Después de comer, Chatín salió al jardín con Roger y Diana, y “Ciclón” pegado a sus talones, dirigiéndose a la pequeña glorieta que estaba orientada hacia el sur, bañada por el sol abrileño.
–¡Caramba! Hace tanto calor como en verano –observó Roger–. Tendré que quitarme la chaqueta. Vaya..., tío Roberto es bastante gruñón, ¿no os parece? Tendremos que vigilar nuestros modales, o empezará con aquello de “en mis tiempos los niños sabían lo que era educación”, y “nunca se han visto ni oído...”, etc.
–Tengo algo que deciros –exclamó Chatín–. Acerca de vuestro tío.
–Adelante entonces..., di lo que sea. ¿Qué has estado haciendo? ¿Has puesto su loción capilar a “Ciclón”? –le preguntó Roger.
–No quieras dártelas de gracioso –replicó Chatín–. No sabes. Escucha..., yo vine en el tren con él, pero me apeé en la estación Norte, y él en la estación Sur, donde Roger fuera a esperarle... y durante el viaje estuvimos... conversando.
Sus primos le miraron sorprendidos.
–¿Sí? –exclamó Diana–. Bueno... ¿Y por qué no lo dijiste? ¿Por qué guardar tanto misterio?
–Pues, veréis..., por lo que voy a deciros..., él me contó una ridícula historia: que había tenido que abandonar el sitio donde estaba porque los ladrones habían penetrado a través de las puertas cerradas para robar papeles y cosas –les explicó Chatín–. Las cartas de Nosequién, y las recetas de lady Nosecuántos..., una sarta de tonterías. Y..., bueno..., yo también le conté una historia. Me dije que los dos podíamos tomar parte en el juego... y me estuve divirtiendo.
–¿Quieres decir que le endosaste algún cuento de hadas? –preguntó Roger–. ¿Qué fue lo que le dijiste?
Chatín les relató la historia que había contado a tío Roberto finalizando con su huida de la banda llamada Manos Verdes, porque siempre llevaban guantes de ese color. Diana y Roger le escucharon atónitos y terminaron riendo.
–Diantre, Chatín..., ¡realmente eres el mayor charlatán que ha existido! –dijo Roger al fin–. ¿Por qué tuviste que contar todo eso a tío Roberto?
–Bueno, ¿cómo iba yo a saber que era vuestro tío? –replicó Chatín–. Ni siquiera sabía que existiera, y mucho menos que viniera a vivir con vosotros. Os aseguro que me llevé un buen susto cuando le vi en la habitación de los huéspedes. Por poco me desmayo.
–Pues vas a llevarte otro cuando le diga a papá todo lo que tú le contaste –continuó Roger–. A papá no le gustan esas cosas, ni comprende esa clase de bromas.
–Lo sé –repuso Chatín con desaliento–. He advertido a tío Roberto que no debe decir ni una palabra. Él lo cree todo, ¿comprendéis? Supongo que ahora le aterroriza pensar en la banda Manos Verdes..., igual que le atemorizaron los ladrones que atravesaban las puertas de la casa donde estaba.
–Bueno, hay que ser tonto para creer tus historias –dijo Diana–. ¡Oh, Dios mío...! Tú siempre nos traes complicaciones. Ahora no se te ocurra asustar al pobrecillo enviándole notas siniestras, o dibujos de manos verdes, ni nada por el estilo.
–¡Ooooh!..., es una idea –exclamó Chatín–. ¡Ooooh!, oye..., ¿no le daría un síncope?
–Sí, y lo primero que haría es contárselo a papá y te ganarías una buena reprimenda –replicó Roger.
–Entonces no lo haré –dijo Chatín, que guardaba clara la memoria de uno de los hermanos de tu tía–. No quiero llegar a esos extremos con tío Ricardo.
–Será lo mejor –repuso Roger–. No está de muy buen humor estos días..., creo que porque ha venido tío Roberto... y encima nosotros, tú y “Ciclón”..., por eso la vida le parece bastante amarga de momento.
–Pobre papá –dijo Diana–. Será mejor que procuremos no molestarle.
