Nabé y Roger estaban ya dentro antes de darse cuenta de que allí había alguien. Chatín se detuvo repentinamente al ver la luz, y trató de detener a sus compañeros, pero éstos ya habían penetrado en la estancia, siendo vistos.
Los hombres se pusieron en pie en el acto contemplándoles con asombro y enojo. Roger quedó como petrificado, pero Nabé, comprendiendo en un instante el peligro en que se hallaban, dando media vuelta echó a correr en seguida.
—¡Detente! —gritó uno de los hombres—. «Detente», te digo. ¿Quién eres tú? ¡«Ven aquí»!
Los niños, presa de verdadero pavor, salieron corriendo de la habitación. ¡Qué susto! ¡Todos sus maravillosos planes por tierra! Sería una suerte si lograban escapar.
—¡Separaos… esconderos… de prisa! —jadeó Nabé dirigiéndose a la cocina. Chatín se introdujo en una estancia próxima, y Roger salió disparado hacia la pequeña habitación recubierta de paneles de madera, donde se encontraba la entrada del pasadizo secreto. ¡El arcén! Allí podría esconderse.
Lo buscó en la oscuridad una vez llegó a su destino. ¡Ah… allí estaba! Alzó la tapa y se introdujo en su interior. La tapa cayó haciendo tal ruido que se puso a temblar. Sin duda le habrían oído.
Al principio Chatín no reconoció la estancia donde se hallaba…, pero luego, al contemplarla a la luz de la luna, que penetraba por una ventana, vio que era lo que contenía la chimenea con el escondite.
Inmediatamente se introdujo por el hueco de la chimenea, mientras oía a los hombres gritar fuera de la habitación, y una vez en su interior buscó frenéticamente los peldaños para subir a la cámara secreta. ¡Gracias a Dios que no se había equivocado de chimenea! Trepó por ellos introduciéndose en la sucia y húmeda oquedad secreta.
¡Justo a tiempo! Los tres hombres irrumpieron en la habitación portando linternas de gran potencia que apagaban la luz plateada de la luna.
—¡Ha entrado en esta habitación! —exclamó uno de ellos—. Yo le he visto.
—Entonces todavía estará aquí —replicó el otro—. Sólo hay una puerta… de modo que… ¡le encontraremos!… seguidme.
Chatín temblaba tanto que se preguntó si sus piernas continuarían sosteniéndole, pero ¡no fue así! ¡Se le fueron doblando hasta quedar en cuclillas! Los hombres oyeron el ruido que hizo al cambiar de posición.
—¡Escuchad… está muy cerca! —dijo uno abriendo la puerta de un armario, que naturalmente, estaba vacío.
—Yo creo que el ruido ha venido de allí —dijo el otro hombre acercándose a la chimenea e iluminándola con su linterna. Chatín casi lanza un gemido de angustia esperando de un momento a otro que le tiraran de los pies obligándola a bajar.
Pero la cámara secreta había sido construida precisamente para esconder y cumplió su misión. Ni el menor rastro de su persona quedó al descubierto cuando el hombre introdujo la cabeza dentro de la chimenea e iluminó su interior. Sólo de haber conocido la existencia del escondite hubiera visto a Chatín, subiendo él también por los escalones, pero la desconocía por completo.
La mujer sí conocía aquel escondite… ¡pero había ido en pos de Roger! Los hombres recorrieron toda la habitación abriendo arcenes, mirando detrás de las cortinas… y al fin tuvieron que darse por vencidos.
—¡No es posible que haya entrado aquí! —dijeron.
—¡Lizzie! —gritó uno de ellos—. ¿Dónde estás? ¿Has encontrado a esos niños?
—¡He encontrado a uno! —respondió ella—. ¡Está dentro de este arcón!
Había oído el ruido de la tapa y había entrado en la habitación de los paneles de madera, comprendiendo en seguida que el único lugar donde podía haberse escondido era en uno de los arcenes. Levantó la tapa del más pequeño… estaba vacío.
El pobre Roger estaba acurrucado dentro del otro, sin atreverse apenas a respirar. Oyó que levantaban la tapa de su arcón y la luz de una linterna le iluminó de pleno. Inmediatamente la tapa volvió a bajarse… ¡y oyó cómo hacían girar la llave en la cerradura!
Roger apretó los puños. Ahora ya nada podía hacer… estaba encerrado en la trampa. ¡Qué imprudente había sido al dejar caer la tapa! Incluso podía haberse causado daño.
Los hombres penetraron en aquella estancia y la mujer golpeó el arcón con su linterna.
—Aquí hay uno, sano y salvo de momento. ¿Y el otro? Roger exhaló un suspiro de alivio. De manera que pensaban que sólo eran dos… ¡No debían haber visto a Chatín! ¿Dónde diantre se habría ido? Si por lo menos él avisara a la policía, aún podrían salir todos bien. ¿Pero sería lo bastante valiente como para eso?
Los tres hombres y la mujer empezaron a buscar a Nabé.
—¿Quiénes son esos niños? —preguntó uno de los hombres—. ¿Y qué estaban haciendo aquí de noche?
—Probablemente un par de arrapiezos que han conseguido entrar por algún sitio con el propósito de robar lo que pudiesen —replicó la mujer.
—Bien…, pues han tenido mala suerte, porque esta noche tendremos que llevarles con nosotros y dejarles donde no puedan delatarnos durante mucho, mucho tiempo —dijo uno de ellos en tono siniestro.
—Tenemos que encontrar al otro —dijo su compañero—. Escuchad… ¿Qué es eso?
¡Era «Miranda»! Había estado escondida con Nabé no lejos del pie de la torre cuadrada, detrás de una espesa cortina. Al niño le latía el corazón descompasadamente, y la monita, al comprender que estaba asustado, se asustó también mucho.
