde no iba a serlo... sería el lugar más agitado de Rilloby. ¡Pero cómo iba a saberlo tío Roberto!