Capítulo XXIV - Llega la policía

De pronto comenzaron a suceder un montón de cosas. ¡La primera fue la llegada de la policía!

–¡Vaya..., el inspector Williams se aproxima por el jardín... y le acompaña un hombre vestido de paisano..., me parece que debe ser un detective! –exclamó Roger, excitado.

–¿Por qué vendrán aquí? –dijo Diana, y Chatín empezó a temblar. Cielo santo, ¿habría contado algo tío Roberto de la banda Manos Verdes a la policía? ¡No era posible!

El pobre Chatín fue a encerrarse en el cuarto de los trastos. Estaba completamente seguro de que la policía querría interrogarle acerca de su ridícula historia de las Manos Verdes.

–Nunca volveré a inventar nada, nunca –gemía el pobre Chatín–. Este cuento me ha estado persiguiendo y persiguiendo... y por mucho que digo que yo lo inventé, nadie me creerá ahora que han encontrado un guante verde.

El inspector preguntó por tío Roberto, y fue introducido en el salón, junto con su acompañante.

–¿Es usted don Roberto Lynton? –preguntó el inspector–. He venido a verle por este extraño caso ocurrido en el Castillo Marloes, señor. Lord Marloes nos ha pedido que habláramos con usted. Piensa trasladar todos sus documentos a un lugar más seguro ahora que un ladrón ha demostrado que puede entrar en la habitación donde se guardan. Es un extraño asunto... haberse llevado los animales y dejado todos los documentos. Yo diría que es obra de un loco.

–Sí, es muy extraño, desde luego –convino tío Roberto–. ¿Es que lord Marloes desea que yo haga algo con respecto a esos documentos?

–Sí, señor. Desea saber si usted podría ir al castillo y aconsejar al guardián cómo debe empaquetarlos, en que orden y demás.

–Con mucho gusto –repuso tío Roberto–. Lo haré encantado.

–Hay otra cosa más –dijo el inspector–. Cuando fue usted al otro día con los niños, ¿se fijó usted en dos hombres que habían allí?

–Sí –respondió el anciano–. ¿Por qué?

–Pues verá usted, todo el que visita la colección Marloes tiene que llevar un pase en el que consta su nombre y dirección –dijo el inspector, entregándole tres pases–. Éste es el suyo, señor, con los nombres de los tres niños. Éste es el de otro visitante, un tal profesor Cummings, un sujeto muy encorvado. Y éste otro... a nombre de Alfredo Jaime Smith, con residencia en Thurlow, Crescent, 38, Leeds. Pues bien, hemos comprobado el suyo, desde luego y el del profesor Cummings..., cuyas direcciones son correctas. Pero en el tercer caso...

–¿Acaso era falso? –le preguntó el señor, excitado–. ¿Pero por qué? ¿Y qué relación puede tener un hombre con nombre y dirección falsos que va a mirar los documentos, y otro hombre, seguramente loco, que roba los animales disecados? No tiene sentido.

–Tiene usted razón, es absurdo –convino el inspector mientras su acompañante vestido de paisano asentía con la cabeza–. Pero es posible que exista alguna relación entre ellos, y por eso queremos averiguar todo lo que podamos acerca del individuo que dio un nombre y dirección falsos. ¿Podría usted describirlo exactamente?

–Pues no. Apenas me fijé en él –repuso tío Roberto–. Pero, ¿por qué no se lo preguntan a los niños? Los tres son muy listos, y podrán darle una descripción completa.

–Buena idea. ¿Puede usted avisarles? –le pidió el inspector, y el anciano se levantó para ir en su busca, y una vez fuera de la habitación, gritó:

–¡Roger! La policía quiere hablar con vosotros tres. Haced el favor de bajar.

Roger estaba muy excitado. ¿Qué ocurriría? Y fue a avisar a su hermana.

–¿Dónde está Chatín? ¡Chatín, contesta, “Chatín”! ¿Dónde estás? La policía quiere hablar contigo.

A Chatín le dio un vuelco el corazón. ¿Qué le ocurriría ahora? Tío Roberto debía haberle descubierto..., debía haber repetido todo lo de la banda Manos Verdes a la policía. Tuvo la impresión de que a la sazón no le era posible moverse.

–¡“Chatín”! ¿Dónde estás? –gritó Roger, abriendo la puerta del cuarto trasero–. ¿Cielos, qué haces aquí solo con “Ciclón”? ¿Es que no oías que te llamaba? Baja en seguida. La policía quiere hablar con nosotros.

Chatín empezó a bajar la escalera temblando de pies a cabeza, y Roger y Diana muy emocionados.

–Buenos días, pequeños –les dijo el inspector con una sonrisa muy simpática–. Quisiera hablar con vosotros. ¿Alguno se fijó en dos hombres que estuvieron en el Castillo Marloes al mismo tiempo que vosotros viendo los animales y documentos?

Chatín se animó un poco. Tal vez la policía no había ido en su busca..., quizá tío Roberto no le hubiera traicionado...

Roger asintió.

–Sí, les recuerdo bastante bien. Uno era muy viejo y encorvado..., tanto que ni pude verle el rostro.

–¡Y el otro tan peludo que tampoco podía vérsele la cara! –exclamó Diana.

El hombre vestido de paisano que había estado escribiendo en un librito de notas alzó la cabeza al oír aquellas palabras.

–¿Tan peludo era? –preguntó.

