Roger y Diana seguían un poco débiles debido a su indisposición del día anterior y no les satisfizo mucho que les despertaran tan temprano, pero pronto aguzaron el oído para escuchar la historia de labios de Chatín.
Claro que él exageró, como de costumbre, lo cual fue una lástima. Les contó cómo había logrado subir al muro, cómo había esperado sin “Ciclón”, y que de pronto había visto una figura negra trepando por la pared.
–Subía y subía –dijo Chatín–, saltando de repecho en repecho, agarrándose a la hiedra, utilizando las cañerías..., troncho, debierais haberlo visto. ¡Igual que un gran acróbata!
–¿Era Tonnerre? –preguntó Roger, excitado.
–Es posible –replicó Chatín–. Estaba demasiado lejos para verle bien. Y había otra figura al pie de la pared..., y otra en el tejado.
¡Cuando hubo concluido parecía que el castillo y los jardines estaban atestados de ladrones! Roger empezó a mirarle con desconfianza, pues conocía muy bien la costumbre de Chatín de exagerar las cosas.
–¡Aguarda un momento! –continuó Chatín, divirtiéndose a más no poder–. Vi además otra cosa. Los dos lo vimos, “Ciclón” también y se asustó de verdad.
–Apuesto a que tú también –intervino Diana.
–¡No tuve ni pizca de miedo! –recuso Chatín mintiendo y olvidándose por completo del terror pasado–. Escuchad. Bien, llegué a una especie de barranco pequeño... ¡y allá nos esperaban toda clase de cosas con ojos llameantes!
Hubo un silencio.
–¿Qué clase de cosas? –preguntó Diana por fin–. ¿Gatos?
–Claro que no –replicó su primo, enfadado–. No bromees con estas cosas. Era algo aterrador..., por lo menos lo hubiera sido para ti. En realidad no sé a quiénes pertenecían aquellos ojos..., estaba demasiado oscuro para poder ver..., pero de todas maneras..., todas aquellas criaturas me estaban esperando a mí. Fue horrible.
–Y yo supongo que hiciste lo que hubiera hecho cualquier persona sensata..., dar media vuelta y echar a correr... –dijo Roger.
–Bueno..., no me esperé mucho rato –admitió Chatín–. Vosotros tampoco lo habríais hecho.
–¡Puedes apostarlo! –exclamó Roger–. ¿Y qué hicieron? ¿Aullar? ¿Gruñir? ¿Gritar?
–Oh..., una especie de mezcla de todo eso –dijo Chatín, volviendo a exagerar–. Y uno de ellos dio un paso adelante como si viniera a por mí y “Ciclón”.
Roger y Diana no pudieron evitar que todo aquello les impresionara.
–¿Podríais llevarnos a ver ese barranco? –le preguntó Roger.
–De día sí –replicó Chatín con presteza–. Iremos esta mañana.
Pero no lo hicieron. Cuando Chatín bajó a desayunar, tarde como de costumbre, aunque no le riñeron por ofrecerse a subirles el desayuno a sus primos, encontró a todo el mundo interesado por una noticia que aparecía en el diario de la mañana.
–¿Qué ocurre? –preguntó Chatín, adivinándolo en el acto. Claro..., ¡el robo! ¡Debía publicarlo el periódico!
Y así decían los grandes titulares:
EXTRAÑO ROBO OCURRIDO ANOCHE EN EL CASTILLO MARLOES.
SE LLEVARON A LOS ANIMALES DISECADOS QUE ABANDONARON EN LOS JARDINES.
¿ES OBRA DE UN LOCO?
¿CÓMO CONSIGUIÓ ENTRAR A TRAVÉS DE LAS VENTANAS ENREJADAS Y LAS PUERTAS CERRADAS CON LLAVE?
Chatín miró por encima de los hombros de los mayores y leyó la noticia. Allí venía todo. Alguien había penetrado misteriosamente en aquella estancia para llevarse... Dios mío, qué extraño..., todos los animales disecados, ¡pero al parecer nada más!
Chatín sintió que enrojecía. Caramba... aquellos ojos brillantes... debían ser los de los animales disecados que el ladrón había arrojado a aquella pequeña hondonada. ¿Por qué habría dicho que aquellas criaturas gritaron y se movieron? ¡Oh, cómo iban a reírse de él cuando supieran lo ocurrido!
Chatín desayunó muy sobriamente y sin decir una palabra de lo que sabía. Dejó que lo discutieran los mayores preguntándose qué podría decir a Roger y Diana para justificarse. ¿Por qué habrían robado aquellos animales sin valor? Estaba muy intrigado. ¿Por qué el ladrón no se llevó los valiosos documentos? No tenía sentido. ¿Acaso era realmente un loco? ¡En ese caso debía ser otro ladrón distinto del que robaba papeles antiguos!
¿Y de todas formas, cómo pudo entrar allí aunque estuviera loco? Chatín le había visto trepar por la pared..., pero según el periódico, las ventanas seguían cerradas y los barrotes intactos.
Tío Roberto lanzando de pronto una exclamación en alta voz, hizo que todos los que allí se encontraban, se sobresaltaran.
