Capítulo XXIII - Bajo tierra

Durante algún trecho el túnel continuaba recto e igual. El techo era bajo en algunos sitios y los niños se dieron varios coscorrones hasta que se acostumbraron a vigilar sus inesperados altibajos. Siguieron adelante iluminando el camino únicamente con la linterna de Nabé. Se olía a humedad y polvo, y Roger deseó que el aire fuera más respirable. ¡Qué desgracia si se desmayaran!

«Menos mal que hemos dejado a Diana para que dé la alarma si no regresamos», pensó.

El túnel torcía bruscamente y continuaba en sentido descendente. Los niños siguieron avanzando sin desfallecer. ¡Ojalá hubieran llevado ropa de abrigo, pues hacía mucho frío! De pronto Nabé se detuvo y señaló algo con su linterna.

La raíz de un árbol había penetrado a través del trecho del túnel y colgaba ante ellos, produciendo un efecto muy extraño.

—Ahora estamos debajo de los árboles —susurró Nabé—. Pronto dejaremos el bosque y llegaremos al arroyo. Apuesto a que allí el túnel es muy profundo para evitar la humedad del lecho del río.

Así era en efecto. De pronto comenzó a descender considerablemente; por todas partes veíase musgo y humedad, y el techo goteaba. Nabé lo iluminó con su linterna.

—Mirad —dijo—. Alguien ha reforzado el techo con grandes piedras formando una especie de arco. Buena idea, o se hubiera hundido rápidamente.

Reanudaron la marcha hasta llegar a un punto donde les fue imposible seguir adelante.

—¡Diantre! —exclamó Nabé iluminando ante él con su linterna—. ¡Aquí también se ha derrumbado el techo!

Una gran masa de cascotes caídos del techo se alzaba ante ellos.

—Puede que no sea tan importante como parece —dijo Roger—. Escarbemos un poco y vamos a ver si podemos pasar.

Era difícil «escarbar» sólo con las manos, pero no tardaron en descubrir que Roger estaba en lo cierto… el desprendimiento era de poca importancia, y consiguieron abrirse camino por un lado, amontonando la tierra y piedras en mitad del túnel.

Echaron a andar de nuevo y entonces Nabé habló en voz muy baja y casi al oído de Roger.

—Ahora debemos estar ya cerca del Antiguo Ayuntamiento… será mejor que tengamos mucho cuidado.

El pasadizo se elevaba un poco antes de torcer hacia la derecha. Luego les cortó el paso otro desprendimiento de tierras. Esta vez era mayor y los tres se miraron sorprendidos en silencio.

Entonces oyeron un ruido procedente del otro lado del montón de cascotes… un ruido espasmódico y rápido, a intervalos regulares, que hacía sufrir… el mismo que oyera Nabé desfigurado por la distancia y porque llegaba hasta la pequeña habitación recubierta de paneles de madera, a través del pasadizo secreto. No era de extrañar que no supiera reconocerlo.

En cambio, ahora que estaban cerca, era bien sencillo… sonaba precisamente al otro lado del montón de tierra. Era un hombre que tosía dolorosamente… tres golpes de tos… pausa… tres golpes de tos… pausa…

Luego oyeron un gemido terrible y el hombre del otro lado del obstáculo murmuró algo con voz quebrada.

—Yo diría que está muy enfermo —susurró Nabé—. Debiera verle un médico. ¿Qué creéis vosotros que estará haciendo aquí?

—Probablemente lo habrán secuestrado —replicó Roger también en voz baja—. Y en cuanto a un médico… eso sería probablemente el hombre que vimos la otra noche cuando nos escondimos en el arcón… ¿te acuerdas de aquel hombre que llevaba un maletín? Seguramente sería un médico llamado por la guardiana.

—Pero ¿acaso no le sorprendería tener que asistir a un paciente en este extraño lugar? —preguntó Chatín.

—Tal vez sea el médico que atiende a la banda, o quienquiera que sea, que secuestra a la gente y la esconde aquí —dijo Nabé.

—Mirad —exclamó Roger enderezándose, puesto que se había arrodillado para inspeccionarlo todo—. Mirad… aquí hay un espacio abierto y se puede ver a través de él.

Nabé se agachó para mirar por el agujero y pudo ver parte del cuerpo de un hombre cubierto por una manta, que tosía y daba vueltas, pero no su rostro.

—¿Queréis que le hable y le pregunte quién es? —susurró Nabé. Los otros asintieron, convencidos de que era un prisionero secuestrado por alguna razón.

Nabé le habló a través del agujero.

—¡Eh…! ¡Oiga! ¿Quién es usted?

El hombre del otro lado dejó de moverse en el acto y al parecer se incorporó.

—¿Quién habla? —susurró con voz ronca y asustada—. ¿Quién es?

—No importa —replicó Nabé—. Díganos quién es usted, y qué está haciendo aquí.

—He sido secuestrado —gimió—. Soy detective y estaba espiando a una banda de raptores. Ahora me tienen en su poder… y quieren arrancarme todo cuanto sé… para matarme más tarde. Por eso no hablo.

Volvió a echarse y a reanudar las toses… aquella tos escalofriante.

Los niños comprendieron que estaba muy grave y no dudaron de su palabra.

—¿Quiere que intentemos llegar hasta usted, y sacarle de aquí? —preguntó Nabé comprendiendo, a pesar de sus palabras, que sería imposible sacar a un hombre tan enfermo de aquel túnel y subirle por el pozo.

—No, no, no podría resistirlo —repuso el hombre volviendo a toser—. Escuchad… me matarían si supieran que he estado hablando con alguien, de manera que tener cuidado. Escuchad lo que yo os diga.

—Le escuchamos —replicó Nabé.

