Chatín olvidó sus temores y abandonando la cámara secreta tan rápidamente que casi se cae dentro de la chimenea corrió hacia el vestíbulo. Apenas entraba en él la luz de la luna y todo estaba muy oscuro, pero ahora sentíase muy valiente.
Llegó junto a la puerta, después de tropezar dos veces con las alfombras, y haciendo girar el enorme pomo, tiró de ella con fuerza.
Los policías llevaban linternas muy potentes y en el acto iluminaron a Chatín, sin saber qué era lo que esperaban ver, quedando estupefactos al ver a un niño de unos doce años con la cara manchada de hollín que le sonreía satisfecho.
—¡Vaya! ¿Qué significa esto? —dijo el primer policía—. ¿Que haces aquí? ¿Y quién toca las campanas?
—No lo sé —repuso Chatín—. ¡Cielos, cuánto me alegro de que hayan venido! Las campanas tocan para indicar que aquí hay enemigos. ¡Estén alerta, cuidado!
Los aldeanos habían empezado a entrar en tropel y los policías se volvieron.
—¿Dónde está Joe? Joe, contén a esa gente. Tal vez haya peligro.
Las palabras seguían tocando alocadamente. ¡Nabé hacía las cosas a conciencia! Descansaba de cuando en cuando, pero se había propuesto continuar tocándolas hasta que ocurriera algo.
Los dos policías se dirigieron al pie de la torre cuadrada resueltos a descubrir al que las tocaba, y Chatín les siguió a cierta distancia convencido de que tocaban por sí solas, y sin que le agradase la perspectiva de acercarse a ellas, cuando se comportaban de un modo tan extraño.
Los policías abrieron la puerta del pie de la torre y subieron la escalera de caracol con sumas precauciones e iluminándola con sus linternas hasta llegar a la plataforma. Nabé vio las luces en el acto y retiró las manos de las cuerdas contemplándoles con recelo. ¿Serían… amigos o enemigos?
Y al fin, con gran alivio, pudo distinguir el uniforme azul de un policía, y casi se cae por el agujero, loco de alegría. Las campanas fueron cesando en sus tañidos y el primer agente gritó con voz severa y autoritaria:
—¡Eh! ¿Qué es lo que está haciendo ahí arriba? ¿Y por qué toca las campanas o estas horas de la noche? ¿Quién es usted?
—Espere un momento y bajaré a decírselo —replicó Nabé y deslizándose por el agujero con la ayuda de la cuerda, encontró los primeros peldaños y bajó hasta la torre como un gato. Los policías le contemplaron asombrados.
—¡Otro niño! —dijo el primer policía—. Haz el favor de explicarme en seguida qué significa todo esto, jovencito.
—Es muy serio —dijo Nabé—. Muy serio. ¿Han oído hablar alguna vez del detective inspector Rawlings?
Aquella pregunta inesperada produjo gran sorpresa en los policías.
—¿Qué sabes de él? —le preguntó el primero.
—Se lo explicaré —repuso Nabé, intentando a continuación relatar su extraordinaria historia lo más brevemente posible, aunque a los policías les costó algún tiempo comprender lo que trataba de explicarles.
—Pasadizos secretos… Rawlings prisionero detrás de una pared de ladrillos… enfermo, tal vez moribundo… y la banda que ha de venir esta noche… ¿y quiénes son? ¿Y dónde están? ¡Dénoslo, muchacho, de prisa!
—Estoy tratando de decírselo —replicó Nabé impaciente—. ¿Pero no comprenden que es muy urgente? Esos hombres están ahora con Rawlings. ¡Pueden capturarles y rescatarle si se dan prisa! Eso es lo que él había planeado con nuestra ayuda, pero las cosas salieron mal, así que tuve que tocar las campanas para atraerles.
Al fin los policías comprendieron que la situación era realmente apremiante y bajaron la escalera de caracol tan de prisa que casi tiran al suelo a Chatín que estaba escuchando con interés lo que decía Nabé. ¡De manera que era el bueno de Nabé quien había armado todo aquel repiqueteo! ¡Troncho!
—¡Hola, Chatín…! ¿Dónde está Roger? —gritó Nabé al ver a su amiguito.
—No tengo la menor idea —repuso Chatín.
—¿Quién es Roger? ¿Otro amigo vuestro? —preguntó el policía maravillado al ver a tantos niños en plena noche.
—Es mi primo —replicó Chatín—. Cuando nos persiguieron nos separamos para escondernos, y no sé dónde se ha metido.
—Yo os llevaré hasta la entrada del pasadizo secreto —dijo Nabé guiando a los dos policías hasta la pequeña habitación de los paneles de madera—. El pasadizo empieza aquí —dijo Nabé—. Sólo hay que…
Pero fue interrumpido por un terrible estrépito procedente de un arcón cercano. Roger había oído la voz de Nabé y estaba golpeando la tapa para que le abrieran. Golpeaba el fondo del arca con sus tacones y la tapa con sus puños, y gritaba con toda su voz:
—¡Sacadme de aquí! Estoy encerrado. ¡Sacadme de aquí!
—¡Dios nos asista! —exclamó un policía sorprendido—. ¿Qué ocurre ahora? ¿Quién está ahí? ¿Es una comedia o qué?
—Es Roger —exclamó Nabé abriendo el arcón del que salió el niño de un brinco como un muñeco de resorte.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al salir—. ¡He oído las campanas!
