Chatín apenas pudo contenerse durante todo el día. Estuvo silbando, cantando, y tan ruidoso e inquieto que casi vuelve loco a tío Roberto. En todas partes oía a Chatín haciendo ruido. ¿Qué le ocurría al niño aquél?
Por fin llegó la noche, y ante la sorpresa de la señora Lynton, Chatín no tuvo apetito a la hora de la cena. Ni tampoco Diana. Roger comió como de costumbre, ya que no era tan excitable como los otros dos.
–¿Te encuentras bien, Chatín? –le preguntó la señora Lynton, preocupada al ver que rehusaba que le sirviera por segunda vez–. ¿Y tú, Diana?
–Estoy bien –repuso la niña, y su tía, viendo sus rojas mejillas y sus ojos brillantes, dejó de tener dudas con respecto a su salud.
–Supongo que habrás vuelto a abusar de los caramelos y helados –le dijo–. Bueno, si sigues haciendo eso me lo pensaré dos veces antes de prepararte una buena cena.
Fueron a acostarse a la hora de costumbre, pero no se desnudaron. Roger se quedó dormido y tuvieron que despertarle a las diez y media.
–¿Se han acostado ya los papas? –susurró Roger.
–Sí. Gracias a Dios, se retiraron temprano. No hay ninguna luz encendida, excepto la de la habitación de tío Roberto –dijo Diana–. Supongo que estará leyendo en la cama.
Bajaron la escalera de puntillas, advirtiéndose unos a otros para no tropezar con “Arenque”, pero el gato había salido aquella noche por cuestiones personales. “Ciclón” bajó tras ellos meneando el rabo. ¿Qué estarían tramando?
Salieron al jardín, bañado por la luna, y luego emprendieron el camino a través de los campos hacia el Castillo Marloes. Había un atajo por donde se llegaba muy pronto.
Al llegar ante la gran verja de hierro se ocultaron tras el seto y Diana lanzó un ligero grito de alarma.
–¡Cállate, tonta! –le dijo su hermano en voz baja, y Diana se apartó de su lado temblando.
–¡Ya hay alguien allí! –dijo la niña–. ¡Oh, Roger!
Y así era, en efecto, mas se trataba únicamente de Nabé y “Miranda”, que habían llegado primero, y casualmente escogieron para esconderse el mismo sitio que Diana. El muchacho salió muy sonriente.
–Siento haberte asustado. Diana. Tú también me diste un buen susto. Has llegado tan silenciosamente que no te oí, y me llevé un susto terrible cuando me empujaste detrás del seto.
–¿Has visto algo, o alguien? –le preguntó interesado Roger.
–Nada –replicó Nabé–. Vamos. Buscaremos un sitio por donde saltar la tapia. He traído una escala de cuerda rústica y unos cuantos sacos gruesos. Vosotros, Roger y Chatín, llevad los sacos, y yo llevaré la escalera.
Llevando a “Miranda” encima del hombro, y “Ciclón” pegado a sus talones. Nabé abrió la marcha, siguiendo las sombras del seto. Al fin llegaron a un lugar donde el muro torcía, y los espigones no parecían tan espesos.
–Por aquí nos irá bien –dijo Nabé en voz baja–. Chatín, ¿tú crees que gruñirá “Ciclón” para avisarnos si viniera alguien?
–Sí, desde luego –replicó Chatín–. “Ciclón”, ¿has oído? Estás de guardia. ¡De guardia!
–Buf –replicó el perro comprendiendo en el acto, y sentándose en actitud de alerta.
Los cuatro niños comenzaron a trabajar en firme; Nabé arrojó la escala de cuerda a ciegas para engancharla en los espigones, pero la primera vez volvió a caer. La segunda los salientes del hierro engancharon uno de los travesaños y Nabé tiró con fuerza para ver si aguantaba, como así era, y por ella subió como un gato mientras sus pies rozaban apenas los travesaños de madera.
–Tiradme los sacos –les susurró, y Roger y Chatín se los fueron arrojando uno a uno.
Nabé los fue colocando bien doblados encima de un sector de los espigones puntiagudos, y luego, sentándose encima de los sacos fue subiendo la escala de cuerda hasta que tuvo el trozo suficiente para dejar caer la mitad al otro lado del muro que daba al interior del jardín.
“¡Qué listo es! –pensó Roger con admiración–. Una escalera para subir... y otra para bajar por el otro lado... y un montón de sacos en medio para no hacerse daño con los espigones. A mí nunca se me hubieran ocurrido tantas cosas.”
–Subid –les susurró Nabé.
Diana subió la primera y Nabé la ayudó a pasar por encima de los sacos y a bajar por el otro lado. Luego siguió Roger, y por último Chatín llevando en brazos a “Ciclón” con bastante dificultad, hasta qué le ayudó Nabé.
–No era conveniente dejarle al otro lado del muro –musitó Chatín–. Hubiera empezado a ladrar. Troncho, “Ciclón”, eres muy pesado. ¡Eh..., que te caes! Oíd, se ha caído al otro lado. ¡Se romperá las patas!
Se oyó un golpe y un aullido y luego Diana dijo. en voz baja:
–Está bien. No se ha hecho daño. ¡Es como “Arenque”, que siempre cae de pie!
Nabé retiró la escalera para que nadie pudiera subir por el lado de fuera. El lugar que había escogido para trepar el muro estaba protegido por las sombras y nadie podría distinguir el montón de sacos desde el camino. Nabé bajó para reunirse con los otros.
–¿Dónde nos esconderemos? –preguntó Roger, muy excitado.
Nabé tardó unos instantes en responder.
–Ahí están las ventanas enrejadas –susurró–. Lleguémonos a ese grupo de árboles. Desde allí podremos vigilar fácilmente las ventanas.
