Capítulo XXIV - Aquella noche

Trazaron sus planes cuidadosamente. Discutieron todos los detalles uno por uno, y lo que era más conveniente.

—¿Para qué decírselo a la señorita Pimienta? —dijo Roger—. Se asustaría, avisaría a la policía y eso es precisamente lo que no quiere el detective… que vayan a rescatarle inmediatamente, porque así esa mujer avisaría a la banda y entonces no irían esta noche y después, ¿cómo capturarles?

—Por la misma razón creo que lo mejor es ajustamos a lo que nos dijo el hombre, y no avisar a la policía hasta que los de la banda estén en el pasadizo-dijo Nabé. —De otro modo podrían actuar demasiado pronto y frustrarse la operación.

—De todas formas sigo pensando que a ese hombre enfermo habría que sacarle inmediatamente —dijo la niña que tenía muy buen corazón—. Se puede morir.

—No creo que unas horas más le hagan daño… y se pondría furioso si no hiciéramos lo que nos ha dicho —replicó Roger—. No…, creo que debemos hacer exactamente lo que dijo… esperar a que la banda esté allí, y entonces correr a la comisaría.

—¿Dónde vamos a esperar la llegada de la banda? —preguntó Chatín—. ¿En el Antiguo Ayuntamiento?

—Sí —repuso Nabé—. Si aguardamos fuera podrían descubrirnos. Nunca se sabe. Dentro hay muchos escondites. Los arcenes, por ejemplo.

—No me gustan —replicó Chatín—. Dentro de ellos me parece como si me ahogase.

—Bien. Entonces ya encontraremos otro sitio —dijo Nabé—. Pero escucha… no llevaremos a «Ciclón». Si gruñe seguro que nos descubrirá.

«Ciclón» al oír su nombre corrió hacia él moviendo la cola, y Chatín acarició su cabeza negra y sedosa.

—Está bien —dijo de mala gana—. No le llevaremos pero aullará como un loco.

—Bueno, que aúlle —replicó Nabé—. Éste es un asunto demasiado serio para estropearlo por culpa de «Ciclón».

—¿Y «Miranda»? —preguntó Diana—. La otra noche estuvo parloteando mucho.

—Esta noche se portará bien —dijo Nabé—. Le pondré el collar y la correa para que no pueda alejarse de mi hombro. Yo cuidaré de que no haga el menor ruido.

—De acuerdo. Nos esconderemos y esperaremos hasta asegurarnos de que la banda está en el pasadizo secreto —dijo Roger—. Y entonces correremos a avisar a la policía…, ¿no es así? ¿Y si no quieren creernos?

—Nos creerán al oír el nombre del detective repuso Nabé. —Detective inspector Rawlings… conocen su existencia y estarán informados de su desaparición. Y de todas maneras, te aseguro que haremos que nos crean.

—Esas campanas sabían lo que hacían cuando tocaron la otra noche por sí solas —exclamó Chatín de pronto—. ¡Claro que eran enemigos! Y la verdad es que no me hace mucha gracia tener que aguardar en el Antiguo Ayuntamiento esta noche, no me importa confesarlo. Esas campanas me asustan.

—Bueno, entonces no vengas —replicó Nabé—. Quédate con Diana. No consentiré que nos acompañe.

Diana sintióse aliviada, pensaba que no tendría más remedio que ir, pero no lo deseaba en absoluto, y ya que Nabé decía que no fuera, asunto arreglado. Se quedaría en casa con «Ciclón»… y también quizás con Chatín.

No… Chatín también iría aunque le dieran miedo las campanas.

—No podéis dejarme en casa —les dijo poniendo más coraje en su voz—. Puede que no me atraiga la perspectiva, pero iré de todos modos.

