Era muy fácil decir: «Id a casa a dormir». En primer lugar ya no quedaba gran cosa de la noche, y en segundo, ¿cómo acostarse y dormir en paz después de semejante aventura?
Sintiéndose completamente despabilados, los tres niños abandonaron el Ayuntamiento y echaron a andar por la carretera una vez más. «Miranda» iba sobre el hombro de Nabé, bastante abatido después de todos los extraños acontecimientos de aquella noche.
—No volverán a gustarle las campanas —dijo Nabé acariciándola—. ¿Verdad, «Miranda»? Debió saltar por la ventana de la torre cuando desapareció.
—Diana debe estarse preguntando qué ha ocurrido —dijo Roger—. Es extraño que la señorita Pimienta y la señorita Ana no hayan venido a ver qué ocurría.
Vieron luz en la habitación delantera al aproximarse a la casa, y a Diana esperándoles en la puerta con expresión preocupada. A su lado estaba «Ciclón» hecho una fiera. En cuanto Chatín entró en el recibidor se abalanzó sobre él como una bala de cañón, y «Tirabuzón» lo mismo. Durante unos minutos nadie fue capaz de hacerse entender a causa de sus ladridos.
—¡Niños! ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo habéis salido a estas horas sin decírnoslo? —exclamó la señorita Pimienta—. Diana me ha contado una historia tan extraña que apenas puedo creerla. ¿Qué significa lo de ese pasadizo secreto, las campanas, un hombre enfermo y…?
—Ahora podemos explicárselo todo, señorita Pimienta —repuso Roger, pálida y cansado, pero muy contento. Nabé tenía el mismo aspecto de siempre, y Chatín estaba sucísimo después de su larga permanencia en la oquedad de la chimenea. «Miranda» no se dejaba ver. Acurrucada en el interior de la camisa de Nabé, no dejaba asomar ni una pata. ¡Estaba demasiado agotada para hacer ruido!
Poco a poco fueron contando la historia, y a la señorita Ana casi se le salieron los ojos de sus órbitas.
—¡Qué cosas suceden! —exclamó—. Nunca oí nada semejante.
Nabé le explicó lo de las campanas, cómo tuvo que tocarlas para despertar al pueblo y avisar a la policía, y lo bien que había resultado su plan.
—Las campanas también nos despertaron a nosotras —dijo la señorita Pimienta—. Y me asusté muy de veras. No pude por menos que recordar la antigua leyenda. No imaginé que hubiera nadie en la torre tocándolas a esas horas de la noche y menos que fueras tú, Nabé.
—¡Cielos, y que las toqué con todas mis fuerzas! —replicó Nabé—. Casi me quedo sordo. Tenía que moverlas tirando de sus cuerdas, que son muy cortas, ¿comprende? Estoy seguro de que fue «Miranda» quien las hizo sonar la primera vez… supongo que por pura casualidad. Probablemente saltaría sobre ellas sin saber que harían ruido, y luego, al asustarse, continuó saltando a más y mejor.
—Pobre «Miranda» —exclamó Chatín introduciendo su mano en la camisa de Nabé para acariciar a la monita, que ni siquiera se movió.
La señorita Ana preparó leche y trozos de pastel para que comieran mientras hablaban.
—Es curioso el apetito que dan las aventuras —dijo Chatín—. Hace años que no tenía tanta hambre como hoy.
—Tonterías —replicó Diana—. Siempre estás diciendo lo mismo. Chatín, he pasado muy mal rato aquí sola preguntándome una y mil veces qué os estaría ocurriendo. No podía soportarlo… y «Ciclón» era un verdadero estorbo. Tuve que apretarle el hocico contra la almohada cuando empezaba a aullar… por miedo a que le oyera la señora Pimienta.
—Guau —ladró «Ciclón» con aire triste, y mirando a su amo con reproche.
—Está amaneciendo —dijo la niña asomándose a la ventana—. El sol no tardará en salir. No creo que valga la pena acostarse ya, ¿verdad, señorita Pimienta?