Pasaron de árbol en árbol y de arbusto en arbusto hasta llegar al grupo escogido por Nabé. Desde allí se divisaban perfectamente las ventanas protegidas por barrotes. Ahora, si algún ladrón entraba desde el exterior no podrían dejar de verle.
Encontraron un lugar seco debajo de un arbusto y allí se congregaron apartando las ramas para tener una buena visión de las ventanas. Desde algún lugar cercano el reloj de un campanario comenzó a dar las horas... que sonaban claramente en aquella hora de luna.
–Una, dos, tres –contó Chatín por lo bajo–. ¡Es medianoche! Debemos vigilar. Échate, “Ciclón”. ¡No quiero ni oírte respirar! En guardia, camarada. ¡En guardia!
No se oía el menor ruido. Luego empezó a cantar un ruiseñor, pero no por mucho tiempo..., probó unas notas y se detuvo. Hasta dentro de una o dos semanas no cantaría durante toda la noche.
Ni siquiera oyeron a los búhos. Los niños observaron el lento caminar de la Luna en el cielo, aguardando pacientemente. “Ciclón” escuchaba con las orejas todo lo enhiestas posible. Diana siempre pensaba que oiría mucho mejor si no tuviera los oídos cubiertos por aquellas enormes orejas gachas, pero con o sin ellas, oía cinco veces más que ellos.
El reloj de la iglesia dio el cuarto, y la media. Chatín bostezó y Diana empezó a sentir frío. “Miranda” refugióse en el interior de la camisa de Nabé y se dispuso a dormir.
El reloj dio los tres cuartos sin que se oyera nada. Aquella noche ni siquiera soplaba la más leve brisa, ni vieron ninguna rata o conejo.
–Oíd..., yo no creo que el ladrón venga esta noche –susurró Nabé–. Es mucho más de medianoche. No es posible que roben hoy. Ser mejor que nos marchemos a nuestra casa.
¡Nadie puso inconvenientes! Tenían frío y estaban cansados. La excitación había desaparecido y todos pensaban con ansia en sus tibios lechos. “Ciclón” lanzó un suspiro de alivio al verles emprender el regreso.
–Vámonos, pues –dijo Diana, agradecida–. Por esta noche ya es bastante. Mañana por la noche volveremos a probar.
Se dirigieron a la pared, sin apartarse de las sombras por si hubiera alguien por allí.
Una vez en lo alto del muro descendieron por el otro lado. Nabé sentóse encima de los sacos y desenganchó la escala, que arrojó a Roger.
–Tenemos que dejar los sacos aquí, y espero que nadie los vea –dijo antes de saltar al suelo, aterrizando sobre sus rodillas y manos y levantándose ileso.
–¿No crees que los sacos los verán desde el camino? –le preguntó Diana, preocupada.
–No. Esta parte del muro está oculta por los árboles, y al menos que alguien pasara de día precisamente por aquí debajo, y mirando hacia arriba, no creo que nadie se fijara en ellos –repuso Nabé–. Esconderemos la escalera en ese arbusto. Así nos ahorraremos el tener que llevarla y traerla de nuevo.
Regresaron en silencio y decepcionados. Al llegar a la bifurcación se despidieron y Nabé tomó un camino y ellos otro..., el atajo a campo traviesa.
–Que haya más suerte la próxima vez –dijo Roger a su hermana al darle las buenas noches–. Troncho, qué sueño tengo.
A la mañana siguiente todos durmieron más de lo acostumbrado, y la señora Lynton les dijo que aquella noche tendrían que acostarse una hora antes.
Pero, oh, desgracia, cuando llegó la noche, Nabé, Roger y Diana se pusieron enfermos. Diana y los dos niños habían ido a ver a Nabé a la feria de Rilloby, y Roger compró unos bocadillos de salchicha que Chatín se negó a comer, diciendo que prefería los de tomate.
¡Y puesto que fue el único que no se sintió enfermo, todos echaron la culpa a los bocadillos de salchicha! Nabé dejé a Jun-un al cuidado del tiro de anillas y se fue a acostar al carromato que compartía con otro, sintiéndose realmente enfermo. Roger y Diana regresaron a su casa como pudieron, y quedaron en el recibidor gimiendo de dolor.
Chatín corrió a avisar a la señora Lynton.
–Han sido los bocadillos de salchicha –le explicó–. Debían estar en males condiciones. Se encuentran muy mal.
Y así era, pobrecillos. La señora Lynton les acostó, y cuando Chatín entró a ver a Roger, le asustó su aspecto.
–Oh..., escucha..., ¿y qué haremos esta noche? –le preguntó en un susurro–. ¿Podrás salir a vigilar?
Chatín lanzó un gemido.
–Claro que no. No creo que pueda volver a levantarme nunca con lo mal que me encuentro.
Diana ni siquiera le contestó cuando fue a preguntárselo. Estaba realmente enferma, y Chatín salió de puntillas de su dormitorio seguido de “Ciclón”, y en la escalera tropezó con “Arenque”.
–Oh, Chatín..., no hagas eso –le dijo la señora Lynton enfadada mirándole desde el recibidor–. ¿Es que no puedes estarte quieto ni siquiera cuando hay enfermos?
–¡Vaya..., me gusta! –replicó el niño, indignado–. ¿Cómo iba a saber que “Arenque” me estaba esperando para hacerme caer? Es a él a quien debe reñir y no a mí.
–Vamos, Chatín, no me hables así –empezó a decirle la señora Lynton yendo hacia él, pero el pequeño salió corriendo.
¿Qué hacer aquella noche? Alguien debía vigilar, ¿no? Bueno..., ¡pues montaría la guardia él solo!