–Buena idea –exclamó Chatín decidiendo no acercarse a su tío Ricardo más que lo estrictamente necesario–. Quisiera saber si tío Roberto contará la historia de los ladrones a vuestros padres.
Lo hizo aquella misma noche. Estaban todos sentados en la sala de estar, los niños jugaban, la señora Lynton cosía, su esposo leía y “Ciclón” no cesaba de dar vueltas por el suelo.
Tío Roberto llenó su pipa y se dirigió a la señora Lynton:
–Has sido muy amable recibiéndome aquí en tan corto plazo, Susana –le dijo–. Pero, a decir verdad, estaba volviéndome loco... y tuve que abandonar la casa solariega de Chelie.
–¿De veras, tío Roberto? ¿Por qué? ¿No estabas cómodo? –le preguntó la señora Lynton.
–Oh, sí, mucho. La casa solariega de Chelie es muy cálida y cómoda –repuso el anciano–. Pero ocurrieron cosas tan extraordinarias..., ¿sabes?
La señora Lynton le miró sobresaltada, y los niños dejaron sus juegos con un gesto de asentimiento.
–Ahora lo soltará –susurró Chatín.
El señor Lynton dejó el periódico de la noche.
–¿Qué cosas extraordinarias fueron ésas? –preguntó–. No puede ocurrir gran cosa en una casa como ésa, que es más que nada un museo.
–Alberga grandes tesoros –replicó el anciano con dignidad–. Pertenece a sir John Haberry, como ya sabéis, un hombre que colecciona rarezas de muchas clases..., en particular papeles antiguos... cartas y documentos.
–¿Eh..., no posee algunas de las cartas de lord Macaulay? –preguntó Chatín con aire inocente recordando que tío Roberto las había mencionado en el tren.
Se hizo un silencio en el que se pudo oír a “Ciclón” rascándose enérgicamente.
–Estate quieto, “Ciclón” –le dijo su amo empujándole con el pie, y el perro obedeció.
–Vaya, es la primera vez que te oigo hacer un comentario inteligente –exclamó el señor Lynton, sorprendido–. Yo creía que ni siquiera conocerías el nombre de lord Macaulay.
–Eh..., Chatín tiene razón –apresuróse a decir tío Roberto–. Entre los artículos robados habían algunas cartas de Macaulay. Ricardo, fue el robo más extraordinario que puedas imaginarte. Las puertas estaban cerradas, y las ventanas también. No había ningún tragaluz, ni ninguna otra entrada en la habitación donde se guardaban los papeles y, sin embargo, una noche entraron ladrones y se los llevaron, desvaneciéndose igual que habían llegado..., ¡a través de las puertas y ventanas cerradas! ¿Qué opinas de todo esto?
–Opino que es bastante tonto hacer una declaración semejante –replicó el señor Lynton–. Los ladrones no atraviesan las puertas cerradas, a menos que tengan una llave.
–Pues no la tenían –repuso tío Roberto–. Las llaves están en un llavero que sir John guarda en su bolsillo. No existen duplicados. Y lo que es más..., las puertas no revelaron huellas de ninguna clase.
–Los ladrones suelen llevar guantes –repuso la señora Lynton.
–Guantes verdes –dijo Chatín, sin poder contenerse.
Tío Roberto pareció sobresaltarse, y la señora Lynton miró a Chatín muy extrañada. Primero manos verdes, y ahora guantes verdes. ¿Qué quiso decir?
El señor Lynton no hizo el menor caso del comentario del niño, atribuyéndolo a su acostumbrada tontería.
–Bueno, tío Roberto –dijo volviendo a coger el periódico. Todo lo que puedo decirte es que si tú te marchaste... por creer que los ladrones habían atravesado las puertas cerradas..., no Hiciste bien. Debieras haberte quedado para tratar de descubrir quién robó los papeles. Vaya, si tus anfitriones no te conocían muy bien, pudieron pensar que fuiste tú, ya que te marchaste.
–No puedo creerlo –repuso tío Roberto poniéndose inmediatamente a la defensiva–. No, mi querido Ricardo, eso es imposible, del todo imposible.
