Chatín regresó con todos los encargos que le hiciera la cocinera, quien le dijo sonriéndole:
–Hay dos merengues para cada uno de vosotros, y sobra uno. Le he dicho a tu tía que lo he hecho especialmente para ti. De manera que puedes comerte tres.
–¡Imponente! –exclamó el niño satisfecho–. Vaya, este rodillo pesa muchísimo. Lo pensaré mejor antes de ofrecerme a ir a recoger ningún otro.
–Oh, no volveré a necesitarlo en varios años –repuso la cocinera–. “Ciclón”, sal de la despensa. En cuanto dejo esa puerta abierta, aunque sea sólo un segundo, ya está ahí ese perro.
–¡“Ciclón”! –gritó Chatín y el perro salió apresuradamente. ¡Oh, los aromas que se respiraban en la despensa! Era un lugar mucho mejor que la madriguera más perfumada.
Roger y Diana fueron a comunicar a Chatín las noticias del Castillo Marloes.
–¡Troncho! –exclamó excitado–. Qué suerte. Eres muy lista. Diana, mira que haber conseguido todo eso. ¿Cómo te las compusiste?
–Fue muy sencillo –repuso la niña–. Tío Roberto se iba tragando cuanto yo le decía.
–Ya os dije que se lo cree todo –dijo Chatín–. Ahora comprenderéis por qué se tragó mi cuento de la banda Manos Verdes.
–Bueno, si de verdad nos consigue un permiso para ver la colección, y luego tiene lugar un robo, podremos saber exactamente cómo se llevó a cabo –continuó Roger–. Haremos un plano de las habitaciones donde estén los animales disecados... o por lo menos donde estén los documentos. Al ladrón no le interesan los animales disecados.
Disfrutaron de una espléndida comida y de los merengues de la cocinera. ¡Ojalá hubieran habido muchos, muchos más!
–¿No podrías ir a buscar los encargos de la cocinera cada mañana? –le preguntó Diana a Chatín.
–No –repuso su primo con decisión–. Si quieres volver a comer merengues tendrás que ir tú. Yo ya hice lo mío. Mi bicicleta casi se rompe con todo el peso que tuvo que soportar, y el pobre “Ciclón” ha tenido que volver corriendo. No pude llevarlo en el cajón, pues estaba llena de zapatos y cosas.
–¿Vais a ir a ver a Nabé? –les dijo la señora Lynton después de comer–. Si es así, ¿queréis llevarle esta camisa? Es demasiado pequeña para vuestro padre, y a él ha de irle muy bien.
–Sí, mamá. Se pondrá muy contento –repuso Roger–. Ahora nos íbamos. La cocinera nos está preparando la merienda. Será una delicia para ti pasar una tarde sin nosotros, y sin tío Roberto, ¿verdad?
–¡Oh, tío Roberto no molesta! –replicó su madre–. Después de todo, cierra las puertas, se limpia los pies en el felpudo, estornuda tapándose con el pañuelo, y...
–¡Mamá! ¡No seas así! –exclamó Diana–. Es sólo “Ciclón” quien estornuda sin taparse con el pañuelo. Mamá, ¿podemos llevar limonada para nosotros y Nabé?
Al fin se marcharon y la señora Lynton sentóse en el sofá con un suspiro de alivio. ¡Ahora podría leer con tranquilidad!
Llegaron a la feria cuando ya habían abierto y la voz de los altavoces les llegó desde lejos. Nabé ya les esperaba y al verles, les saludó con la mano. Jun-un hizo lo mismo y también el chico del tiovivo. Ahora que todos sabían que eran amigos de Nabé siempre eran bien recibidos, tuvieran o no dinero para gastar.
Entonces no había nadie en el puesto de tiro de anillas. “Hurly” y “Burly” estaban dando su exhibición en la tienda de Vosta y gran parte de la gente había ido a verles.
Así, pues, pudieron contar a su amigo todo lo referente al Castillo Marloes.
–Magnífico –sonrió Nabé–. Yo, en cambio, no tengo ninguna noticia que comunicaros. He estado vigilando a Tonnerre, pero no ha hecho nada sospechoso. Y lo único que he podido averiguar es que mañana nos trasladamos a Rilloby.
–He visto los anuncios esta mañana –dijo Chatín–. Los hay por todas partes anunciando la feria en Rilloby.
–Cuando estemos allí os será más fácil venir a verme –dijo Nabé–. No estaré tan lejos de vuestra casa.
–¿Dónde está “Miranda”? –preguntó Chatín, echando de menos a la monita.
–Ha ido a ver a “Hurly” y “Burly” –replicó Nabé–. Ya sabes que la quieren mucho. La cogen como si fuera un bebé..., sobre todo “Burly”, que es tan aficionado a los animales de juguete.
–¿No podríamos ir a verlos ahora? –le preguntó Diana–. ¿Ya habrán terminado?
–Casi –replicó Nabé–. Os acompañaré hasta allí. No es probable que venga nadie al tiro de anillas hasta que termine la actuación de los chimpancés. Tened cuidado con la vieja Ma. Hoy está de muy mal humor. Incluso Tonnerre procura no acercarse a ella.
Vigilaron para no tropezar con la vieja Ma, pero no la vieron por parte alguna, pero la oyeron gritar en su carromato. Jun-un les vio pasar y les guiñó un ojo que significaba atención.
–Tendré que ir pronto a darle una azotaina a la vieja Ma –sonrió–. ¡Se está pasando de la raya!
Nabé les llevó hasta la tienda de Vosta, e hizo una seña al encargado para que les dejara entrar. “Hurly” y “Burly” estaban terminando su actuación. “Burly” montaba una bicicleta fabricada especialmente para él, y “Hurly” de pie sobre el manillar, iba dando saltos mortales mientras la bicicleta daba vueltas y vueltas alrededor de la pequeña pista de hierba y cada vez caía limpiamente sobre la barra del manillar.