—Bien por Chatín —dijo Nabé—. ¿Dónde está la comisaría de policía? Será mejor que conozcamos todos esos detalles… y el camino más corto para llegar hasta ella desde el Antiguo Ayuntamiento. Es una lástima que no podamos telefonearles… ya que probablemente creerían que se trataba de una broma. De todas formas, no recuerdo haber visto cables telefónicos cerca del Ayuntamiento.

—¿Qué hora debe ser? —preguntó Roger—. El detective dijo que la banda llegaría a las once. Será mejor que vayamos allí a los diez y les esperemos. Así tendremos mucho tiempo para buscar nuestros escondites.

—Sí… a las diez —convino Nabé—. Troncho… esto es muy emocionante, ¿no os parece? Nunca imaginé que pudiera suceder nada parecido cuando vine a veros.

—La emoción debe ser muy buena para la gripe —dijo Diana—, porque ahora me encuentro perfectamente bien. ¡Aunque apuesto a que Chatín sigue pensando que sus piernas son de gelatina!

—¡No! —replicó el niño indignado—. Aparte de los ataques de apetito que siento durante todo el día, estoy exactamente igual que antes.

—Yo creí que siempre tenías ataques de apetito —empezó a decir Diana, siendo interrumpida por Roger que acababa de mirar su reloj.

—¡Caramba! ¡Son las cinco y media! ¿Querréis creerlo? Ahora nos hemos perdido la merienda de la señorita Ana. Cuando lleguemos a casa lo habrá recogido todo. ¿Qué haremos?

—No es extraño que Chatín hablase de ataque de apetito —dijo Nabé—. Yo también tengo hambre.

—Vayamos a esa tienda del pueblo para ver si nos dan algo de comer —dijo la niña—. Por lo menos tienen helados. Espero que la señorita Ana no se enfade demasiado con nosotros.

Entraron a la tienda abierta y pudieron comprar helados, chocolate y naranjas, de manera que no les fue del todo mal. Los perros tomaron a su vez un helado cada uno por haberse portado bien toda la tarde. «Miranda» tomó tan sólo la mitad, porque Nabé dijo que a veces le daba dolor de estómago y no quería que aquella noche se quejara.

Regresaron a casa de la señorita Ana, y Nabé fue con ellos. Estaba dispuesto a esperar en el cobertizo hasta que llegase la hora de reunirse con sus compañeros para ir al Antiguo Ayuntamiento. Pero antes tenía que cenar.

—Hace una noche tan espléndida que tal vez nos dejen cenar al aire libre —sugirió Diana—. Me parece que no tendremos frío.

Y así fue… de manera que les permitieron sacar sus platos al jardín y sentarse sobre la hierba con «Ciclón», «Tirabuzón» y «Miranda», que aceptaban agradecidos los bocados que les daban. «Miranda» cogía con destreza la mayor parte y Nabé tuvo que hablarle severamente, mientras la monita escondía la cara entre los manos lanzando grititos parecidos a sollozos. Diana quiso consolarla, pero Nabé no se lo permitió.

—No, Diana. Se está estropeando con todos los mimos que le prodiga la gente, una reprimenda le hará bien. ¿No sabes? Anoche en casa de Noemí se apoderó de un tarro de grosellas, le quitó la tapa… sin morderla… y empezó a sacar la fruta con la pata. ¡Y Noemí la dejaba hacer! No es de extrañar que se esté malcriando.

—Es tan simpática. La quiero mucho —repuso Diana, y «Ciclón» al oírla se puso celoso y fue a apoyar la cabeza encima de sus rodillas mirándola con sus melancólicos ojos.

—¡Vaya con «Ciclón»! —dijo Diana golpeándole el hocico con su cuchara—. ¡Éste es un amor interesado! Lo que quieres es un poco de mi plato.

«Ciclón» se la quedó mirando y luego entró en la casa volviendo a salir al poco rato con la mejor toalla de baño de la señorita Ana que colocó a los pies de Diana como si dijera:

—Tú no quieres ser amable conmigo, pero mira lo que yo hago por ti.

