Capítulo XXVIII - ¡Buen trabajo!

—¡Bah! —dijo el policía—. Nos oirán llegar.

—Ya he pensado en eso —repuso Nabé—. ¿No podría disponer que Joe, o cualquier otro armara alboroto en este extremo, para que la banda crea que vamos a entrar y concentre toda su atención en esta parte del pasadizo secreto?

—¡Y no vigilan por el otro lado! —exclamó Roger—. Así podríamos sorprenderles por la retaguardia. ¡Buena idea, Nabé!

—Ah, ya comprendo-dijo el policía. —Sí… muy buena idea. Pero ¿cómo asegurarnos de que el alboroto tiene lugar en el mismo momento en que nosotros nos disponemos a atacar?

—Es bien fácil —replicó Nabé—. Fije una hora para que organice el alboroto… y así sabremos cuándo la banda estará vigilando esta parte del pasadizo y podremos atacar con toda tranquilidad por atrás.

—Sí…, me parece muy bien —dijo el policía—. ¿A qué hora fijamos?

—A ver… se tarda bastante en llegar a la casita del bosque —repuso Nabé calculando—. Y luego hay que bajar al pozo, seguir el túnel… y quitar los escombros; no nos será difícil pasar… Yo creo que si usted dice dentro de un par de horas todo irá bien.

—Bien… entonces a los tres —dijo el policía consultando su reloj—. ¡Y que todo esto tenga que suceder en plena noche! ¿Dónde está Joe? Será mejor que le pongamos al corriente de todo lo que pasa, y que sincronice su reloj con el nuestro.

—Yo iré a decírselo —replicó Roger yendo en busca del servicial y corpulento Joe, quien prometió organizar un alboroto terrible, exactamente a las tres en punto.

—¿A base de gritos, golpes y demás? —preguntó—. Sí, lo haré muy bien. Entonces que se queden conmigo un par de agentes de Lillinghame.

Los policías de Lillinghame llegaron al cabo de dos minutos. Eran cuatro.

—¿Dónde está Joe? —preguntó el policía de la Aldea de las Campanas—. Quiero que le acompañen un par de agentes de Lillinghame. Él les contará lo que ocurre. Y los otros dos que vengan conmigo. Por el camino les irá poniendo al corriente de todo. No debemos detenernos más tiempo.

Y emprendieron la marcha acompañados de los tres niños. Nabé había insinuado la conveniencia de llevar un par de azadas, y las pidieron prestadas a los aldeanos.

Mientras caminaban par la carretera, una pequeña figura negra saltó desde un árbol sobre el hombro de Nabé.

—«Miranda» —exclamó muy contento—. De manera que has vuelto. Estaba muy preocupado por ti. Sabía que te habías asustado mucho.

—¿Quién es «Miranda»? —preguntó el primer policía sin saber ya qué esperar, y al iluminarla con su linterna pegó un respingo—. ¡Un mono! ¿Qué más queda todavía? ¿Es que va a venir con nosotros?

—Sí —replicó Nabé en tono alegre—. ¡Esta noche no pienso volver a perderla! ¡Casi se vuelve loca al oír las campanas!

Caminaron en silencio por el bosque en dirección a la casita de Noemí. No se veía luz en sus ventanas, ya que estaba en la cama profundamente dormida.

—Al pozo —susurró Nabé, y una vez en él, subióse sobre el brocal comenzando a descender rápidamente con la ayuda de las abrazaderas de hierro incrustadas en el muro de ladrillo.

—Oye…, ¿pero qué es esto? ¿Es que hemos dé bajar por ahí? ¡Vaya, pero si es un pozo profundo!

—No hay peligro —replicó Roger que también se dispuso a bajar seguido de Chatín que apenas podía hablar, tanta era su excitación. ¿Qué dirían sus compañeros de colegio al saber aquello?

Los policías les siguieron de mala gana, y las dos azadas fueron bajadas al interior del pozo por medio de una cuerda. Al fin todos estuvieron a salvo en el interior del túnel dispuestos a emprender la marcha.

A ninguno les hacía mucha gracia, aunque los tres niños no lo encontraron tan extraño como los policías, pues ya habían estado antes allí.

Las azadas les fueron muy útiles para apartar los escombros del primer desprendimiento de tierras y no tardaron en poder pasar con facilidad. Cuando se aproximaban al segundo, Nabé se quedó muy quieto advirtiendo a los policías que avanzaran tras él.

—Estamos casi llegando. ¿Qué hora es? ¿Todavía no son las tres, verdad?

—Faltan cinco minutos —repuso el policía.

—Bien, será mejor que nos aproximemos todo lo posible al otro desprendimiento de tierras… el inspector está precisamente detrás… y allí esperaremos a que sean las tres. Es posible que notemos parte del tumulto o quizá no, pero por lo menos oiremos las exclamaciones de los hombres cuando abandonen el lugar donde se halla el inspector, atravesando la pared de ladrillos.

—¿Cómo conseguirán atravesarla? —preguntó el policía, que estaba bastante aturdido.

—No lo sé…, me figuro que deben poder quitar los ladrillos suficientes para pasar por ella —dijo Nabé—. Ahora será mejor que avancemos. Deben ser casi las tres.

Caminaron en silencio hasta el segundo montón de escombros. La rendija por donde Nabé había visto al enfermo había desaparecido. Los escombros habían aumentado algo cubriéndola.

Aquella tos terrible hirió los tímpanos de los que aguardaban.

