Chatín lo pasó mal aquella noche.
–¡Siempre has de enredar las cosas! ¡Mira que hacer enfadar a Tonnerre! ¡Incluso tal vez le hayas puesto sobre aviso! –le reprochó Roger durante el camino de regreso–. ¿Para qué fuiste a fisgonear en su carromato?
–Es precisamente una tontería muy propia de Chatín –continuó Diana–. Armar un escándalo. No me siento con ánimo de volver más a la feria.
–Oh, cállate –replicó Chatín enfadado con sus primos y consigo mismo–. Siempre os estáis metiendo conmigo. Os digo que creí que Tonnerre se había ido a Rilloby con sus elefantes. Y de todas maneras, no estaba haciendo nada malo.
–¡Malo! ¡Si no haces nada a derechas! –exclamó Roger–. Primero con tu estúpida invención de la banda Manos Verdes, luego hablando de la posibilidad de que se cometiera un robo en Ricklesham, y ahora yendo a curiosear al carromato de Tonnerre.
Se hizo un silencio mientras los tres avanzaban en sus bicicletas por la carretera. Chatín estaba realmente disgustado por todo lo ocurrido.
–Salió gritando como si fuera un trueno –dijo al fin–. Y además me dio un golpe terrible.
–No lo bastante terrible –repuso Roger en el acto, y Chatín no le contestó tratando de buscar paz. ¡Mejor era dejar las cosas como estaban! Aún le quedaba “Ciclón”, que nunca le reñía ni pensaba mal de él. Nunca.
Tío Roberto aún no había regresado de la ciudad cuando llegaron a su casa. Y Chatín se alegró, así no tendría que ir esquivándole toda la noche. Cenaron con sus padres y luego Chatín salió solo con su perro. Sus primos seguían enfadados con él.
Tío Roberto llegó cerca de las nueve y media cuando Chatín ya se había retirado a descansar y Roger y Diana estaban a punto de hacerlo.
–¿Pasaste un buen día, tío Roberto? –le preguntó la señora Lynton quitándole el abrigo y la bufanda.
–Sí. Muy interesante, querida, muy interesante –replicó el anciano–. Tengo buenas noticias para los niños. ¿Dónde están?
Estaban en la sala de estar recogiendo sus cosas.
–Bueno, hijos míos –les dijo su tío-abuelo con una sonrisa–. He conseguido ponerme en contacto con lord Marloes esta mañana, y me ha dado permiso para llevaros a su castillo... y ver su colección de documentos raros y animales disecados. De manera que si queréis podemos ir mañana.
–¡Oh, gracias, tío Roberto! ¡Qué estupendo! –exclamó Diana, y Roger también sonrió. Ahora echarían un vistazo antes de que ocurriera el robo..., ¡si es que llegaba a tener lugar!
–Pensé que os alegraría –dijo tío Roberto–. Yo también me alegro. Hace años que no he visto esa colección y así refrescaré mi memoria.
La señora Lynton estaba sorprendida y acompañó a Diana y Roger cuando abandonaron la estancia para ir a acostarse.
–¿De verdad queréis ir a ver todos esos papeles tan aburridos? –les preguntó–. Porque sé que vais a encontrarlos muy aburridos... y el bueno de tío Roberto se pone un poco pesado cuando empieza a explicarlos. Yo lo recuerdo porque muchas veces me llevaba con él cuando era pequeña.
–No te preocupes, mamá..., nos encantará –le aseguró Diana–. En realidad, lo que queremos ver son los animales disecados. Hay una buena colección en ese castillo.
–Oh, bueno..., id si queréis –repuso su madre–. Vuestro tío estará contentísimo.
¡Y vaya si lo estuvo! Salieron con él a las diez de la mañana siguiente, en un coche especialmente alquilado para esta ocasión. Estaba tan satisfecho con aquella expedición que olvidó por completo que por espacio de dos días había deseado hablar con Chatín de algo importante.
A “Ciclón” no le dejaron acompañarles.
–Lo siento, pero en el castillo no se permite la entrada a los perros –dijo el anciano resuelto a no llevarle bajo ninguna excusa. “Ciclón” en cuanto veía al buen señor, se sentaba en el suelo para rascarse violentamente... y tío Roberto no iría a permitirle que se rascara en el automóvil.
