Capítulo II - Chatín se divierte

Chatín se alegraba de ir a pasar las vacaciones a casa de sus primos. La señora Lynton, su tía le era muy simpática, así como el señor Lynton, aunque tenía sus repentinos arranques de genio. ¡Qué gusto volver a ver a Roger y a Diana!

Habían enviado su equipaje por el recadero, y sólo llevaba un maletín... y a “¡Ciclón!”, desde luego, y ahora estaba esperando el tren. Era un niño pelirrojo, de nariz respingona y rostro cubierto de pecas; silbaba desafinando mucho mientras aguardaba.

Su perro levantó las orejas como hacía siempre que su amo producía un ruido cualquiera.

El tren llegó con tantos resoplidos y estruendo que el perro se asustó y alarmado fue a ocultarse debajo de un asiento de la sala de espera.

Chatín le siguió indignado.

–¿Qué es lo que estás haciendo, estúpido? ¡Echar a correr de esa manera! ¡Cualquiera diría que no has visto un tren en tu vida! ¡Ven aquí!

El tren lanzó un agudo silbido y “Ciclón” se refugió todavía más lejos y el niño no sabía cómo sacarle de allí.

–Escucha... ¡el tren se irá antes de que podamos cogerlo si no sales en seguida! –le gritaba Chatín exasperado–. Sal de ahí, te digo. ¿Qué es lo que te pasa?

Al fin consiguió agarrar al pobre “Ciclón” y cogiéndole en brazos corrió hacia el tren. Un empleado estaba ya cerrando las puertas.

–¡Eh... sube en seguida! –le gritó el hombre–. ¡El tren está a punto de salir!

El pobre niño no tuvo tiempo de escoger su departamento como hacía siempre. Le gustaba viajar completamente solo, para cambiar de sitio continuamente y mirar por la ventanilla que más le agradase. Esta vez no tuvo tiempo de mirar nada, y abriendo la primera puerta que encontró arrojó su perro al interior, y luego subió él aterrizando de bruces en el suelo del departamento. El empleado cerró la puerta de golpe y el tren se puso en marcha.

“Ciclón” escurrióse debajo del asiento.

–¡Estúpido perro! ¡Por tu culpa casi perdemos el tren! –le reprendió Chatín, y poniéndose en pie comenzó a sacudirse el polvo, mientras echaba un vistazo al departamento, que, gracias a Dios, sólo estaba ocupado por una persona que contemplaba al niño con evidente asombro. Era un anciano de cabellos plateados, ojos azules muy claros y una pequeña barba puntiaguda también muy blanca.

–Hijo mío –le dijo–, es una imprudencia coger el tren con el tiempo tan justo.

–He estado esperando veinte minutos –replicó Chatín indignado–. Vamos, “Ciclón”, sal de ahí. Te vas a poner perdido.

Al fin apareció el perro con el rabo entre las patas, y el anciano le contempló con desagrado.

–¡Perros! –exclamó–. Yo creo que debieran viajar en el furgón. Siempre huelen y se rascan continuamente... No me gustan.

–Claro que huelen –dijo Chatín tomando asiento frente al anciano–. Es un olor agradable..., un olor perruno. Igual que el olor a caballo. Y también me gusta el olor a vaca. Y en cuanto a...

–No deseo discutir contigo –repuso el anciano–. No me gusta el olor a perro, y no me gusta la manera que tienen de rascarse.

–“Ciclón” no se rasca nunca –replicó el niño en el acto–. Los perros sólo se rascan cuando están llenos de pulgas. Yo tengo a “Ciclón” siempre muy limpio. Le cepillo cada día y...

El perro adoptó una postura muy peculiar y empezó a rascarse con todas sus fuerzas, produciendo un ruido semejante al redoble de un tambor contra el suelo del departamento.

Chatín, enfadado, le empujó con la punta del pie.

–Basta, idiota. ¿No has oído lo que acabo de decir?

“Ciclón” le miró con aire sumiso, y empezó a rascarse de nuevo. El anciano parecía disgustado.

–¿Te importaría llevarlo al otro extremo del departamento? –le dijo–. Recordando tu observación de que los perros sólo se rascan cuando están llenos de pulgas, no me resultaría agradable su proximidad.

–¿Qué significa eso? –preguntó Chatín sin moverse–. Le aseguro que no tiene pulgas, nunca...

–No estoy dispuesto a discutir –replicó el anciano–. Bueno, si no te llevas al perro, tendré que moverme yo. Pero debo hacer constar que los niños de hoy en día no se distinguen precisamente por sus buenos modales.

Chatín apresuróse a llevar a “Ciclón” al otro extremo del departamento, sintiéndose avergonzado. El perro quiso subirse al asiento, pero el anciano le miró con tal aire de desaprobación, que el niño, sobrecogido, no se atrevió a permitírselo.

Afortunadamente, “Ciclón” se puso a dormir, y el niño abriendo su maletín, tomó un libro, comenzando a leer. El anciano quiso ver lo que leía Chatín. Era un libro con una portada espeluznante y un título extraordinario. Se titulaba “¡Espías! ¡Espías! ¡Espías!”

Chatín se arrellanó en el asiento lejos de este mundo, y el anciano quedó estupefacto al ver un título tan peculiar.

–¿De qué se trata tu libro? –le preguntó al fin.

El niño consideró que era una pregunta tonta, ya que el título estaba bien a la vista.

–Sobre espías –le contestó–. Y robos de mapas y planos antiguos y cosas por el estilo.

