—¿Por qué te has asustado tanto, «Miranda»? —preguntó Nabé sorprendido—. No voy a caerme.
Mas la monita continuaba tirando de su brazo hasta que Nabé se volvió a mirarla.
—¿Qué es lo que te pasa? —le dijo—. ¿Por qué te asustas tanto si sólo he asomado la linterna por el agujero?
Y volvió a hacerlo, rozando sin querer una de las campanas que lanzó un apagado sonido… ¡Din!
«Miranda» se puso como loca. Saltó hasta el alféizar de la ventana como si fuera a saltar por ella, y luego volvió junto a Nabé gimiendo lastimeramente y tirándole de la manga. ¿Qué podía ocurrirle?
—¿Te dan miedo las campanas, «Miranda»? —le preguntó Nabé al fin—. ¿Te asustaron cuando tocaron solas aquella vez? Mira… las tocaré… para que veas que no muerden.
Y alargando un brazo golpeó una de las campanas que hizo «din», un poco más fuerte que antes. «Miranda» se acurrucó en un rincón tapándose la cara con las manos y simulando llorar como un ser humano.
Nabé estaba verdaderamente perplejo. Nunca había visto a «Miranda» de aquella manera, e iluminó con su linterna a la asustada monita preguntándose: ¿Por qué? ¿Por qué?
¡Y pronto lo comprendió! ¡Claro! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
—«Miranda», ven aquí —le dijo en tono amable—. Sé por qué estás tan asustada… te dan miedo las campanas, ¿verdad? «Miranda»… tú las hiciste sonar… ¿no es cierto?… cuando todos pensábamos que habían tocado solas. Tú habías subido aquí… de exploración… y no sabías lo que eran las campanas… ni que hacían ruido… y como eres tan curiosa, saltaste sobre ellas… balanceándolas, ¡y se pusieron a tañer! ¡Y tocaron y tocaron sin que pudieras detenerlas!
«Miranda» continuaba sollozando, y Nabé tuvo compasión de la pobre monita y continuó habiéndole con cariño, para tranquilizarla.
—Presa de pánico saltabas de una a otra, ¿verdad, «Miranda»?… haciéndolas repicar locamente y tuviste tal susto que casi te mueres. ¡Por eso ahora no puedes soportar que las roce siquiera! Pobrecita… ven aquí, «Miranda».
Y «Miranda» se le acercó lanzando grititos extraños, para refugiarse en sus brazos confortada por su tono afectuoso, ya que no podía entender sus palabras.
—No tienes por qué asustarte, «Miranda» —le dijo Nabé—. Sólo son campanas… Bien, bien, bien… de manera que no tocaron solas la otra noche… fuiste tú, aunque no sabías qué ruido producirían.
Sentóse con «Miranda» entre los brazos, recordando la noche en que las campanas habían sonado asustándoles tanto. Luego sus pensamientos volvieron a aquella noche aciaga. ¡Con tales esperanzas… y ahora allí estaban prisioneros bajo llave! Creía estar seguro de que habían capturado a Roger, y supuso que Chatín no continuaría libre por mucho tiempo.
Nabé pensó en el hombre enfermo que estaba en el pasadizo secreto… en aquellos tres individuos y la mujer… la «banda», como les llama el detective. Ahora podrían sonsacarle toda la información que deseaban… y luego probablemente dejarle morir… y huir con toda tranquilidad. ¿Cuánto tiempo llevarían utilizando aquel lugar como cuartel general? ¿Cuántos complots habrían tramado allí?… ¿A cuántas personas habrían encerrado en el pasadizo secreto tras la pared de ladrillos?
Nabé no sabía qué partido tomar. ¿Cómo avisar que ocurría algo anormal en el Antiguo Ayuntamiento? ¿Sería posible salir por la ventana y descolgarse por la hiedra, si allí era lo bastante espesa como para sostener su peso?
Y entonces, mientras permanecía sentado, precisamente encima de las campanas, se le ocurrió una idea. ¿Cómo no lo había pensado antes? ¡Era lo único que podía hacer!
¡Tocar las campanas! No como «Miranda»… que sanó de uno a otra presa de pánico… sino con fuerza y sin parar. ¡Así despertaría a todo el pueblo, y la policía acudiría al Antiguo Ayuntamiento a todo correr! ¡Les aterrorizaría de tal manera que «algo» tendrían que hacer!
Entonces le detuvo otro pensamiento. Las campanas avisarían también a los hombres que tal vez lograsen escapar si tenían automóvil. Nabé reflexionó intensamente. Ahora debían estar en el pasadizo secreto, más allá de los sótanos del edificio… al otro lado de la pared de ladrillos que debían atravesar de algún modo. ¡Allí era del todo imposible que oyeran las campanas!
—Las campanas avisarán a todo el pueblo…, pero no a esos hombres —decidió al fin exaltado—. Es una buena idea… una magnífico idea. «Miranda», cariño, voy a darte el mayor susto de tu vida…, pero no puedo evitarlo. ¡Voy a tocar las campanas!
Nabé se había tendido sobre el suelo del pequeño recinto de la torre, y asomándose por el agujero, alargó los brazos para alcanzar las cuerdas cortas que sujetaban las campanas.
Y comenzó a tirar de ellas. ¡Cómo las hizo sonar! Aquellas campanas jamás tocaron con tanta fuerza, bravura e insistencia.
