Afortunadamente para Chatín, tío Roberto había tenido una de sus noches malas, y al día siguiente pidió que le sirvieran el desayuno en la cama.
Chatín estaba loco de contento.
–Pensé que tendría que levantarme a toda prisa y tomar sólo un poco de potaje para poder marcharme en cuanto bajara tío Roberto –dijo–. Pero ahora podré desayunar como es debido. ¡Viva!
–Hoy iremos a la feria por la tarde –intervino Diana–. Tengo que ayudar a mamá o cortar las flores y arreglar algunos armarios. Nos llevaremos la merienda a Ricklesham y la compartiremos con Nabé. Habrá que llevar más cantidad para que haya para todos.
–Y así tendrás tiempo de preguntar a tío Roberto si hay algún museo o colección particular por estos alrededores –dijo su hermano–. Chatín, será mejor que tú pases la mañana haciendo recados para la cocinera. De esta manera te quitas de en medio.
–Oh –exclamó Chatín que no era muy listo para llevar recados–. Está bien. Iré a preguntar a la cocinera si quiere algo. Dijo que necesitaba que le fuera a buscar un rodillo nuevo para la lavadora. Tendré que ir a Rilloby a buscarlo.
–Bueno, así estarás mucho tiempo lejos del alcance de tío Roberto –repuso Diana–. Podrás contemplar los escaparates de juguetes, tomar unos helados en la lechería y olvidarte de dónde dejaste la bicicleta, luego tardar en encontrarla y...
–No quieras dártela de graciosa. Diana –dijo su primo, dándole un empujón–. Si no te vigilas, vas a ser una vieja gruñona cuando crezcas. ¡Igual que la vieja Ma!
–No lo seré... y no me empujes –replicó Diana retrocediendo–. ¿Por qué los chicos siempre habéis de pegar y empujar cuando os enfadáis?
–Supongo que por la misma razón que las niñas –dijo Chatín, alejándose con aire satisfecho.
Entrando en la cocina, preguntó a la cocinera si había que hacer algún recado, y ella le miró sorprendida.
–¿Qué te ocurre? ¿Es que quieres que te prepare merengues o algo por el estilo para comer?
–Oh, no..., quiero decir sí..., bueno, no, no lo pregunto por esa razón –explicó el niño haciéndose un lío–. Lo que quiero decir es... que no me había acordado de los merengues..., pero si quiere hacerlos para comer..., bueno, lo único que puedo decir es..., ¡hágalos!
–¡Tú persigues algo, lo sé! –replicó la cocinera–. Bueno, pensaré lo de los merengues, y viendo que estás tan servicial..., sí, podrías traerme un rodillo nuevo para la lavadora. No ceso de decirlo, pero nadie va a buscarlo.
–Yo lo traeré –dijo Chatín–. ¿Alguna cosa más?
–Vaya. Dios me asista, no debes encontrarte bien para venir a pedir trabajo –replicó la cocinera–. ¡Sin embargo, voy a aprovecharme! Puedes traerte el pescado... y puesto que vas a Rilloby, deja una nota en casa de mi hermana diciendo que iré el miércoles. Y si te diera tiempo de pasar por el zapatero, recoge mis zapatos, y...
–¡Eh! ¡Aguarde un momento! No voy a perder todo el día –dijo el niño pensando que aquello era más de lo que había pedido.
–Iba a terminar ya diciéndote que haría merengues para la cena –replicó la cocinera con un guiño.
–Será mejor que escriba todas esas cosas en un papel mientras voy en busca de mi “bici” –repuso Chatín–. Volveré en un periquete.
Al regresar recogió la lista de la cocinera, a la que ésta había agregado otras dos cosas. ¡Había que aprovechar la oportunidad, ahora que Chatín se mostraba tan servicial!
–Antes de marcharte te daré una tarta de mermelada para que te la comas –dijo la cocinera, dirigiéndose a la despensa–. Oh, a propósito, tu tío estuvo aquí hace un momento preguntando por ti.
Chatín se apresuró a marcharse sin esperar la tarta de mermelada y la cocinera quedó muy sorprendida.
Tío Roberto dirigióse al recibidor donde la señora Lynton estaba preparando los jarrones de flores.
–Estoy buscando a Chatín –le dijo.
La señora Lynton asomóse a la ventana para llamar a Diana, que estaba cortando narcisos.
–¡Diana! ¿Dónde está tu primo? Tío Roberto quiere verle.
–Oh, mamá..., acaba de irse a Rilloby en bicicleta –repuso la niña, acercándose a la ventana–. Me dijo que iba a buscar un rodillo nuevo para la lavadora, y a recoger el pescado, unos zapatos que están a componer, y...
La señora Lynton no podía en absoluto dar crédito a sus oídos.
–¿Chatín ha ido a hacer todo eso... por gusto? –preguntó extrañada–. ¿Qué le ocurre?
–Oh, es muy servicial cuando quiere –le replicó Diana volviéndose para ocultar una sonrisa–. Me parece que tardará bastante en regresar, tío Roberto.
–Qué contrariedad –gruñó el anciano–. Ese muchacho se escurre como una anguila. Cualquiera diría que evita el encontrarme.
–¡Oh, no, tío Roberto! –exclamó la señora Lynton–. Claro que no. ¿Por qué habría de hacerlo?
