Roger y Diana volvían a encontrarse perfectamente, y propusieron ir a la feria para ver si también Nabé se encontraba repuesto. ¡Tenían tantísimas cosas que contarle!
–Sí, id a verle –les dijo la señora Lynton–. Un paseo en una mañana tan soleada os sentará bien después de la desagradable indisposición de ayer. Tened cuidado con lo que adquirís en la feria, por favor. Lo mejor sería que no volvierais a comprar nada de comer después de esta molesta experiencia.
Marcharon los tres juntos con “Ciclón”, loco de contento ante la perspectiva de dar un paseo. Iba en cabeza metiendo los hocicos en todos los agujeros que encontraba, husmeando el rastro de los conejos.
Nabé estaba ya bien del todo. Por la noche se encontró muy mal, pero tras acostarse durmió profundamente hasta las diez de la mañana, y le encontraron silbando alegremente mientras limpiaba la barraca donde se hacía lo del tiro de anillas.
–Es sábado –explicó–. Y esos días siempre viene mucha gente, de manera que quiero que todo brille como el oro. Eh, “Miranda”, deja en paz a “Ciclón”. ¡Si le tiras de las orejas, él te tirará del rabo!
Pero eso era precisamente lo que “Ciclón” no podía hacer, porque “Miranda” se había sentado sobre el techo del barracón balanceando su cola, fuera del alcance del pobre “Ciclón”.
–Nabé... ¿has leído el periódico? –le preguntó Roger en seguida.
–No –repuso Nabé sorprendido–. ¿Qué ocurre?... Cáscaras... ¡no querrás decir que se ha cometido un robo... en el castillo! Nos lo perdimos. Por encontrarnos enfermos no pudimos ir a vigilar.
–¡Chisss! –le dijo Diana en tono de advertencia–. Tenemos montones de cosas que contaría, Nabé. ¿No podrías venir con nosotros a un lugar seguro donde nadie pueda oírnos, aunque sólo fuese por una hora?
–Dejad que termine de limpiar mi barraca e iré con vosotros –contestó Nabé excitado–. Sólo tardaré diez minutos. Id a ver a los chimpancés. Esta mañana están bastante tristes.
Y así era. Estaban sentados Juntos, abrazados, uno al otro con aspecto muy abatido.
–¿También han comido bocadillos de salchichas? –preguntó Chatín a Vosta, pero éste parecía enfadado y le contestó en tono seco.
–No seas tonto. Yo nunca les doy esa clase de alimentos. No tienen nada. Tonnerre ha estado con ellos, eso es todo. No pueden soportar sus gritos.
–Ni yo tampoco –replicó Roger llevándose las manos a los oídos al oír las voces de Tonnerre, que por lo visto estaba riñendo a otro... y éste era Jun-un que vino quejándose y con una mano en un lado de su cabeza.
–Me ha pegado por nada –se quejó mostrando a los niños una oreja enrojecida–. Dijo que me había guardado dinero de los paseos en elefante, y no es verdad. Pero lo haré la próxima vez.
–No, no debes hacerlo –le dijo Diana sorprendida.
–¿Por qué no? –preguntó el pobre Jun-un–. Mira, me ha pegado por algo que no hice. Pues bien, lo haré para cobrarme el castigo. Entonces estaremos en paz.
–En paz con él pero no contigo mismo –le dijo Roger–. No hagas nada malo, Jun-un, y así no tendrás que arrepentirte.
Jun-un no estaba muy convencido, pero prometió no hacerlo y se marchó murmurando por lo bajo.
Los niños dejaron al malhumorado Vosta y sus tristes chimpancés, aún abrazados, para ir a ver si Nabé estaba ya preparado, como así era.
Se fueron al carromato que Nabé compartía con otro muchacho.
–Aquí estaremos bien, si hablamos bajo –les dijo Nabé–. Ahora decidme... ¿qué publica el periódico? ¿Qué ha ocurrido?
Habían comprado un periódico por el camino y se lo enseñaron.
–¡Animales disecados! ¿Acaso tienen valor? –le preguntó.
–Éstos no –repuso Roger–. Son los que vimos nosotros en el castillo... estaban comidos por la polilla.
–Y yo los vi anoche en los jardines del castillo donde los dejó el ladrón... y donde los encontró la policía esta mañana –intervino Chatín, y a Nabé casi se le salen los ojos de las órbitas.
–¿Qué? –dijo–. ¿Fuiste tú anoche? ¿Tú solo, para vigilar? ¡Vaya, sí que eres valiente!
Chatín sentíase muy orgulloso, y le contó toda la historia a Nabé, quien le escuchó con el mayor interés.
–Nabé..., ¿tú conoces a alguien que use guantes verdes... y pequeños? –le preguntó Diana–. Sobre todo un acróbata... alguien que pueda trepar por las paredes, saltando de repecho en repecho, y cosas por el estilo...
–¿Usa guantes verdes Tonnerre? –le preguntó Chatín bajando la voz.
–Nunca le vi llevar guantes de ninguna clase. En la feria nadie los lleva –repuso Nabé–. ¡Vaya, se burlarían de ellos!
–¿Hay algún acróbata en la feria que tenga las manos pequeñas? –quiso saber Diana.
Nabé reflexionó.
–Pues, Vosta –dijo al fin–. Es un buen acróbata, como sabéis, aunque aquí se ocupe de amaestrar a los chimpancés. Y tiene las manos pequeñas, casi como las de una mujer.
¡Vosta...! ¿Sería Vosta?
–¿La figura que viste subir por la pared se parecía a Vosta? –preguntó Roger a Chatín, y éste respondió:
–Pues... es difícil asegurarlo, porque no pude verle con claridad. Todo lo que sé es que todos sus movimientos parecían muy seguros –repuso el niño–. Como si estuviera muy acostumbrado a tales ejercicios.