«Tilin, tilin-tilán, din, dan, dan, din, dan, dan, dan, tilán, din, din, dan, din, dan, din, dan…».
El ruido en la pequeña torre era terrible, y «Miranda», lanzando un fuerte grito saltó hacia la ventana, saliendo por ella en un abrir y cerrar de ojos. Nabé no lo notó. Tenía la cabeza metida dentro del agujero, y tiraba de las cuerdas con todas sus fuerzas.
Roger, metido dentro del arcén, las oyó, y quedó aterrorizado. ¡Las campanas! ¡Volvían a tocar solas! Debían saber que los enemigos estaban en aquel mismo edificio. Se acurrucó en el fondo del arcén temblando y preguntándose si también ellos las oirían.
Chatín las oyó, semisentado en la cámara secreta de la antigua chimenea. Estaba en una posición muy incómoda, y cuando oyó el terrible estrépito de las campanas que rompieron el silencio tan de improviso, casi se cae de su escondite, pero sólo fue resbalando hasta quedar sentado del todo. Temblaba tonto que hasta le castañeteaban los dientes.
«¡Las campanas! —pensó para sí—. ¡Otra vez las campanas! ¿Cómo se enteran? ¿Cómo saben que aquí hoy enemigos?».
Ni él ni Roger imaginaron que fuera Nabé quien las tocase. Ni siquiera sabían que estuviera escondido dentro de la torre.
Chatín estaba demasiado asustado para salir de su escondite, porque aquellos hombres podían estar esperando a que saliera. Estaba firmemente resuelto a no abandonar la cámara secreta. Con el susto que se llevó al oírles aproximarse a su escondrijo. ¡Y ahora que había oído las campanas no saldría de allí por nada del mundo!
Los hombres y la mujer que se encontraban en el interior del pasadizo secreto apenas oyeron las campanas. Como se encontraban al otro lado de la pared de ladrillos, y en un recinto a prueba de ruidos, no les alcanzó su tañido. Tan sólo un ligero eco, apenas perceptible, que no despertó sus sospechas.
Pero el repique de las campanas se expandió por el campo, penetrando por las ventanas de las casas, en las perreras y en los graneros. ¡Aquello no era un toque pasajero como otras veces… sino una urgente y apremiante señal de peligro!
Los perros empezaron a ladrar, las vacas a mugir, y los gatos corrieron a esconderse por los rincones. Los hombres saltaron dé sus lechos, las mujeres gritaban, y la señorita Ana y el aya se despertaron en el acto.
Diana consoló al asustado «Ciclón», mientras «Tirabuzón» se refugiaba en el interior de un armario.
La niña estaba asustada. ¡Otra vez las campanas! ¿Qué estaría ocurriendo en el Ayuntamiento? ¿Qué sería de los niños?
Los dos policías de la comisaría que dormitaban en sus sillas se levantaron de un salto al oír las campanas, y uno cogió en seguida su casco.
—¡Algo ocurre! —dijo—. ¿Dónde está Joe? Dile que telefonee a Lillinghame por si necesitamos ayuda. ¡Algo sucede! ¡Escucha esas campanas!
Y hacia el Antiguo Ayuntamiento dirigióse una multitud de asustados aldeanos. Algunos hombres llevaban horquillas y otros palos. ¿Para qué? ¡No lo sabían! Algo estaba ocurriendo en el Ayuntamiento… y hasta que supieran lo que era, no querían correr ningún riesgo.
La policía fue a reunirse con ellos montados en sus bicicletas.
—¿Qué hemos de hacer? —gritaba la gente—. ¿Quién toca las campanas?
Pero los policías sabían tanto como ellos.
Llegaron al Ayuntamiento que estaba en la más completa oscuridad. No se veía luz en ninguna habitación, pero las campanas seguían tocando con insistencia.
—¡Alguien tiene que haber en la torre! —exclamó un hombre.
—Las campanas tocan solas —replicó un anciano en tono sombrío—. ¡Siempre lo hicieron!
—¡Aquí hay un automóvil! —gritó una mujer iluminando con su antorcha un gran coche parado Junto al seto no lejos del Antiguo Ayuntamiento.
—¡Ajá! —dijo uno de los policías—. ¡Eh…! ¿Dónde está Joe? Joe, hazte cargo de ese automóvil. Para empezar, quítale la llave. Y ahora, ¿dónde está Bill? ¡Oh…, estás ahí! ¡Vamos a entrar en el Ayuntamiento, aunque tengamos que echar la puerta abajo!
Los policías golpearon la puerta principal. Nabé, arriba, en la torre, no pudo oír el ruido, pero sí lo oyó Roger escondido en el arcón, y Chatín que seguía temblando en el interior de la chimenea. Sintióse desfallecer. ¿Qué ocurriría ahora?
Oyó una voz estentórea que gritaba:
—¡Abrid, en nombre de la ley!
Pero naturalmente, la puerta no se abrió. Temblaba bajo los embates de los policías, pero permaneció firme. Volvieron a insistir.
—¡Abrid, en nombre de la ley!
—Es la policía —pensó Chatín con un suspiro de alivio—. ¡La policía! ¡Han oído las campanas y han venido! Yo les abriré la puerta. ¡Oh, qué alivio!