Diana recogió en seguida el guante escondiéndolo en el bolsillo de su vestido. No supo por qué lo hizo, pero tuvo el presentimiento de que era importante que lo escondiera.
Chatín había conseguido ya salir del recinto de la feria, y “Ciclón” seguía mordiendo los tobillos de Tonnerre, y el gigante le daba puntapiés sin dejar de gritar. Toda la gente de la feria le contemplaba, la mayor parte en silencio.
Nabé se acercó a Roger.
–Marcharos tú y Diana. Salid por la puerta del otro lado del campo. Chatín ya está a salvo... y correrá hasta vuestra casa. No volváis por aquí. Yo dejaré esta feria hoy mismo. Tonnerre está contra mí, y no quiero trabajar más para él. Iré a vuestra casa en cuanto pueda, a contaros lo que haya ocurrido. Anda, daos prisa.
–¿No te ocurrirá nada, Nabé? –le preguntó Diana preocupada mientras su hermano la arrastraba hacia la entrada que Nabé le había señalado.
Nabé hizo un gesto de asentimiento.
–Yo sé cuidarme. Tonnerre habrá tenido mala suerte..., le habrá salido algo mal, y entonces siempre se pone así..., es un sujeto peligroso. ¿Te fijaste en sus manos? ¡Son enormes! ¡Él no pudo ponerse el guante verde!
Diana no tuvo tiempo de contarle lo del otro guante, pues Roger la arrastraba a toda prisa hacia la salida. Lejos del campo se reunieron con el pobre Chatín.
Le encontraron sentado sobre una cerca junto al camino, y a “Ciclón” lamiéndole los tobillos. Estaba bastante pálido y les dirigió una sonrisa triste.
–Hola –les dijo–. De manera que también escapasteis. Caramba... Tonnerre me da un miedo horrible. Me pasaré toda la noche soñando con él.
–Vámonos a casa, de prisa. Tengo algo que enseñaros –dijo la niña.
Emprendieren el regreso juntos, y “Ciclón” volvíase de cuando en cuando para ver si Tonnerre les seguía, pero no era así, claro está. ¡Ahora probablemente estaría riñendo al pobre Nabé!
Diana apenas pudo contenerse. ¡Estaba deseando enseñarles el guante!
–¡Entremos en la glorieta, de prisa! –les dijo–. ¡Vamos, daos prisa!
Los niños le obedecieron y se sentaron, y “Arenque” fue a reunirse con ellos. “Ciclón” le recibió meneando el rabo, pues sentíase tan satisfecho de haber mordido a Tonnerre que ni siquiera tenía ganas de perseguir al gato.
Diana introdujo la mano en su bolsillo y sacó el guante verde ante la sorpresa de los niños.
–¿De dónde lo has sacado? –preguntó Roger–. ¿Es que acaso lo olvidó la policía?
–No..., éste no es el guante que ellos trajeron, ¡sino la pareja! –dijo la niña–. ¿Qué os parece?
Roger se lo arrebató con una gran exclamación:
–¡Por todos los santos! ¿Dónde lo encontraste?
–Yo no lo encontré –repuso Diana–. Fue “Ciclón”. Cuando Tonnerre se llevó a Chatín a su carromato, “Ciclón” le siguió mordiendo y arañando. ¡Y al salir llevaba este guante en la boca! Debió cogerlo del suelo del carro. Es la pareja del otro.
Los dos niños contemplaron el guante, mientras Roger le daba vueltas entre sus manos.
–¿Qué significa esto? –preguntó–. Que yo vea..., quiere decir que aunque Tonnerre sea incapaz de ponérselos, se los presta a alguien que sí le entran..., en otras palabras, ¡se los presta al ladrón!
–Tienes razón –dijo Chatín, que agachándose, acercó el guante al hocico de “Ciclón” que al momento gruñó muy excitado.
–¿Lo veis? Sabe quién es el propietario de este guante... el mismo del que olió esta mañana. Es alguien que está en la feria –concluyó Chatín.
–Entonces será Vosta –replicó su primo–. Esta mañana observé que tiene las manos pequeñas. ¡Te apuesto lo que quieras a que es Vosta!
Diana se “calzó” el guante que le sentaba perfectamente, y adoptó un tono siniestro para decir:
–¡La banda Manos Verdes! ¡Pertenezco a la banda Manos Verdes! ¡Ved mi guante verde!
Tío Roberto se dirigía a la glorieta con un libro, y al oír aquellas palabras pronunciadas con aquella voz tan peculiar, se detuvo alarmado.
¿Quién estaba hablando? ¡Qué voz tan extraña! Y Dios santo, ¿no era acaso una mano con un guante verde lo que asomaba por la puerta de la glorieta?
Lo era. Diana había empezado a danzar cantando en tono lúgubre y haciendo ondular su mano enguantada.
Tío Roberto estaba muy sorprendido y tomó una resolución repentina, penetró en la glorieta esperando ver algo extraordinario.
Pero todo lo que vio fue a los tres niños y a “Ciclón” muy asustado por su inesperada aparición. Diana en seguida escondió la mano tras de su espalda con ánimo de ocultar su guante verde.
–¿Qué significo esto? –les preguntó el anciano irritado–. Diana, ¿de dónde has sacado ese guante? Dímelo en seguida.
Se hizo un silencio sepulcral, y Diana miró a los niños con desesperación.