–Son muy buenos, ¿verdad? –dijo Nabé con gran admiración.
“Hurly” dio el último salto mortal aterrizando sobre la cabeza de “Burly” que se apeó de la bicicleta para saludar al público, haciendo caer a “Hurly”. Todos rieron y aplaudieron, y “Burly” corrió hacia Vosta abrazándole con sus brazos peludos mientras éste le premiaba con una manzana de gran tamaño.
Los dos chimpancés iban vestidos como dos niños gemelos, y su aspecto resultaba muy cómico. Llevaban pantalones cortos de color rojo, jerseys a rayas y pequeños gorritos marineros.
“Hurly” se excitó en gran manera al oír los aplausos y empezó a dar saltos mortales a una velocidad aterradora por toda la pista, mientras lanzaba gritos muy especiales. Luego comenzó a caminar sobre sus cuatro patas.
Y algo aterrizó sobre su espalda. Era “Miranda” que aprovechaba la oportunidad de dar un paseo a caballo. “Burly” la cogió por encima de la espalda de “Hurly” y empezó a mecerla en sus brazos, como si la arrullara.
–¡Señoras y caballeros, la función ha terminado! –gritó Vosta viendo que nadie se movía. ¡Nadie quería marcharse porque los chimpancés y “Miranda” resultaban tan divertidos!
Pero la tienda se vació al fin, y Vosta acercóse a los niños llevando consigo a “Miranda”. Él también la quería mucho, y ella se entretenía en deshacerle la corbata, parloteando sin parar.
–Hola, pequeños –les dijo Vosta–. ¿Qué os parecen mis chimpancés?
–Son unos chams... unos completos “champeones” –le replicó Chatín, haciendo uno de sus chistes malos.
–Y tú un “cha...tín...” el campeón de los chatos –dijo Roger, continuando la broma–. Oiga, señor Vosta, ¿cómo les ha enseñado a montar en bicicleta?
–No tuve que enseñarles –replicó éste–. Un día me vieron montar a mí y cuando me bajé de la bicicleta, “Hurly” se montó en ella y echó a correr, y luego “Burly” hizo lo mismo. ¿Os gustaría venir a merendar con nosotros esta tarde?
–Oh, sí –dijeron los tres. Diana se volvió a Nabé–: ¿Y tú qué dices? ¿Podrás?
–Sí. Haré que Jun-un me ayude otra vez. Bueno, ahora debo volver a mi puesto, Chatín, ¿vas a montar en el tiovivo? No pidas a Jimmy que lo haga correr demasiado de prisa, o vas a tener jaleo. Me he dado cuenta de que Tonnerre no te quita ojo.
Tonnerre estaba con sus elefantes, mirando a los tres niños y “Ciclón”, y les gritó con su enorme vozarrón:
–Venid a pasear en mis magníficos elefantes.
–Prefiero el tiovivo –dijo Chatín–. No me zarandea tanto como los elefantes. Vamos, “Ciclón”.
Pasaron una agradable tarde, visitaron todos los puestos. Vieron al prestidigitador, contemplaron cómo “Miranda” recogía las anillas en la barraca de Nabé, luego fueron a las de pesca y al tiro de pelotas para ganar premios.
Diana fue la única que consiguió tirar las tres latas y ganó un premio, cosa que la satisfizo en gran manera. El muchacho encargado de la barraca le mostró un montón de premios.
–Escoja el que prefiera, señorita. Es estupendo que una niña gane a sus hermanos. ¡Quién lo hubiera imaginado!
Eso hizo que Roger y Chatín pagaran inmediatamente para tirar algunas pelotas más, por supuesto, que era lo que se proponía el muchacho, que guiñó pícaramente un ojo a Diana.
–Todavía no son tan buenos como usted, ¿lo ve, señorita? Sólo han conseguido tirar una lata entre los dos. Son muy malos tiradores, ¿no le parece?
Diana miró el montón de premios y escogió un perrito de juguete, ante la sorpresa del muchacho y las burlas de su hermano.
–¡Eres un bebé! ¡Mira que escoger eso! ¿Por qué no te quedabas aquel jarrita azul?
–Lo he escogido a propósito –replicó Diana–. ¡Espera y verás!
–Es una lástima que no haya nada apropiado para “Ciclón” –dijo Chatín–. Apuesto cualquier cosa a que ganaría.
–Sí, ganaría un concurso de escarbar madrigueras –exclamó Roger–. Nunca vi a un perro que escarbara tan de prisa como él.
–¡Ni con tan poco resultado! –dijo Diana–. No puedo imaginar lo que haría un día si llegara a encontrar un conejo dentro de una madriguera. ¡Probablemente salir corriendo!
–Guau –ladró “Ciclón”, sabiendo que hablaba de él, y su amo acarició su cabeza sedosa.
–Están diciendo cosas horribles de ti –le dijo–. Pero no te importe. ¡Eres el mejor perro del mundo! Un super-perro, una verdadera maravilla.
–El señor Vosta nos está llamando –dijo Diana–. Dice que ya es hora de merendar. Saquemos las cosas de las cestas de la “bici”, Roger..., nos las repartiremos. Iré a decir a Nabé que venga ahora, si puede.
Todos fueron al carromato de Vosta, en cuyo interior había una mesa servida con una merienda espléndida... ¡y sentados a ella “Hurly” y “Burly” con sendos baberos!
–¡Levantaros y saludar! –les ordenó Vosta, y los dos chimpancés se pusieron en pie para inclinarse cortésmente.
–¡Esto va a ser muy divertido! –exclamó Diana... y estaba en lo cierto.