—Eres muy travieso —le dijo la niña—. Ahora tendré que volver a llevarla a su sitio. No, «Tirabuzón», no…, no vayas tú ahora a hacer lo mismo. ¡Si te atreves a entrar en la casa y sacar las alfombras del recibidor, te «pegaré»!

Con aquella alegre cena al aire libre, jugando con los perros y «Miranda», casi se olvidaron de lo que iba a ocurrir aquella noche.

La señorita Ana y la señorita Pimienta les observaban desde la ventana, ya que ellas prefirieron cenar en el interior con toda tranquilidad.

—¡Qué felicidad ser joven y no tener preocupaciones! —exclamó la señorita Ana—. Sin inquietudes, ni temores… poder acostarse, cerrar los ojos y dormir hasta la mañana sin la menor preocupación.

¡Lo que le hubiera sorprendido conocer las preocupaciones y temores que tenían los niños aquella noche, que desde luego no iban a dormir de un tirón hasta la mañana! ¡A decir verdad, Chatín pensaba que su vida estaba llena de problemas a medida que transcurría la noche!

—Chatín, pareces cansado —le dijo la señorita Pimienta viendo su entrecejo fruncido—. Será mejor que vayas a acostarte en seguida.

—Está bien —replicó el niño, pensando que así podría dormir un par de horas antes de enfrentarse con la oscuridad y el silencio del Antiguo Ayuntamiento. Subió a su habitación con tal docilidad que la señorita Pimienta quedó muy sorprendida y alarmada. ¿Acaso estaría enfermo?

Nadie se retrasó aquella noche. Nabé les dio las buenas noches simulando marcharse a casa de la anciana Noemí, pero una vez hubo atravesado la cerca saltó al seto del extremo del jardín yendo a refugiarse en el cobertizo con «Miranda», e instalándose encima de unos sacos, en espera de que el reloj de la iglesia diera las horas. Tenían que salir a las diez.

Chatín se quedó dormido en el acto, pero ni Roger ni Diana pudieron pegar ojo. Estaban demasiado nerviosos. Diana deseaba a medias ir con ellos, pero en seguida cambiaba de opinión al pensar que podía ver a la «banda», fueran los que fuesen.

—Son casi las diez —susurró Roger al fin yendo a ver a su hermana—. Voy a despertar a Chatín. Espero que «Ciclón» no alborote sin nosotros.

Chatín se levantó de un brinco, y despidiéndose del asombrado «Ciclón», que dejó en manos de Diana, se marchó con los otros mientras la niña distraía al perro. Salieron al jardín en el preciso instante en que Nabé salía del cobertizo y el reloj daba las diez campanadas.

—Buen trabajo —les dijo Nabé en voz baja—. ¿Trajisteis vuestras linternas? No las encendáis ahora… podemos ver muy bien a la luz de la luna.

Echaron a andar hacia el Antiguo Ayuntamiento, y esperaron a que Nabé trepase por la hiedra para entrar en la habitación de la cama con dosel, donde durmiera la primera vez. Luego bajó corriendo al vestíbulo y les abrió la puerta principal para que entrasen.

—Metámonos en esa habitación de ahí y esperemos —dijo Nabé—. Recuerdo que hay un gran armario. Podríamos dejar la puerta de la habitación entreabierta y mirar a través de la cerradura para ver cuando llegan los de la banda… entonces nos colamos en el dormitorio, esperamos a que se hayan ido por el pasadizo secreto, y luego salimos corriendo hacia la comisaría.

Se dirigieron hacia la habitación indicada, y abrieron la puerta. ¡Vaya susto que se llevaron! ¡Allí, sentados alrededor de una mesa sobre la que ardía una vela, hallábanse tres hombres y una mujer!

¡La banda había llegado temprano! Corred, Nabé, Roger y Chatín. ¡Poned a salvo vuestras vidas!