El anciano contempló al niño haciendo una curiosa observación:

–¡Espías! ¡Y cómo no! Tenían que haber sido espías.

Chatín alzó los ojos asombrado.

“¡Qué viejo más extraño! –pensó–. ¿De qué esto hablando ahora?”

–Es curioso que estés leyendo un libro que trata del robo de documentos antiguos –continuó el anciano–. Porque acabo de abandonar un sitio donde tuvo lugar un robo de esa clase. ¡Terrible, terrible!

Chatín le miraba con los ojos muy abiertos.

–¿Qué es lo que robaron? –preguntó.

–Las cartas de lord Macaulay, los mapas antiguos del condado de Lincolnshire y la correspondencia entre lady Eleonor Ritchie y su hermana –repuso el anciano meneando su cabeza con aire solemne–. Y las recetas antiguas de la viuda lady Lucy, y...

Todo aquello era griego para el niño que empezó a pensar que el anciano le tomaba el pelo, y decidió hacer lo mismo.

–Y supongo que también desaparecieron el árbol genealógico de todos los perros y las cartas escritas por lord Popoffski –dijo en tono grave y de circunstancias.

Ahora le tocó extrañarse al anciano.

–Ah..., ya veo que no me crees –dijo con aire digno–. Bien, permíteme decirte una cosa, jovencito. Este robo tuvo lugar en una habitación cerrada con llave y sin que nadie la abriera. El ladrón penetró en ella estando cerradas todas las ventanas y sin abrir ninguna. No dejó huellas, ni hizo el menor ruido.

Chatín no creía una palabra, y contempló al anciano con aire incrédulo.

–Vaya –continuó su compañero de viaje–, es una historia extraña, ¿verdad? Demasiado extraña para mí. Por eso he dejado la casa donde ocurrió y no pienso volver. No me gustan los ladrones que atraviesan las puertas cerradas. ¿Y a ti?

Chatín dejó su libro. Si era cuestión de inventar historias, él también sabía hacerlo.

–Es curioso que me cuente usted todo eso, señor –le dijo con vehemencia–. Yo también huyo. He descubierto un complot, un complot siniestro.

–¡Cielo santo! –exclamó el hombre alarmado–. ¿Qué clase de complot?

–Pues sobre una especie de bomba atómica, señor –continuó Chatín divirtiéndose de lo lindo–. Trataron de cogerme, señor... y casi lo consiguen.

–¿Quién trató de cogerte? –preguntó el anciano asombradísimo.

–¡Chissss! –dijo el niño en tono misterioso mirando a su alrededor como si sospechara que “le” estaban escuchando–. Los Manos Verdes, señor..., seguramente habrá oído hablar de esa banda...

–No. No la he oído nombrar nunca –repuso su interlocutor–. ¿Quiénes son?

–Es una banda internacional, señor –dijo Chatín disfrutando a más y mejor y maravillado de sus dotes inventivas–. Han logrado apoderarse del secreto de la bomba atómica, señor... y yo me enteré por casualidad. Me capturaron y querían que trabajara para ellos.

–¿Qué?... ¿Un niño como tú? –dijo el hombre.

–Utilizan también a los niños –replicó Chatín–. Para experimentos y cosas por el estilo, ya sabe. Y bueno, no quise volar hecho pedazos...

–¡Válgame el cielo! –exclamó el viejo–. Esto es increíble. Debieras dar parte a la policía.

–Me largo –dijo el niño bajando la voz hasta convertirla en un susurro–. Pero ellos me siguen, señor..., los Manos Verdes. Sé que me están siguiendo... y darán con mi pista, y al fin me cogerán.

–¡Pero esto es increíble! –repitió el anciano enjugándose la frente con un enorme pañuelo de seda blanca–. Primero estoy en una casa donde los ladrones atraviesan las puertas y ventanas cerradas... y ahora viajo con un niño perseguido por..., ¿por quién dijiste?..., los Manos Verdes. ¿Es que..., es que tienen las manos verdes?

–Llevan guantes verdes –improvisó Chatín con osadía–. Tenga cuidado si ve a alguien que lleve guantes verdes..., sea hombre o mujer.

–Sí. Sí, lo tendré –replicó el anciano–. Mi pobre niño..., ¿no tienes padres que cuiden de ti?

–No –replicó Chatín diciendo la verdad por primera vez en cinco minutos–. No los tengo. Me voy al campo a casa de mis primos. Espero que los Manos Verdes no me encuentren allí. No quisiera que todos volásemos hechos pedazos.

–¡Dios nos asista! ¡Es increíble! ¡Las cosas que ocurren hoy en día! –dijo el anciano–. Sigue mi consejo, muchacho, y avisa a la policía.

El tren se detuvo y Chatín por casualidad miró por la ventanilla poniéndose en pie de un salto que sorprendió al viejo en gran manera.

–¡Troncho! ¡Ésta es mi estación! Vamos, “Ciclón”, ¡despierta! Muévete. Adiós, señor... y espero que coja a su ladrón a puerta cerrada.

–Adiós, hijo mío. Hemos tenido una conversación muy interesante... y sigue mi consejo..., avisa...

Pero sus palabras se perdieron entre los pitidos de la máquina y el ruido de la puerta al cerrarse. Chatín se había ido con su perro, y el anciano reclinóse en el asiento. Vaya, vaya, vaya..., ¿a dónde iba a parar el mundo? Pensar que incluso un niño podía verse complicado en semejantes conspiraciones. Era alarmante.

“¡Nadie está a salvo en estos días! –pensó el viajero tristemente–. ¡Es muy alarmante!”