—Te lo contaré más tarde, Roger —replicó Nabé—. Escucha, ¿oíste entrar en el pasadizo a la banda?
—Sí —replicó Roger—, los tres hombres y la mujer.
—¿No han regresado todavía?
—No —replicó Roger—. Pensé que lo harían al oír las campanas, pero cerraron el panel secreto, y supongo que el tañido de las campanas no pudo llegar hasta ellos y asustarles. La torre está bastante lejos de aquí. Yo sí que las oí, por supuesto.
—¿Dónde está el panel secreto? —preguntó el primer policía, y Nabé le enseñó cómo se descorría, cosa que le dejó perplejo.
—¡Quién lo hubiera dicho! —musitó, y estaba a punto de introducir la cabeza en el agujero cuando Nabé tiró de él.
—Espere… ya vuelven. Les oigo. Será mejor que ande con cuidado, son terribles.
Y efectivamente se oían pasos y rumor de voces. Nabé sin hacer ruido volvió el panel a su lugar y todos quedaron a la expectativa. ¿Conseguirían capturar a toda la banda… o el primero en llegar avisaría a los otros para que escaparan?
Ocurrió una desgracia inesperada. El segundo policía tuvo ganas de estornudar, y buscó su pañuelo comprendiendo que se trataba de un estornudo incontenible… Cuando estalló fue tan colosal, que casi tira a Chatín, que se apartó lo más de prisa que pudo.
El primer policía lanzó una exclamación ahogada, una vez se hizo de nuevo el silencio. Ahora ya no se oía ruido en el pasadizo. La «banda» había oído seguramente el estornudo y se había detenido a considerar la posición en que se hallaban.
Y al parecer los hombres decidieron que lo mejor era que la mujer fuera a investigar. Se aproximaron unas suaves pisadas hasta la entrada del pasadizo, que se abrió a los pocos momentos, y la mujer introdujo por ella su linterna.
Al ver al silencioso grupo que ocupaba la habitación cerró el panel con un grito y volvió junto a los hombres diciéndoles:
—¡Es la policía! ¡Están aquí!
Y echó a correr presa de pánico. El primer policía volvió a abrir el panel y gritó por el pasadizo:
—Vengan aquí y entréguense. Están acorralados. Si no vienen ahora será peor para ustedes.
Una risa sarcástica resonó en el pasadizo.
—¿Ah, sí? ¡Pues vengan a cogernos! ¡Todo el que entre en el pasadizo será hombre muerto!
Aquellas palabras hicieron vacilar unos instantes al policía, quien tras reflexionar unos instantes volvió a gritar:
—Traigan aquí en seguida al detective inspector Rawlings.
—¡Que se cree usted eso! —replicó la misma voz burlona—. Ahora es un valioso rehén, ¿no le parece? Está enfermo y necesita un médico con urgencia. Se lo entregaremos si nos deja marchar. De lo contrario… dudamos que resista hasta la mañana.
Y como para subrayar la veracidad de sus palabras, llegó hasta ellos el sonido de una tos desgarradora, amortiguado por la distancia, pero perfectamente audible.
—Está muy enfermo —susurró Nabé.
—Bien… ¿qué vamos a hacer? —dijo el policía exasperado—. Nadie puede entrar ahí sin peligro de muerte, eso es seguro; si por lo menos conociéramos otro camino para cortarles el paso.
—Yo conozco otro camino —susurró Nabé—. Este pasadizo secreto es muy largo… va hasta la casita de la anciana… donde termina en mitad de su pozo.
—¿Dónde está Joe? —dijo volviéndose el policía—. Joe, quédate aquí y vigila que nadie salga por esta entrada. Trajiste tu cachiporra, ¿verdad? Ya sabes lo que has de hacer. Yo me voy con este muchacho.
Y dejando a Joe de guardia, los dos policías siguieron a Nabé, Chatín y Roger hasta al puerta principal, donde aún seguía aguardando un tropel de gente excitada.
—Pueden volverse a sus casas —les dijo el primer policía—. Mañana lo sabrán todo. No es posible contarlo ahora. Oye, Jim…, ve a telefonear a Lillinghame y diles que vengan lo más rápidamente posible, que les necesitamos.
—Creo que será mejor esperar a que lleguen —dijo Nabé—. Esta banda es terrible, según dijo el detective inspector Rawlings. Yo tengo un plan. ¿Quiere usted oírlo?
—Volvamos a entrar y te escucharemos —replicó el policía, que acompañado del otro agente y los tres niños fue a acomodarse en una habitación cercana. Una vez hubo tomado asiento se volvió para decir a Nabé:
—Habla, te escuchamos.
—Pues bien —repuso Nabé—. Conocemos la otra salida del pasadizo que conduce al lugar donde se halla el inspector. Está interceptado por dos desprendimientos de tierras que tendremos que superar. Él se encuentra detrás del mayor de los dos. Ahora lo que propongo es lo siguiente… escuchen.
Hizo una pausa para poder ordenar sus ideas.
—Habla de una vez —le apremió el policía, y Chatín y Roger se inclinaron hacia delante preguntándose cuál sería el plan de Nabé.
—Esos hombres no saben que podemos entrar por el otro lado —dijo el muchacho—. No nos esperarán allí y sólo montarán guardia en este extremo del pasadizo… de manera, que si los sorprendemos por el otro lado, los cogeremos a todos.