No le gustaba verse atada cuando tenía miedo, y comenzó a tirar de la correa moviendo la cortina. Nabé no se atrevió siquiera a hablarle en susurros, y ella empezó a cuchichear.
Nabé decidió soltarla, tal vez así se estuviera quieta. Y así lo hizo, pero «Miranda» se alejó inmediatamente subiéndose a un armario enseñando los dientes como hacía siempre que estaba asustada y furiosa, y aquel era el ruido que oyeron los hombres.
Uno de los hombres dirigió su linterna a donde estaba «Miranda», quedando muy sorprendido al ver a un mono.
—¡Un mono! —exclamó—. Entonces su dueño debe encontrarse en esta habitación. ¡De prisa, registradlo todo!
Nabé sintióse acorralado. Más pronto o más tarde llegarían a donde él estaba. No se hacía ilusiones con respecto a aquellos individuos… eran déspotas y crueles. Y los niños iban a pasarlo muy mal si los capturaban.
Decidió alejarse de la cortina y alcanzar el pie de la torre. Si consiguiera llegar hasta la plataforma, tal vez encontrase un rincón donde esconderse… o alguna caja donde los hombres no le vieran. Era una esperanza remota, pero de momento era lo mejor que se le ocurría.
Los hombres se encontraban en el otro extremo de la estancia, examinando todos los armarios, y «Miranda» les gritaba furiosa, manteniéndose fuera de su alcance.
Nabé al llegar al extremo del cortinaje echó a correr hacia la torre; atravesó felizmente la puerta que estaba abierta y comenzó a subir la escalera de piedra, que daba vueltas y más vueltas.
«Miranda», al oírle, corrió tras él apoyándose en sus cuatro patas.
Nabé al verla lanzó un gemido. No importaba donde se escondiera, «Miranda» le descubriría siempre.
Entonces se le ocurrió una idea luminosa… ¡El pequeño recinto que había encima de las campanas! Si conseguía llegar hasta allí, estaría completamente a salvo. Y podría echar abajo de un empujón o cualquiera que subiera tras él. Y nadie conseguiría sacarle de allí.
Comenzó a trepar por la pared de la torre con bastante facilidad asiéndose a los huecos que hacían las veces de escalones y que utilizara en otra ocasión. «Miranda», sentada sobre su hombro, parloteaba indignada, sin comprender aquellos extraños sucesos.
Los hombres corrieron a su vez hacia la escalera seguidos de la mujer.
—Le cogeréis… sólo hay una plataforma encima… ¡y no hay apenas sitio donde esconderse! —jadeó la guardiana.
Pero cuando el primer hombre alcanzó la plataforma iluminándola con su linterna, no había nadie a la vista. Dirigió el haz de luz a sus cuatro oscuros rincones… ¡pero allí no había nadie!
Al oír un ruido encima de su cabeza alzó la linterna sorprendido, con el tiempo justo para ver las piernas de Nabé desapareciendo por el agujero del techo del que pendían las campanas.
—¡Mirad ahí! —gritó extrañado—. Ese chico ha trepado por la pared y se halla encima de las campanas. ¿Podrá escapar?
—No, a menos que salte por la ventana, y de hacerlo se matará —dijo la mujer—. ¡Ahora ya no necesitamos preocuparnos por él! Podemos cerrar la gran puerta de la torre, y quedará encerrado como el otro que está en el arcón. ¡Así nos lo quitamos de en medio!
Uno de los hombres miró receloso hacia el agujero del techo.
—Tiene que haber peldaños en la pared —dijo—. No me importa subir y darle un golpe en la cabeza para asegurarme de que no va a molestarnos durante buen rato.
Nabé le oyó, naturalmente, y procuró apartarse cuanto le fue posible del agujero, por si alguno de aquellos hombres llevaba revólver. No confiaba lo más mínimo en aquellas individuos; se habían alterado sus planes tan cuidadosamente trazados, y cualquiera atinaba en lo que harían con él si llegaban a cogerle.
Y les gritó con osadía:
—Les oigo… y les advierto una cosa… si alguno intenta subir hasta aquí, le arrojaré de un empujón sobre la plataforma de piedra. ¡Desde aquí arriba tengo ventana!
Se hizo el silencio.
—Tiene razón —dijo uno de ellos en voz baja—. En cuanto lleguemos arriba, él puede tirarnos. Bueno, haremos lo que tú dices, Lizzie… ¡cerrar la puerta del pie de la torre y dejarle que se muera de hambre!
—Bien, entonces quedan liquidados los dos… y el mono —dijo otro de los hombres—. Ahora volvamos a nuestro asunto. Será mejor que bajemos a ver nuestro amigo. Lizzie dice que está bastante mal esta noche, de manera que tal vez esté dispuesto a escucharnos.
Nabé les oyó bajar la escalera de caracol y cerrar la gran puerta, así como el ruido de la llave al girar en la cerradura, y sentóse en el pequeño recinto encima de las campanas con los dientes apretados. ¡Todos sus planes por tierra! ¡En vez de libertar a otro habían sido hechos prisioneros!
—¿Bajamos o no, «Miranda»? —le dijo—. Tal vez sea mejor que bajemos para ver si han cerrado la puerta de verdad.
Y asomó la cabeza por el agujero. Las campanas que resplandecían a la luz de la linterna, colgaban a sus pies quietas y silenciosas, y Nabé encendió su pila junto a ellas, tratando de iluminar la plataforma inferior.
De pronto «Miranda» se estremeció de miedo y yendo a refugiarse a su lado, y con toda la fuerza de que era capaz trató de hacerle retroceder tirándole del brazo. Nabé estaba muy sorprendido. ¿Qué es lo que ocurría?