Llegaron al castillo que en realidad no era muy grande, sino más bien una gran mansión. Las enormes puertas de hierro de la entrada les fueron abiertas por el guardián, que salió de una casita cercana.
–Su pase, por favor, señor –le dijo, y tío Roberto se lo entregó.
–Está bien, señor –exclamó el hombre–. ¡Esta mañana tenemos mucho trabajo! Éste es el tercer pase que compruebo. Bueno, tenemos un museo muy interesante, señor..., no se olvide de contemplar el tejón albino. ¡Yo mismo lo cogí! Su señoría se alegró mucho.
–Lo miraremos, buen hombre –dijo tío Roberto, y el automóvil fue a detenerse ante la gran puerta principal, que abrió un mayordomo al que en seguida mostraron también el pase.
–Por aquí, señor –dijo el mayordomo con una voz tan pomposa como la de tío Roberto. Chatín dio un codazo a Diana y ella sonrió, adivinando lo que pensaba su primo.
Les hizo atravesar un vestíbulo de suelo de piedra, y subir un tramo de escalones de mármol que formaban una curva magnífica hasta llegar al piso superior.
Subieron otro piso más y el mayordomo les condujo hasta una pequeña ala, construida aparte del cuerpo principal de la casa, donde abrió una gran puerta de madera que estaba cerrada con llave y que daba a un pasillo de piedra, muy oscuro. En su otro extremo había otra puerta igualmente cerrada con llave.
Ésta daba a una gran habitación cuyas paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo.
Continuaron avanzando y al otro lado de aquella estancia había una puerta pequeña, pero maciza, que se abría con dos llaves distintas.
–Lo tienen ustedes muy bien cerrado –comentó Roger–. Dos puertas cerradas, y ahora una tercera con cerradura doble. ¡No deben querer que entre ningún ladrón!
–No, señor –replicó el mayordomo–. Su señoría tiene en gran estima su colección. Aquí encontrarán los animales disecados, señor, y más allá en esos estantes, están los documentos. Antes de marcharse, tendré que rogarles que esperen, mientras el señor Johns, el guardián, comprueba si falta algo de la colección. Tenemos que hacerlo así, señor, ya que de otra manera sería muy fácil para cualquiera llevarse algo de valor en los bolsillos.. ¡Hay tanta gente poco honrada en estos tiempos!
–No se preocupe –dijo tío Roberto–. Compruebe todo lo que quiera. Es agradable ver que tratan con tantas precauciones esta valiosa colección. Han habido muchos robos últimamente.
–Sí, señor –replicó el mayordomo encerrándoles dentro de aquella habitación.
–¡Nos han encerrado! –exclamó Diana un tanto alarmada.
–Es lo corriente –le dijo su tío-abuelo–. Es sólo una medida de precaución muy razonable. Cuando queramos marcharnos hemos de hacer sonar ese timbre. Hola... aquí hay alguien más.
Había dos personas... un anciano tan encorvado que casi era imposible verle el rostro, y otro hombre más joven, con barba y cejas muy pobladas. Además, llevaba bigote y daba la impresión de ser muy peludo.
–¡Tiene vello hasta en las orejas! –susurró Chatín al oído de su prima–. ¡Parecen cejas!
–¡Chisss! Va a oírte –le dijo Diana enfadada, ya que los susurros de Chatín eran casi siempre audibles.
Los dos hombres se hallaban examinando varios papeles que se exhibían en los estantes con sus respectivas etiquetas, y el de la barba volvióse a mirar a los recién llegados y luego perdió todo interés por ellos, y mientras los niños recorrían aquella estancia él iba volviendo las páginas de un manuscrito con sumo cuidado.
–Diana, tú ve a escuchar a tío Roberto mientras nosotros echamos un vistazo –susurró Roger–. Haré un plano rudimentario de esta habitación... ¡por si acaso!
Diana acercóse a su tío-abuelo y empezó a hacerle preguntas dando ocasión a que le diera extensas explicaciones de los manuscritos. Diana estaba muy fastidiada y apenas entendía ni una palabra. Se volvió para mirar a los niños que lo estaban recorriendo todo sin perder detalle. Los animales disecados no les entusiasmaron mucho, ya que tenían un aspecto sarnoso, y algunos estaban apolillados.
