Los otros contemplaron con envidia cómo la vieja Ma colocaba un enorme plato de comida para Chatín.
–Mirad eso –dijo Nabé sorprendido y celoso–. Nunca vi a la vieja Ma tan generoso. ¿Cómo se las arregla Chatín? La vieja Ma le da de comer, la cocinera le prepara merengues, y...
–Es sólo cuestión de cara dura –repuso Roger–. Troncho, mirad, está poniendo otro plato para “Ciclón”. ¡Y qué mirada más fiera tienen esos mastines que están ahí sentados observando!
Chatín se acercó al fin al grupo de sus compañeros con aspecto satisfecho, y “Ciclón” aún más que satisfecho. Estaba hinchado y de pronto le dio un ataque de hipo.
–Basta –le dijo su amo con severidad–. El tener hipo significa que uno ha comido demasiado. ¡No te descubras de esa manera, “Ciclón”!
El perro volvió a hipar pareciendo muy sorprendido. Los estornudos y el hipo siempre le sorprendían. Eran cosas tan repentinas que no acababa de comprenderlas. Sentóse en el suelo y empezó a cabecear. ¡Qué agradable era tener el estómago lleno!
De pronto le dio hipo también a Chatín, y se apartó para disimularlo molesto por las risas y comentarios de los demás. Fue a comprar unos caramelos para “Hurly” y “Burly”, que veía paseando con Vosta cogidos de la mano. Les encantaba pasear así, como si fueran niños y mucha gente se acercaba a contemplarlos.
Vosta les llevó hasta el barracón de tiro de anillas, y “Miranda” parloteando les mostró las que llevaba colgadas de su brazo izquierdo para entregarlas a los clientes. “Hurly” alargó la mano para que le dieran algunas.
–No, tú no –le dijo Nabé.
–¿Por qué no? –preguntó Roger.
–Pues porque acierta todas las veces –replicó Nabé–. Nunca falla, y luego arma un alboroto para recoger las cosas que ha ganado. Es muy lisio.
–¡Oh, deja que lo veamos! –suplicó Diana, y Chatín se acercó para reunirse de nuevo con ellos llevando un puñado de caramelos baratos para los chimpancés, y algunos mejores para él y sus amigos.
–Vamos, déjale tirar –dijo Chatín–. Yo pagaré por él.
–Le dejaré tirar gratis –repuso Nabé–. Pero no le deje coger las cosas que gane como hizo la última vez, señor Vosta. Me aplastó un reloj.
“Hurly” arrojó una anilla que cayó precisamente encima de una muñeca. Empezó a parlotear excitado y todos le aplaudieron. Tiró otra que alcanzó un bonito jarro de color verde. La tercera rodeó un paquete de cigarrillos sin tocarlo siquiera. Realmente era muy buen tirador.
“Miranda” iba recogiendo las anillas y colgándolas de su brazo, y luego alargó la mano para que “Hurly” le entregara la correspondiente moneda.
–No insistas. Él no paga –le dijo Nabé–. Ni tampoco recibirá los premios conseguidos. ¡Quita las manos de ahí, “Hurly”!
“Hurly” estaba ansioso por coger las cosas que había ganado, y Chatín se compadeció de él. Le pareció una vergüenza que tirando tan bien no le dieran premio, y se acordó de los caramelos que comprara.
Introdujo la mano en su bolsillo para sacarlos... pero, ¡no estaban allí, naturalmente!
–¡“Hurly!” Has cogido los caramelos que compré para ti –exclamó tirando del brazo peludo del chimpancé. “Hurly” apresuróse a rodearle con él, abrazándole cariñosamente.
–No. Eres un ladrón –le dijo Chatín con aire severo–. ¡Señor Vosta, le había comprado unas golosinas y han desaparecido!
–“Hurly”, enseña tus bolsillos –le ordenó el señor Vosta. “Hurly” volvió del revés uno de sus bolsillos y allí estaba la bolsa de caramelos.
–¡Malo! ¡Malísimo! –exclamó Vosta pegándole con fuerza–. ¡No tirarás más anillas! ¡Ni comerás más dulces!
–Guárdelos usted y más tarde se los da a “Hurly” y “Burly” –dijo Chatín–. Los compré para ellos. Oiga, ¿no quiere dejar que “Burly” tire también?
