Capítulo X - Una tarde interesante

Recorrieron la feria mirándolo y probándolo todo. Montaron en el tiovivo y los columpios, pasearon en elefante y entraron a ver a los chimpancés. ¡No se perdieron nada!

–Haz que el tiovivo vaya más de prisa... todo lo que puedas –le dijo Chatín al muchacho encargado.

–Entonces agarraos fuerte –replicó con una sonrisa–. ¿Y ese perro?

–No sube. Se marea –explicó Chatín–. Se sentará a tu lado a esperarnos. ¡Siéntate, “Ciclón”!

Montó en un chimpancé y sus primos en sendos leones. Los animales de madera subían y bajaban al mismo tiempo que giraban. Comenzó a sonar la música, y el tiovivo se puso en movimiento.

El muchacho cumplió su palabra haciéndolo funcionar lo más de prisa posible, y los niños tuvieron que agarrarse con fuerza a sus monturas, o hubieran sido despedidos. Diana empezó a marearse, y otros tres niños empezaron a gritar.

El muchacho aminoró la marcha y volvió a sonreír.

–¿Qué tal? –preguntó a Chatín, que ahora estaba ligeramente pálido y no conseguía andar derecho como sus compañeros.

–Ha sido estupendo –repuso Chatín–. Nunca había ido tan de prisa. ¡Este viaje vale el doble!

No sólo había ido el tiovivo a todo correr, sino también la música... y Tonnerre lo había oído, naturalmente. Su rostro se puso rojo como la grana, y empezó a gritar riñendo al muchachito encargado, pero el altavoz estaba tan alto que no le oyó hasta que hubo parado los caballitos.

–¡Tú! ¡Tú, muchacho! ¡Eres una calamidad! –gritaba el señor Tonnerre con su voz de trueno–. ¿Qué te crees que estás haciendo? ¿Eh? ¿Quieres marear a la gente? ¿Quieres romper la maquinaria? ¡Brrrrr!

Terminó con un ruido tan semejante al gruñido de un perro gigante, que “Ciclón” quedó asombrado y se puso en pie. ¡Plaf! Tonnerre propinó una sonora bofetada en la oreja del muchacho.

Chatín dio un paso adelante.

–¡Señor Tonnerre! Ha sido culpa mía. Le pagué el doble para que fuera de prisa.

Por un momento pareció como si también fuera a pegarle, pero se volvió al muchacho del tiovivo.

–¡Ah! ¡Ajá! Conque te pagaron el doble. ¿Dónde está el dinero? ¿Piensas guardártelo? Dame todo el dinero que tengas. ¡De prisa! ¡De prisa!

El señor Tonnerre tenía un acento muy particular, inglés y francés mezclado con americano. Sobresalía por encima de las cabezas de todo el mundo, como sus elefantes.

A continuación dirigióse a Chatín.

–¿Vais a venir a pasear en mis elefantes? Si pagáis el doble estoy dispuesto a hacerles trotar como caballos. ¡Sí!

–No, gracias –replicó Chatín–. Quiero decir que... sí, me gustaría montar sus elefantes, pero trotar no, gracias. No me siento con ánimos de resistir un trote de un elefante. Así, pues, montaron en los elefantes que se movían de un lado a otro de una manera alarmante. “Ciclón” se negó a subir y refugiándose detrás de un árbol, contempló atemorizado a aquellas enormes criaturas que, al parecer, tenían rabo por delante y por detrás.

–Ahora id a admirar a Billy Tell –les dijo el señor Tonnerre con su potente vozarrón mientras les ayudaba a bajar de los elefantes–. Es un hombre muy inteligente. Su rifle hace pam, pum, y la manzana cae hecha pedazos de la cabeza de Jun-un.

–Billy Tell hace lo mismo que Guillermo Tell, que era probablemente el tatarabuelo de su tatarabuelo –observó Roger mientras se dirigían hacia la tienda en la que se leía en letras grandes: “Billy Tell”.

La vieja Ma fue a asomarse a la tienda cuando Jun-un se situaba delante de Billy Tell con una manzana encima de la cabeza, entre sus cabellos hirsutos y sonreía a los niños que iban a admirarle.

–¡Hola! –les dijo–. ¿Habéis venido a ver cómo me chamuscan el pelo?

Billy Tell iba vestido de piel roja y parecía bastante viejo. Tal vez fuese por ir tan sucio. Hubo una larga espera para dar tiempo a que se le llenara el recinto.

Billy Tell permanecía sentado con el rifle apoyado sobre las rodillas y el joven Jun-un recorría toda la tienda balanceando la manzana sobre su cabeza mientras recogía las entradas.

Había circulado la noticia de que había sido Chatín quien pagara el doble al chico del tiovivo para que lo hiciera rodar de prisa, y Jun-un se le acercó sonriendo.

–¿Estás seguro de no haber pagado el doble para ver cómo Billy me arranca los extremos de las orejas a balazos? –le preguntó.

A Chatín le resultaba simpático.

–Puedes apostar o que sí –le dijo–. Así que anda con cuidado.

Claro que no era verdad, y Jun-un lo sabía. Se apoyó de espaldas a una plancha de acero con la manzana en la cabeza. Billy Tell se puso en pie dirigiéndose al otro extremo de la tienda.

Apuntó rápidamente.

“¡Bang!”

La manzana saltó hecha pedazos y Jun-un tuvo que quitarse los que le cayeron en los ojos.

Colocó otra manzana encima de su cabeza, y Billy Tell poniendo la cabeza entre las piernas apunto en esta porción. “¡Bang!” Otra vez la fruta saltó hecha pedazos y todos aplaudieron ruidosamente. “Ciclón” acurrucóse junto a las piernas de su amo, asustado al oír las detonaciones tan cerca.