–Pues sí –repuso Diana–, tenía una cabellera muy espesa, cejas muy pobladas, un gran bigote y barba. ¡No podría decirle cómo era porque todo era pelo!

–¿Era corpulento? –preguntó el detective.

–Sí –continuó Diana–, un hombre muy corpulento. ¿Por qué, acaso le conoce?

El detective estaba volviendo algunas hojas de su libreta.

–Tu descripción concuerda con un hombre que sabemos suele visitar las colecciones de documentos antiguos, algunos de los cuales fueron robados últimamente –explicó–. La verdad es que coincide exactamente.

Los niños guardaron silencio.

–¿Entonces usted cree que ése es el hombre que robó los otros documentos... y los animales disecados del Castillo Marloes? –preguntó Roger al fin–. ¿Para qué quiso llevarse esos animales apolillados?

–¡Cualquiera sabe! –repuso el detective–. Ahora dime... ¿reconocerías exactamente a ese hombre si volvieras a verle?

–Sí..., si sigue conservando el pelo –contestó Roger–. ¡Pero creo que mucha parte de sus cabellos eran falsos!

–Probablemente tendrás razón –repuso el inspector–. ¿Y... no le visteis las manos... por casualidad?

Los tres niños se esforzaron por recordar.

–Yo le vi utilizar una lupa para examinar los documentos –dijo Roger–. Y que yo recuerde sus manos eran corrientes... No observé que fueran muy peludas... ahora que lo pienso... como tal vez debieran haberlo sido tratándose de un hombre tan velludo. Tío Roberto tiene gran cantidad de vello... incluso en las manos... mire.

Todos miraron las manos de tío Roberto, que sintiéndose muy violento, las introdujo en sus bolsillos en cuanto le fue posible.

–¿Os parece que ese hombre pudo “calzar” este guante? –dijo el inspector, que extrajo un guante verde de su bolsillo con la misma facilidad que un prestidigitador saca un conejo de su sombrero.

Tío Roberto lo miró y luego volvió la vista hacia Chatín que casi podía “leer” sus pensamientos. ¡La, banda Manos Verdes!, pero no dijo nada.

Los niños contemplaron el guante, e incluso “Ciclón” fue acercándose para olerlo y luego comenzó a gruñir, muy excitado.

–¡Vaya... él sabe de quién es ese guante! –exclamó Chatín asombrado–. Eso es lo que hace siempre que se le enseña algo que huele a alguna persona que conoce.

–¡Ajá... ahora sí que podemos llegar a alguna parte! –dijo el detective levantándose de pronto–. ¿Estás seguro de que el perro sabe de quién es ese guante? ¿Completamente seguro? Entonces las cosas se simplifican bastante. El propietario de ese guante tiene que ser alguien que vosotros conozcáis.

–¡Troncho! –exclamó Roger pensando inmediatamente en Tonnerre. Volvió a examinar el guante, que era muy pequeño y fabricado con la piel más suave que podáis imaginar. No... no era posible que fuese de Tonnerre... puesto que tenía las manos muy grandes... ¿o no? Tal vez no lo fueran... y Roger también creíalo así por ser Tonnerre tan enorme y, por consiguiente, parecía lógico que sus manos también lo fuesen.

Chatín cogió el guante para examinarlo, y “Ciclón” de pie sobre sus patas posteriores continuó olfateándolo y gruñendo. Si pudiera hablar... ¿qué nombre diría?

–¿De quién es ese guante, “Ciclón”? –le preguntó su amo Chatín.

–¡Guau! –ladró el perro en el acto, y el detective cogió el guante de manos de Chatín para entregárselo al inspector. No quería que “Ciclón” devorara su mejor pista.

–No habéis contestado a mi pregunta –continuó el inspector guardándose el guante–. Os he preguntado si creéis que el hombre velludo pudo haber llevado un guante tan pequeño como éste.

Los niños reflexionaron.

–Sí, es posible –repuso Roger.

–No lo recuerdo –dijo Diana.

–Es imposible –fue la respuesta de Chatín.

–¡Um... vaya una ayuda! –dijo el inspector con una carcajada–. Bueno, gracias, pequeños. Eso es todo lo que quería preguntaros. Tened los ojos bien abiertos por si veis al hombre velludo, ¿lo haréis? Es posible que pudiera contarnos algunas cosas un tanto interesantes si le encontrásemos.

Chatín se marchó dirigiendo una mirada de agradecimiento a tío Roberto.

“Ciclón” salió tras de los niños y Roger se detuvo para acariciarle.

–De manera que tú sabes quién es el propietario del guante verde –le dijo–. ¿Quién se pondría ese guante para no dejar huellas, “Ciclón”? ¿Y dónde está la pareja? ¿No podrías encontrarla? ¿No puedes decirnos nada?

–¡Guau, guau! –ladró “Ciclón”, alegremente disfrutando con aquella conversación, y saltando alrededor de Roger muy excitado.

–Ese hombre velludo da que sospechar, es muy extraño –dijo la niña–. ¿Qué estaba haciendo allí aquel día, si es que era el ladrón? ¿Mirar si había algún documento que valiese la pena robar... o qué?

–Sólo Dios lo sabe –repuso su hermano–. Esto es un lío... el hombre velludo... el guante verde... los animales robados... y “Ciclón” es el único que sabe quién es. ¡Es muy, muy extraño!