–Sí, pero se pone frenético en seguida y empieza a tirar las anillas a todo el mundo –explicó Vosta–. Así que no le animo a que empiece. Vamos, “Hurly” y “Burly”. Iremos a ver al señor Tonnerre y a sus elefantes para darles las buenas noches.
Los dos chimpancés adoraban a los elefantes y siempre estaban deseando verlos, y Chatín quedó entusiasmado al ver cómo uno de los proboscídeos cogía a “Burly” con su trompa y lo sentaba encima de su gran cabeza donde el mono empezó a columpiarse chillando excitado.
–Ojalá yo formara parte de la feria –dijo Chatín con envidia–. Diantre, lo que me gustaría tener un par de chimpancés como éstos... tendría además una serie de monos... algunos elefantes... y no me importaría tener también un par de osos.
–Creo que ya va siendo hora de volver a casa –dijo Roger consultando su reloj–. Supongo que esta noche no podrás acompañarnos, ¿verdad, Nabé?
–Me gustaría –repuso el muchacho–, pero no hay nadie que pueda encargarse de mi puesto, y como podéis ver, esta noche hay mucho trabajo. Jun-un no puede hacerlo... porque todavía está con los elefantes.
–Mala suerte. Vámonos, Chatín... si no nos vamos ahora no nos darán de cenar –dijo Roger.
–No voy a poder cenar esta noche –le replicó su primo–. Después de lo que me ha dado la vieja Ma... me sería imposible. Oye, Nabé... ¿no podría quedarme yo en tu puesto... y tú te vas a cenar con mis primos?
–¿Qué dirá Tonnerre? –exclamó Nabé, pensativo–. No me atrevo a preguntárselo. Y si te ve en mi puesto es probable que te eche del campo.
–Yo iré a preguntárselo a la vieja Ma –dijo Chatín de pronto–. Tonnerre la teme, y si ella dice que puedo quedarme, me quedaré.
Se dirigió al lugar donde ella estaba tendiendo ropa en una cuerda atada de carro a carro.
–Ma –empezó–. Tengo miedo de preguntar al señor Tonnerre... y por eso le pregunto a usted. Nabé quiere marcharse un rato. ¿Puedo encargarme yo de su barraca? Lo haré muy bien.
–Pues claro que sí. Ciclón –le contestó la vieja Ma, guiñándole un ojo–. Tú y tu perro, Chatín, podéis vigilar perfectamente el puesto durante un par de horas. Ya me las arreglaré yo con Tonnerre si se le ocurre empezar a dar gritos.
–¿Por qué te llama “Ciclón”? –le preguntó Roger, que le había seguido–. De acuerdo... no es necesario que me lo digas. Lo adivino. ¡Es una buena idea!
Chatín frunció el ceño, pero luego se animó. Iba a cuidar del tiro de anillas él sólito... ¡estupendo! Ganaría mucho dinero para demostrar a Nabé de lo que era capaz.
–¿Quieres que te deje a “Miranda” para que te ayude? –le preguntó Nabé.
–No, gracias. Puedo arreglarme con “Ciclón” –replicó Chatín–. Anda, marchaos. Dejadme a mí. Lo haré muy bien.
Se marcharon dejándole allí, pues todos sentían apetito. ¡Chatín debía haber comido mucho para no poder engullir dos cenas!
Éste lo pasó estupendamente en el barracón, y desde luego lo hizo muy bien, sin cesar de gritar con toda su voz, que no era poca:
–¡Acérquense, acérquense, “acérquense”! ¡Acérquense, acérquense, “acérquense”! ¡El mejor puesto de la feria! ¡Relojes, cigarros, chocolatines, tazas, cucharas, broches, alfileres, gane lo que quiera! ¡Pruebe su destreza, pruebe su “destreza”! Mamas, vengan y desafíen a los papas; hermanas, venid y venced a vuestros hermanos; escoger lo que gustáis y ganadlo. ¡Acercaos, acercaos, “acercaos” todos y podéis comprobarlo!
La gente escuchaba divertida y extrañada al ver un niño tan pequeño encargado de una barraca. Chatín tenía sólo doce años, y su nariz respingona, sus cabellos rojos y sus pecas, dejando aporte su picara sonrisa, hacían sonreír a todo el que miraba.