Jun-un volvió a secarse el rostro y se dirigió a donde estaban los niños.

–¡Buena puntería! –comentó–. Yo también soy un buen tirador... Una vez hice caer el gallo de una veleta.

–¡Caramba! –dijo la voz ronca de Billy Tell–. ¡Tú y tus cuentos! Oye, coge mi rifle y límpialo, y dile a la vieja Ma que esta noche quiero cenar salchichas.

–Sí, papá –repuso Jun-un, y los niños quedaron un tanto sorprendidos. De manera que Billy Tell era su padre, y la vieja Ma su abuela. ¡Qué familia tan interesante!

–¿No tienes madre? –le preguntó Chatín.

–¡No! ¡Con una mujer en la familia tengo bastante! –refunfuñó Jun-un señalando con un gesto a la vieja Ma, que estaba junto a la tienda de tiro al blanco.

–Oye, Ma –le dijo al acercarse–. Billy Tell dice que hagas el favor de darle salchichas para cenar.

–¿Salchichas? –gruñó la vieja–. ¿Qué se ha creído que soy? Dile que las salchichas cuestan dinero, y en cambio los conejos y liebres que caza no cuestan nada... y, ¿para qué sirve un rifle?, pregunto yo. ¡Se cree que sólo es para disparar contra las manzanas que coloca sobre tu cabeza de zanahoria! ¿Dónde está? ¡Ya le daré yo salchichas al muy granuja!

–Vaya, Ma, lo único que ha cedido que le dieran son... ¡salchichas! –gritó Jun-un con descaro poniéndose las manos detrás de las orejas para oír mejor todos los insultos que su abuela le dedicaba mientras se volvía a su carro.

Chatín estuvo tirando al tiro al blanco haciendo todo lo posible por hacer caer las pelotas de ping-pong que bailaban encima del chorro de una pequeña fuente, pero sin conseguirlo.

Jun-un echó una rápida mirada a su alrededor para ver si Billy Tell, la vieja Ma o Tonnerre andaban por allí cerca y luego cogiendo una escopeta apuntó... derribando una pelota, tras un segundo paso otra, y pum, una tercera. No cabía la menor duda, Jun-un era un tirador de primera, y Chatín casi creía que hubiera derribado el gallo de una veleta.

–Ahora escoge un premio –dijo a Chatín–. Vamos... me eres simpático. Escoge uno de estos premios.

–Pero yo no he tirado las pelotas fuera del agua –repuso Chatín, asombrado.

–No importa. Yo sí, y nadie va a saberlo –insistió Jun-un–. Me gustos, ¿comprendes? Tú y tu perro. Vamos, de prisa, coge un premio. ¿Qué te parecen esos caramelos? Son buenos.

Chatín necesitó un buen rato para convencerle de que no le parecía bien aceptar un premio que no había ganado. Jun-un al fin se dio por vencido, pero sin comprenderle. En aquel aspecto no sabía lo que era honradez.

–Eres muy amable –no cesaba de decirle el pobre Chatín– pero no estaría bien.

–Como quieras –le dijo, dándose por vencido–. Será mejor que ahora vayas con los otros. Te están llamando para que vayas a los columpios. Escoge la barca del extremo. Es la mejor y podrás subir muy alto.

Después de montar en el tiovivo, en los elefantes, en los columpios, disparar en el tiro al blanco y probar toda clase de cosas, al terminar el día apenas les quedaba dinero. Se habían comprado además enormes bollos azucarados, pedazos de pastel, limonadas, y llevado gran parte a Nabé, que seguía encargado de la tienda del tiro de anillas con gran éxito, debido a las habilidades de “Miranda”.

–¿Cuándo terminas? –le preguntó Diana–. Tendremos que regresar pronto a casa. ¿No podrías venir a cenar con nosotros?

–Me gustaría mucho –replicó Nabé con ojos brillantes por la emoción–. Haré que Jun-un se cuide de mi puesto. La vieja Ma se ocupa del suyo a partir de esta hora. Si le doy sesenta céntimos vendrá a mi barraca. Me deben una noche libre, así que Tonnerre no puede decir nada si me marcho. ¿Estáis seguros de que a vuestra madre no le importará que vaya?

–En absoluto... tiene ganas de conocerte –replicó Roger–. Le hemos hablado de ti... y de cómo nos conocimos el verano pasado cuando corrimos aquella aventura en Rockingdown. ¿Cómo vendrás hasta casa? Vinimos en bicicleta.

–Oh, me prestarán una –replicó Nabé–. Y “Miranda” puede montar en mi hombro o sobre el manillar, le da lo mismo.

–Puede ir en el cajón con “Ciclón”, si quiere –le dijo Chatín.

Pero la mona no quiso, prefiriendo ir en el manillar de la bicicleta de Nabé. El viento echaba hacia atrás su pelo suave haciendo ondear su faldita.

Pronto dejaron atrás la feria que a aquella hora estaba muy animada. Los feriantes gritaban anunciando las atracciones, la gente reía, y el tiovivo lanzaba al aire la música de sus altavoces. Chatín hubiera querido quedarse.

–Vamos –le dijo Roger al ver que quedaba rezagado–. Llegaremos tarde. Y no olvides que tenemos que contar a Nabé nuestro secreto... ¡y habremos de buscar el momento de hacerlo!

–Sí... su secreto. Nabé tal vez pudiera ayudarles. ¡Qué sorpresa se llevaría cuando lo supiera!