—Esta noche van a venir tres de la banda para intentar hacerme hablar por última vez, y sacarme todo lo que sé de ellos y de otros —dijo el hombre con voz ronca—. Vendrán a las once. ¿No podríais esconderos hasta que vengan y entonces avisar a la policía? Decidles que es el detective inspector Rawlings quien envía el mensaje.

—De acuerdo… y entonces si los tres están aquí, en el pasadizo será fácil atraparlos —dijo Nabé comprendiendo el plan—. Buena idea, señor.

—¿Es la guardiana quien le trae la comida? —preguntó Roger por el agujero—. ¿Está también complicada?

—¡Todos están complicados! —contestó el hombre—. Yo sabía que utilizaban este lugar como cuartel general, pero desconocía la existencia del pasadizo secreto. ¡Más de un pobre incauto ha perdido aquí la vida!

Y le dio un acceso de tos tal, que no pudo reprimirla. Nabé y Roger estaban muy contrariados.

—Si por lo menos pudiéramos llegar hasta él para ayudarle…, pero este maldito desprendimiento es demasiado importante para podernos abrir paso sin herramientas —dijo Nabé, y acto seguido gritó a través del agujero cuando cesaron las toses—: Ahora nos vamos, señor, pero haremos exactamente lo que usted ha dicho. ¡Adiós!

Emprendieron el regreso con sumas precauciones, volviendo a pasar por el hueco abierto en el otro obstáculo. Al fin se hallaron de nuevo junto al pozo y oyeron la voz de Diana que les gritaba preocupada:

—¡Nabé! ¡Roger! ¡Chatín! ¡Oh, volved! Roger, ¿qué ha ocurrido?

—¡Pobrecita Diana! —exclamó Roger comprendiendo de pronto el largo tiempo transcurrido y lo asustada que debía estar su hermanita.

—¡Hola, Diana! —le gritó—. ¡Ya estamos de vuelta sanos y salvos y con noticias que contarte!

—¡Gracias a Dios! —exclamó la niña casi llorando.

Nabé asió el extremo de la cuerda que colgaba en el interior del pozo y la ató alrededor de su cintura por si se caía.

—¡Ahora subo, Diana! —le gritó.

No tardó en llegar arriba donde se montó sobre el brocal del pozo como un gato. «Miranda» fue a subirse sobre su hombro parloteando y acariciándole afectuosamente, y «Ciclón» y «Tirabuzón» saltaron sobre él ladrando.

—Me estaba arrepintiendo de no haber ido con vosotros —dijo Diana con lágrimas en los ojos—. ¡Habéis tardado mucho!

—Ayudemos a subir a Roger y Chatín y luego te contaremos las noticias —dijo Nabé volviéndose a asomar al pozo. Chatín ya estaba subiendo y Roger no tardó en seguirle. Los tres temblaban de frío y se alegraron de sentir el fuerte sol de mayo sobre sus espaldas.

Contaron a la asombrada Diana todo cuanto les había ocurrido, y la niña apenas podía dar crédito a sus oídos.

—¡Vaya! ¡Pensar que una banda de secuestradores utiliza el Antiguo Ayuntamiento para eso! Supongo que ello fue motivo de que esa mujer buscara el empleo y lo consiguiera… así sería más sencillo para la banda el entrar y salir, utilizar el pasadizo secreto, para esconder cosas y personas, teniendo a uno de los suyos allí al cuidado de los prisioneros, y siempre a punto para facilitarles la entrada y la salida —Diana se detuvo para tomar un poco más de aliento.

—Sí… nadie habría adivinado nunca que un sitio semejante… el museo antiguo de una pequeña aldea… fuese un cuartel general tan ingenioso —dijo Roger—. Claro que uno de la banda debió enterarse de la existencia de este pasadizo y vislumbrar sus posibilidades. ¡Y pensar que nadie podía entrar aquí porque esa mujer siempre estaba de guardia!

—Hay una cosa que no comprendo —dijo Nabé—. Cuando entramos en ese pasadizo llegamos ante una pared de ladrillos que interceptaba el paso, y entonces no había nadie allí, aunque la noche anterior había oído toser a ese hombre. ¿Dónde estaba?

Todos reflexionaron intensamente.

—Lo único que se me ocurre es que algunos ladrillos de esa pared deben poder quitarse con facilidad —dijo Roger al fin—. Realmente no examinamos el muro con gran atención, Es seguro que se quitan algunos ladrillos para poder pasar. Estoy cierto de que no me equivoco. Todo ha sido planeado con sumo cuidado y gran inteligencia.

—Ese detective va a pasar un mal rato esta noche —dijo Chatín—. No dirá lo que sabe, eso es seguro… así que le matarán o le dejarán morir allí. Yo creo que está tan enfermo que puede morirse de un momento a otro.

—Yo también me moriría en un lugar tan oscuro, frío y húmedo encerrado día y noche sin aire que respirar —dijo Nabé meditando unos minutos.

—Ahora comprendo muchas cosas —dijo—. Ya sabéis que cuando subí a ese camión que me trajo a Lillinghame, y que luego vi más tarde ante el Antiguo Ayuntamiento, había en él algo que aterrorizó a «Miranda». Todo lo que yo pude ver fue una cosa blanca que parecía correr por el suelo del camión…, pero que probablemente sería una de las manos del detective que asomaba por debajo de la lona que lo cubría. Supongo que estaba escondido debajo de los sacos y otras cosas, sin duda dormido a causa de alguna droga.

—Sí… parece como si aquella noche hubieran traído al prisionero —replicó Chatín—. ¡Pobrecillo! ¡Cuánto tiempo ha pasado ahí abajo!

—Ahora hemos de trazar nuestros planes —dijo Nabé—. Y trazarlos… con mucho, muchísimo cuidado, con suma prudencia.