Se fueron aproximando al tiro de anillas y pronto empezó el negocio. “Ciclón” le fue de gran ayuda. Vigilaba las anillas que caían al suelo, recogiéndolas con la boca.
–Lo haces tan bien como “Miranda” –le dijo Chatín, y el perro meneó la cabeza complacido.
Tonnerre se dio cuenta en seguida de que Nabé no estaba en su puesto, y se acercó para ver qué ocurría, y en cuanto vio a Chatín su rostro se puso rojo de ira. El niño al verle quedó petrificado.
Pero la vieja Ma acudió en seguida.
–¡Déjale en paz! –le gritó, irritada–. ¡Lo está haciendo muy bien! Como pongas un dedo encima de ese muchacho, Tonnerre, te diré algunas cosas que hacías cuando eras pequeño. Sí, y más de una vez te puse sobre mis rodillos, y gritabas como...
Pero Tonnerre se había marchado. No estaba dispuesto a soportar la charlatanería de la vieja Ma. De todas formas, el muchacho lo hacía bien y ganaba dinero. No había necesidad de intervenir. Más tarde tendría tiempo de ocuparse de aquel arrapiezo si en cualquier aspecto era necesario.
Chatín continuó trabajando hasta el regreso de Nabé, que llegó solo.
–Tu tía dice que vuelvas en seguida –le dijo a Chatín–. Me parece que no debí dejarte aquí. No creo que le haya gustado mucho. Muchísimas gracias. Oye... ¿has ganado todo ese dinero?
–Sí. Fue muy sencillo –se pavoneó Chatín–. Y debieras haber visto cómo Tonnerre se ponía verde al verme ganar tanto dinero..., apuesto a que es mucho más del que él gana con sus elefantes. Se marchó sin decirme ni una palabra. Sólo le miré fijamente y...
–Continúa... no hiciste nada de eso –dijo Nabé, que ahora ya conocía la manera de ser de Chatín–, pero de todas maneras, muchas gracias. Me ha gustado mucho la cena y poder volver a tu casa.
Chatín recordó los caramelos que había comprado para él y los otros. Como tenía apetito pensó comer algunos. Le daría también a Nabé... metió mano en el bolsillo y... diantre... ¡habían desaparecido! Caramba... aquel pesado de “Hurly” debía haberlos cogido al mismo tiempo que la otro bolsa. Estaba indignado. La verdad es que “Hurly” debía contentarse con una sola bolsa. ¡No sólo era un ladronzuelo, sino además glotón!
–Voy a acercarme al carromato de Vosta para ver si “Hurly” ha cogido mis caramelos –dijo Chatín–. Vuelvo en seguida.
Se acercó al carro, que estaba a oscuras, excepto una pequeña lámpara de aceite que había encima de un estante, y llamó a la puerta.
Le saludaron las voces de los chimpancés. “Hurly” y “Burly” dormían en el mismo carro que Vosta, que no se separaba de líos ni siquiera durante la noche.
–¿Está usted ahí, señor Vosta? –preguntó Chatín, pero Vosta no se encontraba allí, sólo los chimpancés acurrucados encima de las literas donde dormían. “Hurly” acercóse a la puerta y la abrió. Los dos chimpancés eran capaces de hacer cosas corrientes como ésta.
–¡“Hurly”! ¿Has cogido mis caramelos? –le preguntó con severidad–. ¡Vacía tus bolsillos!
¡Pero “Hurly” no llevaba ropa alguna! Siempre se desnudaba por la noche, y sólo estaba cubierto por su espeso pelaje. “Ciclón” se acercó a husmearle, y en un instante “Burly” estaba junto a ellos tratando de cogerle en brazos.
–Oh, “Burly”... no hagas eso... a “Ciclón” no le gusta –le dijo Chatín tratando de rescatar al pobre perro–. Vuelve a la cama. Vamos. ¿No me has “oído”?
Y ante su sorpresa los chimpancés le obedecieron, y tapándose con las mantas empezaron a lanzar unos gritos muy peculiares como si se hablasen mutuamente. Chatín vio sus ropas encima de una silla y un bulto en uno de los bolsillos, en el que introdujo la mano... ¡allí estaba su bolsa de caramelos!
–¡“Hurly”, malo! –le reprendió–. A dormir los dos. No volveré a compraros dulces si os comportáis de esta manera. ¡Buenas noches, pareja de tunantes!