–Bueno –le dijo su tío-abuelo con voz desagradable–. ¿Me lo dices... o prefieres que se lo diga a tus padres? Diana, estoy seguro de que vosotros ocultáis algo que debiéramos saber nosotros... e incluso la policía.
–Será mejor que se lo digamos –dijo Roger a los otros dos–. De todas maneras, ahora que hemos encontrado el guante, creo que está fuera de nuestro alcance. Está bien, tío Roberto, te contaremos todo lo que sabemos... y que en realidad es bastante.
–Pero antes que nada debes convencerte de que lo que te contó Chatín de la banda Manos Verdes era todo mentira –dijo Diana–. O de otro modo te vas a armar un lío. Ha sido pura casualidad que en este asunto hayan surgido un par de guantes verdes.
–Por favor, empezad a contarme todo lo que sabéis –le dijo tío Roberto con impaciencia, sentándose en el banco de madera de la glorieta–. Y di le a ese perro que deje de rascarse, Chatín. No comprendo por qué ha de empezar a rascarse, a más y mejor, en cuanto me ye. Ahora..., empezad.
Roger se lo fue explicando, y Chatín y Diana iban intercalando detalles que éste olvidaba. Era un relato muy largo y extraordinario, sobre todo cuando llegaron al momento en que Chatín vio a todas aquellas criaturas de ojos brillantes en el barranco la noche anterior. Tío Roberto lanzó un gruñido:
–Hum. Una experiencia alarmante. ¡Espero que te sirva de lección! Tate, tate. ¡Vaya una historia! ¿Y ahora qué me decís de ese guante? Me parece que ese Tonnerre debería ser interrogado por la policía.
A Chatín le pareció una idea magnífica. ¡Ah! ¡Entonces podría vengarse algo de Tonnerre! Sí, desde luego era una idea muy buena.
–Dadme el guante –dijo el anciano dándose importancia–. Y, por favor, entended bien lo que voy a deciros... ahora este asunto está completamente fuera de vuestras manos..., no debéis hacer nada, sólo manteneros apartados de todo esto, para evitaros complicaciones. Esto han de resolverlo las personas mayores, y no los niños.
Pero, cielos, ni tío Roberto, ni el señor ni la señora Lynton, ni tan siquiera la policía, parecían capaces de resolver el misterio de la feria de Rilloby y los robos del castillo.
Tonnerre dijo que no sabía nada de aquel guante verde que alguien debió dejar en su carromato. Nunca lo había visto hasta aquel momento. ¿Por qué iba a tener él un guante verde tan pequeño? ¡Si sus manos eran enormes! No le cabría más que el dedo pulgar.
–¿Entonces se lo prestó usted al ladrón para que se lo pusiera y no dejara huellas? –le preguntó el inspector por vigésima vez. Pero Tonnerre meneó la cabeza ya nervioso.
–¿Qué tengo yo que ver con los ladrones que roban animales disecados? ¡A mí, que los tengo vivos! Le aseguro que no sé nada, nada, nada de este maldito guante verde. “Nada en absoluto.”
De manera que la policía no pudo detenerle, por no poder probar que hubiese dejado los guantes a nadie, o que conociera al ladrón.
Se volvió a su carromato gruñendo como de costumbre, y todos procuraban apartarse de su camino.
Entonces la policía fue a interrogar a Vosta. ¿Qué sabía de los guantes? ¿Eran suyos? ¿Los había usado alguna vez? ¿Sabía trepar por las paredes? ¿Querría hacer el favor de probárselos?
Sí lo hizo... y desde luego eran bastante pequeños para él a pesar de no tener las manos muy grandes.
Los dos chimpancés observaron a los policías cuando entraron en la tienda de Vosta para interrogarle. Parecían muy abatidos, especialmente “Burly”, y permanecían abrazados el uno al otro.
Les interesó ver los guantes, ya que se levantaron para tocarlos.
–Todo lo nuevo les llama la atención –dijo Vosta apartando a los chimpancés–. Id a sentaros los dos. Vigile su pañuelo, inspector, si lleva alguno en el bolsillo, o se lo quitarán. “Hurly”, sobre todo, es un auténtico ladrón.
Los niños reflexionaron.
Fue imposible sacar nada de Vosta que se limitaba a decir que no sabía nada, que no sabía, y que no sabía. No sabía de quién eran los guantes, ni quién era el ladrón, ni nada de nada.
El inspector se guardó los guantes en el bolsillo con gesto de impaciencia, comprendiendo que Tonnerre y Vosta sí sabían algo..., pero él se enfrentaba con un muro infranqueable. No pudo hacer más preguntas, ni pasar adelante.
Se marchó con el detective, y Vosta hizo una mueca a sus espaldas sin perderles de vista hasta que hubieron atravesado el recinto de la feria y salido al campo. Por eso no vio que “Hurly” enseñaba algo a “Burly” y que éste alargaba la mano para cogerlo, ni que los chimpancés escondían su hallazgo debajo de las mantas de su litera.
“Hurly” había introducido su mano en el bolsillo del inspector, cuando éste se volvió para marcharse, quitándole el par de guantes verdes... ¡que ahora estaban escondidos bajo las mantas!
Los guantes excitaron a “Burly”, que quiso ponérselos, pero debía esperar a que Vosta no estuviera allí, de lo contrario se los quitaría. Era cosa de esperar... sabiendo que estaban allí..., debajo de la manta... aquellos bonitos guantes... ¡y se los pondría en cuanto Vosta se marchara!