–No pudo ser Vosta –dijo Nabé–. No hubiera sido tan tonto como para robar animales disecados. El que roba los documentos debe conocerlos muy bien, o deben indicarle con todo detalle los que debe llevarse. Vosta no cometería una equivocación semejante. Algo solió mal anoche.
Roger sacó su plano... el que trazara en el castillo.
–No debemos olvidar, que nuevamente el ladrón ha pasado a través de ventanas cerradas –continuó–. El periódico dice que no pudo hacerlo por la puerta, ya que hay instalado un timbre de alarma que suena si se abre alguna durante la noche. Y el timbre no sonó, de manera que no se abrieron las puertas.
Todos se inclinaron sobre el mapa para examinarlo. Era evidente que el ladrón pensaba penetrar por las ventanas, ya que trepó por las paredes exteriores. ¿Pero cómo pudo abrir las ventanas que estaban cerradas por dentro? ¿Y cómo diantre consiguió pasar entre los estrechos barrotes?
–¡Me doy por vencido! –exclamó Roger–. ¡A menos que por casualidad fuese Papá Noel y bajara y por la chimenea! Es una idea... ¿creéis que el ladrón pudo ser Papá Noel? Chatín, ¿se parecía a Papá Noel cuando trepaba por la pared?
–No seas bobo –replicó Chatín–. De todas maneras... me pareció ver una figura en el tejado, junto a la chimenea.
–Según tú, las vistes por todas partes –intervino Diana incrédula–. Lo malo es que contigo nunca se sabe hasta qué punto exageras.
–No creeréis que el ladrón pudo bajar por la chimenea, ¿verdad? –preguntó Roger de pronto–. Quiero decir, hablando en serio. Mirad, en el plano he señalado dónde está la chimenea. En el tejado había sólo una chimenea, y supongo que es porque todas las chimeneas de aquella ala están situadas una debajo de la otra, y el mismo tiro sirve para todas.
–Estas casas antiguas tienen unas chimeneas muy anchas –dijo la niña–. Lo suficiente para que un hombre baje por ellas con toda facilidad.
–Pero el hogar no parecía muy grande –repuso Chatín haciendo memoria–. Yo tal vez hubiera podido bajar por allí..., pero estoy casi segura de que un individuo tan corpulento como Tonnerre no pudo hacerlo.
–Entonces tendremos que descartar la chimenea también –dijo Roger–. Es extraño. Es imposible que nadie haya atravesado las puertas, pues tienen un timbre de alarma... es imposible que nadie haya podido abrir las ventanas desde el exterior... y estabas de acuerdo en que el tiro de la chimenea y el hogar son demasiado pequeños para que pudieran bajar por ahí. Todo esto son imposibles... y no obstante a alguien le fue posible entrar en esa habitación y llevarse, sin que nadie se enterase, casi una docena de animales disecados.
–No pudo llevárselos todos a un tiempo –dijo Chatín–. Eran demasiados. Debió hacer muchos viajes. Supongo que estaría subiendo y bajando constantemente durante la media hora que yo me quedé dormido.
–¡Vaya! Eso no nos lo habías dicho –exclamó Diana.
–No me acordé –repuso Chatín.
Se oyeron pisadas en los escalones del carromato y a los pocos instantes Tonnerre abrió la puerta con aspecto amenazador.
–¡Vaya! ¡De manera que aquí es donde vienes a holgazanear con tus amigos! –rugió–. ¡Y a leer el periódico cuando debieras estar en tu trabajo!
Y arrancando el periódico de las manos de Nabé lo rasgó por la mitad. Chatín empezó a temblar, pues temía realmente a Tonnerre.
–Vuelve a tu quehacer –dijo a Nabé–. ¡Y vosotros, fuera de mi campo! –gritó a los otros–. Menos este muchacho. Ajá, es el que espiaba en mi carromato. Vamos allí y te enseñaré unas cuantas cosas. Anda, pequeño fisgón.
Y se llevó al pobre Chatín antes de que los otros pudieran hacer nada. Roger y Nabé corrieron tras el furioso Tonnerre, pero igual podían haber sido perros ladrando a un toro, porque ni siquiera se fijó en ellos. ¡Estaba realmente iracundo!
Nabé corrió en busca de la vieja Ma.
–Vieja Ma..., ¿podría ir a decir a Tonnerre que dejara a Chatín? Él no ha hecho nada.
–Pero incluso la vieja Ma tenía miedo a Tonnerre aquel día.
–Es un hombre despiadado –dijo mirando cómo arrastraba al pobre Chatín hasta su carromato–. No puedo hacer nada cuando le dan esos arrebatos.
Pero “Ciclón” no temía a nadie que hiciera daño a su querido amo, y corrió tras Tonnerre, ladrando y gruñendo. Arañó sus tobillos mientras subía los peldaños de su carro, le rompió los pantalones al entrar y le mordió las piernas con tal fuerza, que Tonnerre tuvo que saltar a Chatín, lanzando un aullido, para ocuparse del perro.
“Ciclón” se refugió debajo de las literas, y Chatín aprovechó la oportunidad para salir del carromato bajando los escalones de un solo salto.
“Ciclón” estuvo escarbando debajo de la litera, y salió del carromato con algo en la boca que dejó en el suelo antes de volverse a toda velocidad en persecución de Tonnerre.
Diana, que estaba allí cerca, casi petrificada por todo lo que estaba viendo, fue a ver lo que “Ciclón” había dejado en el suelo, y que la produjo el mayor de los asombros.
¡Era un guante verde..., la pareja del que la policía había enseñado a los niños aquella mañana!