–Escuchad esto, viene en las noticias de última hora. Han encontrado una pista.
–¿Qué? –preguntaron a un tiempo la señora Lynton y Chatín.
Tío Roberto, dejando el periódico, dijo con una entonación muy peculiar:
–La pista que han encontrado en los jardines, es... ¡un “guante verde”!
Y se quedó mirando fijamente a Chatín que se puso muy pálido. Cáscaras..., qué extraordinario. ¿Por qué habría inventado aquella historia absurda de la banda Manos Verdes? Aquello le perseguiría durante el resto de sus días.
–Yo creo –dijo tío Roberto en tono pomposo–. No sé por qué me parece que esto debe ser obra de la banda Manos Verdes. ¿Qué opinas tú, Chatín?
El señor y la señora Lynton miraron muy sorprendidos a tío Roberto, y Chatín, que se había atragantado con el último pedazo de tostada, se puso en pie.
–Yo..., yo no sé nada de la banda Manos Verdes –le dijo–. Nada en absoluto. Tía Susana, ahora iré a subir el desayuno a Roger y Diana.
Cuando Chatín se hubo marchado, el señor Lynton volvióse a tío Roberto.
–¿Qué es todo esto? –le preguntó–. Parece cosa de película de intriga... ¡“La banda de los Manos Verdes”! ¡Es absurdo!
–Ha llegado el momento de contarle lo que sé –le dijo el anciano en tono solemne–. Y no es mucho. Estos días no quise hacer caso por considerarlo una tonta invención de Chatín..., pero ahora que han encontrado un guante verde, es distinto.
Y a continuación les contó el cuento fantástico que Chatín le estuvo refiriendo en el tren acerca de la banda que le perseguía por haberse entrometido en su complot; su huida, y cómo le había dicho que la llamaban banda Manos Verdes, porque siempre llevaban guantes de ese color, iba a operar en Ricklesham..., para robar unos documentos valiosos.
–Y el caso es que ocurrió así –continuó tío Roberto–. ¡Y ahora se ha cometido otro robo... y han encontrado un guante verde!
–Chatín te ha estado tomando el pelo, tío Roberto –le dijo la señora Lynton para tranquilizarle–. Es un niño muy travieso. Tendré que reprenderle por todo lo que ha dicho.
–Sí..., ¡pero el guante verde! –exclamó el anciano–. Eso no puede haberlo inventado. Han encontrado realmente un guante verde.
–Coincidencia..., pura casualidad –replicó el señor Lynton en tono impaciente–. Chatín no sabe nada. Necesita una buena azotaina y yo me cuidaré de que la tenga cuanto antes.
–No, no..., no lo hagas –le dijo tío Roberto, alarmado–. Yo creo que Chatín sabe algo. Dale una oportunidad, Ricardo. Yo no le hubiera descubierto de haber sabido que ibas a pegarle.
–Oh, hace tiempo que lo merece –dijo el señor Lynton recogiendo sus cartas–. Puedes decirle de mi parte que va a recibir una azotaina..., a menos, claro está, que sepa realmente algo y pueda presentar un miembro de esa maravillosa banda que lleva guantes verdes.
Y dicho esto, se marchó. Tío Roberto suspirando pensó que se estaba complicando en muchas cosas. Dios mío..., Dios mío..., pensar que se había cometido un robo en el Castillo Marloes..., sin que se llevaran ninguno de los preciosos documentos..., sólo animales disecados. ¡Era extraordinario!
Chatín penetró de puntillas en la habitación cuando tío Roberto se hubo quedado solo.
–¿Qué le dijo usted? –le preguntó–. Tío Roberto está furioso. Lo sé por la manera en que ha cerrado la puerta de la calle.
–Hijo mío, le dije lo que tú me contaste... y no sólo no ha querido creerlo..., a pesar de los guantes verdes –le dijo el anciano con toda solemnidad–, sino que tu tío, siento decírtelo, va a darte unos buenos azotes, a menos que... Eh... consigas presentar a uno de los ladrones que usan los guantes verdes.
–No debiera haberme descubierto –dijo el pobre niño sintiendo compasión de sí mismo–. Encima de que anoche me torcí el tobillo, y me pelé las rodillas..., mire..., ahora me pegarán. Esto no es justo. ¡Sobre todo cuando yo sé más que nadie acerca de este robo!
–¿Sí? –exclamó tío Roberto, sorprendido–. ¿O será otro de tus cuentos? –preguntó con recelo–. Cuéntame.
–No pienso decir una palabra ni a usted ni a nadie –le replicó Chatín, casi llorando–. ¡Chivándose de esa manera! Y haciendo que me peguen..., no es justo. ¡Ojalá existiera la banda Manos Verdes..., la lanzaría contra todos los de esta casa... y encima me alegraría!
Y se marchó cerrando la puerta de golpe. Tío Roberto estaba nervioso y preocupado... y también muy confundido. ¿Qué es lo que debía creer? ¡Vaya, vaya, Chatín era un niño extraordinario, pero en el que no se podía confiar!