–Hoy no comeré en casa, querida –dijo el anciano sin molestarme en contestar–. Tengo que ir a Londres a ver a un amigo mío.
–Oh..., tío Roberto..., antes de irte..., ¿querrás firmar mi álbum de autógrafos? –exclamó Diana de pronto, recordando que no debía dejarse escapar sin hacerle algunas preguntas importantes.
–Otro rato, querida –le dijo su madre–. Ahora tiene que ir a tomar el tren.
–Oh, todavía no he de marcharme –replicó tío Roberto, sonriendo a su sobrina–. Firmaré el álbum de Diana. Conozco un proverbio del siglo XVI que encontré en un viejo documento y se lo escribiré... exactamente como lo vi, en caracteres antiguos.
–Oh, gracias –repuso la niña–. Iré a buscar mi álbum ahora mismo y te lo llevaré a la sala, tío. Espero encontrarte allí.
–Allí estaré, querida, allí estaré –repuso el anciano.
De manera que Diana le llevó su álbum, y él fue trazando los caracteres antiguos hasta formar el antiguo proverbio que leyera una vez.
–¡Aquí tienes! –le dijo–. ¿Puedes leerlo?
–Cuando ruja la tormenta, apresúrate a buscar cobijo –leyó Diana con dificultad debido a la forma de las letras.
–Es bonito, ¿verdad? –dijo el anciano–. Ahora no tenemos refranes como éste.
–Pues claro que sí –replicó Diana–. ¿No sabes?...: “Cuando veas las barbas de tu vecino rapar..., pon las tuyas a remojar.”
–¡Ah! –exclamó tío Roberto, sorprendido–. No lo había oído. Es muy típico de estos tiempos..., impertinente, querida, impertinente; en cambio, el otro tiene belleza.
–Tío Roberto, tú entiendes muchísimo de cosas antiguas, ¿no es cierto?
–Sí, querida. Siempre he tenido gran interés por descubrir el pasado, tendiendo mis redes por todas partes, para ver lo que sacaba –replicó el anciano.
–Debes haber encontrado cosas maravillosas, ¿no? –continuó Diana.
–Bueno..., a ti probablemente no te lo parecerían, puesto que ya sabes que sólo me interesan realmente los escritos antiguos..., en particular cartas que puedan darme una idea de los tiempos en que fueron escritas.
–Supongo que conocerás todas las colecciones del país –dijo Diana con admiración.
Tío Roberto sintióse halagado por el interés de Diana.
–No, no –dijo–. Conozco las más famosas, desde luego... y muchas de las pequeñas..., ¡pero no todas, querida, no todas!
–¿Hay colecciones interesantes por aquí cerca, tío? –preguntó Diana llegando con facilidad a la pregunta que más le importaba. ¡Estaba satisfecha de sí misma!–. Por ejemplo, ¿hay alguna cerca de Rilloby?
–Déjame pensar... –replicó su tío, reflexionando–. Pues..., está la del Castillo de Marloes, desde luego..., pero es una colección muy pequeña. Lord Marloes se interesaba más por los animales y pájaros que por los documentos antiguos. He oído decir que posee una buena colección de ellos... y comenzó a disecarlos desde niño.
–¿Y los documentos son muy valiosos... muy valiosos? –quiso saber Diana.
–Sí..., sí, supongo que sí –repuso el anciano–. Sé que algunos americanos quisieron adquirirlos el año pasado, según me dijo Marloes, aunque no quiso venderlos. Todo son cartas familiares y documentos históricos que hacen referencia a su propia hacienda... y nunca consentiría en separarse de ellos. ¡Ni tampoco de sus animales disecados! Ahora... me pregunto..., creo que podría ponerme en contacto con él en la ciudad..., ¿os gustaría ir a ver esa colección de animales si puedo conseguir un permiso?
–Oh, sí, tío, por favor –exclamó Diana entusiasmada. Aquello sí que era una suerte. Podrían echar un vistazo a las colecciones y ver la distribución del terreno... y si luego tenía lugar un robo podrían representarse las habitaciones y todo.
–Bien, telefonearé a Marloes para ver si ha regresado a la ciudad –dijo tío Roberto–. Yo mismo os llevaré hasta el antiguo castillo, y vosotros podréis contemplar los animales disecados, y yo echar otro vistazo a los documentos. Será un día de fiesta, ¿no te parece, querida?
–Oh, sí –repuso Diana–. Muchísimas gracias, tío Roberto. Nos gustará mucho.
–¡Dios mío, mira la hora que es! –exclamó el anciano levantándose apresuradamente–. Voy a perder el tren.
Y se marchó, mientras Diana cerraba su álbum con aire ausente. Estaba pensando que lo había hecho muy bien. Había descubierto dónde estaban los documentos de valor... en el Castillo Marloes... y era probable que tío Roberto les llevara, a ella y a los niños, a verlos... y así podrían realizar una buena inspección del lugar. ¡Estupendo!
Se fue en busca de su hermano.
–¡Roger! ¡Roger! ¿Dónde estás? De prisa, tengo buenas noticias.
La señora Lynton la oyó gritar y luego la vio charlando animadamente con Roger, y preguntóse cuáles podrían ser las buenas noticias. ¡Qué sorprendida hubiera quedado de saberlo!