–Supongo que sería algún gitano o vagabundo –dijo la señora Lynton tratando de calmarle, pero el tío-abuelo lanzó un gruñido inesperado mirándola con aire de reproche.
–¡Mi querida Susana! ¿Tú crees que un gitano o un vagabundo saben distinguir qué papeles tienen valor y cuáles no? Este ladrón sabía exactamente lo que debía llevarse.
–Bueno, no me cabe la menor duda de que este misterio quedará resuelto más pronto o más tarde– dijo el papá de los niños desdoblando el periódico–. Supongo que si ese ladrón es tan listo como dices, volverá a apoderarse de otras cosas.
–Ya lo ha hecho por tres veces –repuso su tío–. Sir John me lo dijo. Él cree que fueron los mismos ladrones porque al parecer cada vez atravesaron las puertas cerradas con toda facilidad.
–Bien, creeré que las atraviesan cuando yo lo vea –le replicó el señor Lynton en tono seco.
–Tío Roberto..., ¿tú crees que ese ladrón volverá a robar papeles en otra parte? –quiso saber Diana–. Si es así, me gustaría leerlo. ¿No vendrá en los periódicos?
–Oh, sí –contestó su tío-abuelo–. Siempre se publica en la prensa. Creo que en mi maleta tengo uno que trae el último robo. Podéis ir a buscarlo si queréis.
Roger echó a correr escaleras arriba con “Ciclón”, pisándole los talones. El perro siempre procuraba acompañar a todo el que subía tratando de hacerle caer poniéndose entre sus piernas, o delante cuando bajaba. Al cabo de un rato se oyó un fuerte golpe y un grito.
–¡Oh, Dios mío! –exclamó la señora Lynton–. ¿Te has hecho daño, Roger?
El niño entró cojeando seguido de “Ciclón”, que le miraba con ojos tristes.
–Le he pegado –explicó a Chatín–. Me ha hecho caer por la escalera. Está más loco que nunca. Ya tengo el periódico. ¿Dónde está la noticia del robo, tío Roberto?
El abuelo buscó la nota que sólo constaba de unas pocas líneas que los niños leyeron ávidamente acuciados por la curiosidad.
Entonces Diana se fijó en un anuncio y lo señaló.
–Mirad –dijo–. Viene el anuncio de una feria en esa localidad. Me pregunto si irán a ella Nabé y “Miranda”.
–¿Ese Nabé es el niño que me hablasteis..., que tiene una mona y que corrió tantas aventuras con vosotros el verano pasado? –preguntó su madre y Roger asintió.
–Sí. Es muy simpático, mamá. Ya sabes que lleva una vida muy peculiar..., yendo de feria en feria y de circo en circo, ganándose la vida con “Miranda”, su mona. Es encantadora.
La señora Lynton le miraba poco convencida.
–Bueno, no me gustan los monos –dijo–. Pero por todo lo que me hacéis contado, Nabé parece un niño agradable, aunque con un carácter extraño.
–Quisiera saber si estará en esa feria que anuncian aquí –dijo la niña volviendo a mirar el anuncio–. Mira, Roger..., vienen los nombres de todos los artistas..., por lo menos los principales... Vosta y sus dos chimpancés, “Hurly” y “Burly”..., ¡qué nombres más bonitos! Tonnerre y sus elefantes, y el famoso tirador, Billy Tell...
–Supongo que debe ser el diminutivo de Guillermo Tell –sonrió Chatín–. Continúa.
–Caballitos, tiovivos, columpios..., no..., no dice nada de un muchacho con un mono –dijo Diana, decepcionada–. Aunque en realidad tal vez tampoco le mencionarán..., no debe ser uno de los principales artistas.
–¿Alguno de vosotros tiene su dirección? –preguntó Chatín, pero nadie la tenía. Nabé no era aficionado a escribir, y los niños no habían tenido noticias suyas desde Navidad.
–Vamos a terminar la partida –dijo Roger perdiendo interés por el periódico–. No, no puedes subirte sobre mi rodilla, “Ciclón”. Vete a jugar con “Arenque”..., ese bonito juego que se llama gruñe-y-araña. ¡Te gustará!