—Claro que sí —dijo el aya, que estaba bastante aturdida con todo lo que acababa de oír. ¡Aquellos niños! Era verdaderamente peligroso cuidar de ellos. Nunca se sabía lo que harían a continuación. Se puso en pie.
—Vamos —les dijo—. Acostaros tal como estáis… sin lavaros. Meteos en la cama y dormid hasta las doce si queréis.
—Cielo santo… ¡estaremos despiertos mucho antes! —exclamó Chatín levantándose y bostezando ruidosamente. Pero no se despertaron hasta pasadas las once y media, y hubieran continuado durmiendo a no ser por los ladridos de «Tirabuzón». Chatín corrió a la ventana para ver cuál era el motivo de aquella algazara.
—¡Es la policía! —exclamó excitado—. Tres agentes… y tienen un aire muy importante. Vistámonos… y bajemos ahora mismo.
—Será mejor que antes te laves la cara, Chatín —le dijo Roger—. ¡Eh, Nabé, levántate de una vez!
A Nabé le habían permitido dormir en un sofá en la habitación de Roger, con «Miranda» en los brazos. La señorita Ana no tuvo valor para enviarle al cobertizo, y con gran heroicidad dijo que la mona también podía dormir en el diván por una vez.
Pronto bajaron todos y los policías les recibieron con una amplia sonrisa.
—¿A qué han venido? —preguntó Chatín con ansiedad.
—Oh, sólo para ver si podíamos persuadiros para que ingresarais en el cuerpo de policía —dijo el inspector sonriendo—. Creo que seríais una gran ayuda.
Chatín creyó que hablaba en serio y contempló al inspector estupefacto.
—Troncho… ¿Quiere decir que no volveríamos al colegio?
—No seas tonto —replicó el inspector dándole un golpe cariñoso en un costado—. ¿Es que no sabes distinguir una broma?
—¡Oh! —exclamó Chatín con tal desilusión que los tres policías soltaron la carcajada.
—Hemos venido para aclarar ciertos puntos —replicó el inspector—. ¿Cómo sospechasteis que ocurría algo extraño en el Ayuntamiento?
Nabé les contó que un hombre le había llevado en su camión hasta Lillinghame… y que luego, ante su sorpresa, volvió a verle en el Ayuntamiento aquella misma noche a poco de dejarle.
—Sé que era el mismo… porque llevaba en su camión un letrero que decía «Piggott, electricista» —continuó Nabé, y los policías se miraron intercambiando un gesto de asentimiento.
—Es lo que queríamos saber —replicó el inspector escribiendo en su cuaderno de notas—. Hace tiempo que vigilamos a ese Piggott. Siempre realiza extraños viajes al Canal de Bristol y por estos alrededores. Ahora sabemos por qué. Cuando sus compinches arribaban al canal con uno o dos hombres a bordo que deseaban entrar en el país y esconderse hasta tener algún documento, Piggott les echaba una mano. Y cuando se realizaba algún secuestro, también Piggott ayudaba con su camión. Probablemente tiene un doble fondo. Tendremos que examinadlo minuciosamente.
—¡Pensar que por aquí estaban ocurriendo estas cosas! —exclamó la pobre señorita Ana, que estaba realmente trastornada por todos aquellos acontecimientos.
—También queremos aclarar quién tocó las campanas la otra vez —dijo el inspector.
—Creo que fue «Miranda», mi mona —replicó Nabé.
—¿Estabas tú en el Ayuntamiento con ella? —preguntó el policía—. Tengo entendido que era de noche.
—Sí, inspector —replicó Nabé pareciendo muy violento—. No tenía dónde dormir, así que trepé por la hiedra y dormí en la cama con dosel. Supongo que hice mal.
—Hiciste mal —replicó el inspector—. Pero tengo entendido que trabajas en los circos, que no tienes casa… y que duermes donde puedes.
—Eso es cierto, inspector —dijo Nabé—. Espero que no me acusen por ello. No hice nada malo.
—No daremos parte —repuso el policía—. Eres un buen chico y has demostrado ser muy valiente. ¿Y ahora ya tienes dónde dormir?