El tejón blanco estaba allí, pero terriblemente sucio. Había dos zorras con una serie de lobeznos, todos disecados y con un aspecto muy poco natural, y una mofeta con un solo ojo. Al parecer el otro se le había caído tiempo atrás y nadie se molestó en remplazaría. Había también dos ardillas rojas ante lo que pretendía ser un nido, y por el que otra ardilla pequeñita asomaba una cabeza casi del todo devorada por la polilla.
–No creo que valgan gran cosa –dijo Chatín con disgusto–. Deben ser animales que lord Marloes disecó cuando era niño, y de los que se siente tan orgulloso que no quiere desprenderse de ellos, pero son horribles.
–¿Qué está haciendo ese individuo? –susurró Roger de pronto dando un codazo a su primo que miró al hombre de la barba. Éste había acercado un objeto a uno de los manuscritos y lo movía por toda la página.
–Es sólo una lupa, tonto –dijo Chatín–. He visto cómo tío Roberto la usaba muchas veces para mirar sus papeles antiguos. ¡No seas tan mal pensado!
Roger quedó algo confuso y se volvió para mirar al viejo encorvado. ¿Cómo era posible que hubiese alguien con tal joroba? Debía ser terrible. Incluso cuando se dirigía de un estante a otro iba tan inclinado, que veíase obligado a mirar al suelo todo el tiempo.
Roger se alegró cuando aquellos hombres hicieron sonar el timbre para marcharse. El guardián, un hombre viejo de rostro surcado de arrugas entró, y luego de cerrar la puerta revisó rápidamente todos los estantes para asegurarse de que nada faltaba. ¡Pero ni siquiera miró los animales!
–Supongo que debe esperar que algún día roben esos horribles bichos comidos por la polilla –dijo Chatín mientras los dos hombres salían con el vigilante que volvió a cerrar la puerta de doble cerradura.
–Ahora voy a hacer un esquema de la habitación –le dijo Roger–. ¡Por si acaso!
–Y no te olvides de poner las dos puertas cerradas con llave que conducen hasta aquí –dijo Chatín viendo que Roger comenzaba a dibujar–. Oh, lo estás haciendo muy bien. ¿Qué son... eso ventanas?
–Sí. Están muy bien cerradas. ¿Te has fijado? –repuso su primo. Y además tienen barrotes por la parte de fuera. Nadie podría entrar por ahí.
Alzó la cabeza para ver si había algún tragaluz, pero no era así. Dibujó los estantes, y colocó unos puntos para indicar los lugares donde estaban los animales en el suelo. Señaló igualmente las sillas, el escritorio, y la chimenea, así como una mesita pequeña que tenía encima una planta.
Era realmente un buen dibujo; Roger sintióse muy satisfecho, y Chatín lo admiró de todo corazón.
Se volvieron a mirar a Diana que estaba bastante pálida después de haber pasado casi una hora de pie junto a tío Roberto escuchando aquella conferencia que no entendía ni le gustaba.
–¡Pobrecita! –exclamó en voz baja–. Parece agotada. ¿Vamos a ocupar su puesto?
–No –replicó Chatín con firmeza–. Tú puedes ir si quieres, pero yo no voy. Me marearía.
–Bueno, pues maréate –repuso Roger–. Así tío Roberto nos sacará de aquí.
Chatín se fijó en un objeto que había encima de la chimenea. Era un reloj cuyas manecillas señalaban las once y media. Acercóse hasta él de puntillas y luego dé abrirlo, las corrió hasta que marcaron las doce y media. Roger no pudo contener una carcajada que disimuló estornudando.
–Eh... tío Roberto –dijo acercándosele al anciano–. No quisiera interrumpirte..., ¿pero no crees que ya es hora de marcharnos? El reloj que hay encima de la repisa de la chimenea señala las doce y media.
–¡Dios nos asista! ¡Cómo vuela el tiempo! –dijo el anciano sorprendido y haciendo sonar el timbre para que les abrieran–. ¡Es increíble! ¡Increíble!