—Parece muy enfermo —susurró el nervioso policía—. Pobrecillo. Debemos llevarle al hospital sin perder tiempo.

Detrás de los escombros se oía un rumor de voces apagadas, y luego, desde la distancia, llegaron los ecos de un gran ruido. Los hombres que estaban detrás del desprendimiento se sobresaltaron.

—¡Eso es que vienen! —exclamó uno de ellos en voz alta—. ¡De prisa! ¡Al pasadizo! ¿Tienes tú revólver, Charlie? ¡Pronto les enseñaremos de lo que somos capaces!

Luego hubo un silencio, aparte de los ruidos distantes que llegaba, resonando, hasta los que esperaban el momento de intervenir. ¡Era el «alboroto» preparado por el valiente Joe y sus ayudantes!

—De prisa…, ¿dónde están las azadas? —dijo Nabé en tono apremiante—. Hemos de pasar ahora.

Se pusieron a trabajar y al momento quedó el camino expedito, y llegaron a la pequeña y escondida cámaro del túnel, en la que había una cama rústica, un banco, velas y un jarro de agua. Y sobre el lecho un hombre que respiraba trabajosamente.

—¡Rawlings! —exclamó el primer policía—. ¡Estamos aquí!

El enfermo volvió sus ojos inyectados en sangre hacia el grupo reunido ante la entrada del pequeño recinto, y sonrió débilmente.

—Bravo —dijo—. Cójalos, Brown. Son temibles, tengan cuidado, y no dejen que se acerquen los niños.

Empezó a toser de nuevo y los policías atravesaron la pared de ladrillos por una abertura que había en su centro, suficiente para dar paso a un hombre.

Nabé la examinó. Sí… era lo que había supuesto. Algunos ladrillos podían quitarse con facilidad. Estaba a punto de seguir al último policía con Roger y Chatín, pero se lo impidieron.

—Los niños no pueden intervenir en esto —dijo el policía en tono resuelto, aunque cortés.

—No soy un niño —replicó Nabé indignado.

—No os metáis en esto —dijo el policía—. Nosotros lo arreglaremos a nuestra manera. Haced lo que os digo, jovencitos.

Nabé sabía comprender cuando es preciso acatar una orden, y sentándose junto al hombre que yacía en el lecho, observó que ahora se hallaba sumido en un sueño intranquilo. Respiraba tan ruidosamente y con tanta dificultad que era un dolor oírle.

—No nos dejan participar de la parte más emocionante de todo —dijo Chatín en tono de lamentación.

—No te gustaría nada intervenir —replicó Roger—. Quisiera saber lo que está ocurriendo. ¡Eh!

De pronto se oyó un gran alboroto en el pasadizo… voces, chillidos, y las exclamaciones de la guardiana, que continuaron durante algún tiempo hasta que al fin un policía entró en la cámara secreta con rostro sonriente.

—¡Todo ha terminado! —les dijo—. Estaban esperando a que Joe y los otros les atacaran desde arriba… y nosotros les sorprendimos por detrás antes de que tuvieran tiempo de volverse siquiera. No nos oyeron… Y no me extraña, ¡con el jaleo que estaba armando el bueno de Joe!

—¿Los han cogido ustedes a todos? —preguntó Nabé encantado.

—Sí… y también a esa mujer… Lizzie, que les servía de enlace —dijo el policía—. Hace tiempo que íbamos tras ellos… y ella estaba en el Antiguo Ayuntamiento ante nuestras propias narices. Salgamos. Enviaremos un médico en seguida al pobre Rawlings y podrá ser sacado de aquí y llevado a un hospital. Está muy mal.

—Estoy bien —replicó una voz débil al mismo tiempo que el enfermo abría los ojos—. Me encuentro mucho mejor ahora que sé que la banda ha sido arrestada. Sé muchas cosas de ellos y de sus amigos. Yo…

Empezó a toser.

—No diga ni una palabra más, inspector —le dijo el policía en tono amable—. El doctor vendrá al instante.

Y haciendo una seña a los niños, salieron por el agujero de la pared de ladrillos, dejando a un agente en la pequeña cámara escondida, para que hiciera compañía al inspector en tanto llegaba la ayuda.

Los niños avanzaron por el pasadizo hasta la habitación de los paneles de madera, donde una cabeza tocada con un casco se asomó para ver qué ocurría.

—Oh, son los niños —dijo la cabeza de aquel policía—. Salid de ahí.

Los niños obedecieron, viendo una gran multitud reunida en aquella reducida estancia… muchos policías, la guardiana, los tres hombres pertenecientes a la banda y un hombre que desapareció por el pasadizo secreto llevando un maletín negro. Era el médico.

Los tres hombres y la mujer estaban esposados; ellos tenían una expresión sombría y la mujer parecía asustada. Al ver a los niños se quedó atónita, pues los reconoció en seguida.

—¡Vosotros! —les dijo—. De manera que fuisteis vosotros espiando y…

—Cállate —le dijo uno de la banda en tono crispado, y la mujer se sometió, pero estuvo mirando a los niños como si fuera a comérselos.

—Buen trabajo —exclamó uno de los policías de Lillinghame, que al parecer era un inspector que se había hecho cargo de los prisioneros—. Buena redada… y tenemos en perspectiva otras, una vez hayamos recibido ciertas informaciones del inspector Rawlings.

—Ahora iros a casa, pequeños —les dijo el policía que había dirigido las operaciones en el túnel—. Nos veremos mañana. Lo habéis hecho muy bien. Ahora marchad a casa a dormir… ¡si podéis!