—Sí —replicó la señorita Ana, sorprendiéndoles a todos—. Se quedará aquí conmigo, hasta dentro de una semana en que se irán los niños. Yo cuidaré de él.
Nabé la miró agradablemente sorprendido y Diana abrazó a la señorita Ana mientras Chatín gritaba: «¡Hurra!», y Roger se frotaba las manos de gusto. Ahora podrían estar juntos continuamente. ¡Bien por la señorita Ana!
—Si queda bajo su cuidado, estará perfectamente —dijo el inspector guiñando un ojo—. Así no tendrá que dormir en camas con dosel… ni taparse con los tapetes. Nos dimos cuenta de lo arrugados que estaban cuando descubrimos que alguien había dormido en aquella cama… y en el diván de la planta baja.
—Nabé es muy bueno —dijo Chatín con gran lealtad—. Puede usted confiar en él, inspector.
—Creo que estoy de acuerdo contigo —repuso el policía. Luego hizo algunas preguntas más y al fin cerró su cuaderno—. Esto es todo —dijo—. Y os deseo una semana muy feliz… ¡sin la menor sombra de aventura que la estropee en lo más mínimo!
—Oh, inspector —protestó Chatín—. Las aventuras no estropean nada. Oiga…, ¿podremos ir al Ayuntamiento y volver al pasadizo secreto? No examinamos a fondo el armario que hay en la pared, ni la cámara secreta. ¿Vio usted aquel pequeño armario con velas y otras cosas?
—Oh, sí —replicó el inspector—. Probablemente vimos tanto como vosotros, aunque no tan pronto. Supongo que esas velas las guardaban allí para alumbrar el pasadizo secreto cuando estaba ocupado. Podéis ir al Ayuntamiento si lo deseáis y explorarlo todo… con una sola condición.
—¿Cuál? —preguntó Roger.
—Que toquéis las campanas si encontráis algún prisionero, maleante o sospechoso escondido en cualquier cámara secreta, en el pasadizo o en las habitaciones —dijo el inspector con aire solemne.
—Dios Santo —exclamó la señoría Ana alarmada, y los niños rieron.
—¡Lo prometemos! —dijeron los niños, acompañando a los policías hasta la puerta de la cerca, y luego de verles marchar por la calle, estuvieron un rato charlando. «Ciclón» y «Tirabuzón» se aburrían y salieron corriendo.
De pronto la señorita Ana les llamó.
—¿Queréis tomar un piscolabis?
Los niños se volvieron sorprendidos.
—¿Un piscolabis? —exclamó Diana extrañada—. ¿Qué es eso?
—Pues una mezcla de desayuno y comida —replicó la señorita en tono alegre—. Son cerca de las doce… demasiado tarde para desayunar y demasiado pronto para comer… de manera que tendréis que arreglaros con el piscolabis.
Y éste resultó ser una comida maravillosa, que empezó con huevos y jamón, continuando con lengua y ensalada, para terminar con pina americana en conserva y crema.
Chatín la aprobó con grandes elogios.
—¿Por qué no tomamos siempre piscolabis? —dijo—. Oye, Nabé… «Miranda» ha cogido un puñado de trocitos de pina. Es una glotona… ¡ahora que iba a servirme por segunda vez!
«Miranda» iba mordisqueando los pedacitos de pina y sus ojillos negros no cesaban de mirar a Chatín, como si temiera que fuera a quitárselos. «Ciclón» apoyó su cabeza en la rodilla de su amo, y «Tirabuzón» inmediatamente hizo lo propio en la otra.
El niño suspiró feliz.
—Troncho… otra semana entera de excursiones, juegos y paseos a caballo con «Ciclón», «Tirabuzón» y «Miranda»… y Nabé viviendo aquí con nosotros… es demasiado bueno para ser verdad.
—Guau —convino «Ciclón», lamiendo la rodilla desnuda de su amo. «Tirabuzón» en el acto lamió la otra.
—Bueno —dijo Nabé alzando su vaso de limonada—. Brindo por todos nosotros… y ¡por nuestra próxima aventura!