Los cuatro se encontraron a la mañana siguiente en el jardín de la señorita Ana. Chatín había preparado ya el desayuno de Nabé en una bandeja y se lo llevó mientras Roger y Diana corrían delante para saludar a Nabé y «Miranda».
—¿Has averiguado algo? —le preguntó la niña ansiosamente—. ¿Te dijo Noemí dónde empezaba el pasadizo?
—No, no quiso —repuso Nabé—. Al principio dijo que no sabía nada… que el pasadizo era conocido únicamente por muy pocos, y que esos pocos eran los propios Dourley. Y luego, que ahora ya no existe.
—¡Diantre! —exclamó Roger—. Eso no nos ayuda nada. ¿Tú crees que realmente sabe algo?
—Pues, fue muy extraño —dijo Nabé despacio—, ya que cuando yo la presioné un poco, porque no pude por menos de presentir que sabía más de lo que me había dicho, se puso muy nerviosa y alterada y dijo algo bastante curioso.
—¿Qué? —preguntaron todos a una.
—Dijo: «Hace años que había olvidado al ahogado, y ahora me has hecho recordarlo. Volveré a tener pesadillas. Te aseguro que ese pasadizo no ha vuelto a utilizarse desde entonces. ¡Ha desaparecido, ha desaparecido!».
Los niños le escucharon en silencio y llenos de asombro. ¿Qué significaba aquello?
—¿Qué ahogado? —preguntó Diana—. ¿Y por qué no ha vuelto a utilizarse el pasadizo desde entonces? ¿Qué tendrá que ver con que alguien se ahogase? No es posible ahogarse en un pasadizo.
—Existe sólo una explicación —continuó Nabé bajando la voz—. Puede que me equivoque, pero es lo único que se me ocurre. ¿Dónde se ahoga uno? En el agua. ¿Y dónde hay agua cerca de a casita de Noemí? Sólo en el pozo.
Hubo una pausa.
—Sigo sin ver la explicación —dijo Roger—. ¿Qué quieres decir?
—Pues esto —replicó Nabé— tal vez resulte descabellado, pero creo que vale la pena considerarlo. Supongamos que ese pasadizo secreto tuviera una de sus entradas en el pozo de la anciana Noemí… y alguien, que era perseguido, utilizara el pasadizo, y en voz de conseguir salir del pozo, se cayera y ahogara… Si eso hubiera ocurrido cuando Noemí era muy joven, y ella lo supo, jamás debió olvidarlo. Tendría pesadillas e incluso aunque la historia se la hubieran contado siendo niña, sería suficiente para hacerla soñar.
—Creo que tienes razón —dijo Roger—. Todo concuerda. Pero Dios santo…, ¿cómo es posible que un pasadizo secreto termine en un pozo?
—No lo sé —replicó Nabé—. Pero eso hemos de averiguarlo nosotros. Si hay una entrada en el fondo del pozo… y todos sabemos lo profundo que es… tiene que haber algún medio de subir y bajar por su interior… algunos peldaños… tal vez una escalerilla de hierro… Pronto lo descubriremos.
—Eso es… es emocionante —dijo Chatín frotándose las manos—. Pero tendremos que andar con mucho cuidado para que no se nos escape un pie… ¡o nos daremos un baño muy desagradable!
—No digas esas cosas —dijo la niña estremeciéndose.
Una voz impaciente llamó desde la casa:
—¡Niños! ¿Qué estáis haciendo? ¿Es que no vais a desayunar nunca?
—Cielos… nos habíamos olvidado —dijo Roger sorprendido—. Y tú también, Chatín. ¡Es increíble!
—Saldremos en cuanto podamos, Nabé —dijo Diana y los tres entraron en la casa con los perros pegados a sus talones.
Aquella mañana tuvieron que montar a caballo porque así lo habían dispuesto desde el día anterior. Nabé fue también con unos pantalones viejos de montar que habían pertenecido a un sobrino de la señorita Ana, que ahora era ya mayor y no habitaba en la aldea. Era un jinete perfecto pues estaba acostumbrado a la silla desde que era casi un bebé. Los niños le admiraron. ¡El buen Nabé era una maravilla!
Durante el paseo les fue contado lo ocurrido la noche anterior en la casita del bosque.
—He dormido en esa habitación diminuta, y toda la noche la pasé soñando con comida… los aromas son tan apetitosos… Chatín, debieras llevar unos cuantos tarros de encurtidos y compotas a tu dormitorio. Tendrías visiones maravillosas, y pasarías toda la noche comiendo en sueños.
Todos se echaron a reír mientras Chatín consideraba la idea seriamente y sintió la tentación de apoderarse de algunas botellas y tarros de la despensa de la señorita Ana y hacer la prueba.
Ninguno se fijó mucho en el paisaje aquella mañana porque estaban obsesionados con la idea de inspeccionar el pozo.
Estuvieron hablando y hablando de ello, y a la hora de comer Diana apenas pudo probar bocado, tanta era su impaciencia. Sin embargo, ni Roger ni Chatín perdieron el apetito, así que la comida no se desperdició.
Aquella tarde fueron todos a la casita del bosque con Nabé.
—La anciana Noemí va a ir a terminar de limpiar la iglesia —les dijo—. Será una buena ocasión para examinar el pozo.
Cuando llegaron la casa estaba vacía y Noemí se había marchado. Cuando los niños se hubieron asegurado bien, fueron directamente al pozo y se asomaron al brocal.
Desde luego era muy profundo. Roger arrojó una piedra y escucharon hasta oír el chapoteo del agua que tardó mucho en dejarse escuchar.
—Ahí está —dijo Nabé al fin—. Ahora busquemos por donde bajar.
Los helechos crecían tan espesos en las paredes del pozo que resultaba difícil distinguir siquiera los ladrillos. Nabé las fue tanteando inclinado sobre el brocal, mientras Diana le sujetaba con fuerza temerosa de que se cayera.
—¡He descubierto algo! —dijo Nabé al fin—. Aquí hay una especie de abrazadera de hierro. Esperad… arrancaré esos helechos.
Los quitó y los otros pudieron ver a qué se refería: una abrazadera de hierro incrustada en la pared. Parecía muy fuertemente sujeta, y Nabé tiró de ella para comprobarlo.
—Bueno… si es un peldaño para bajar, habrán otros más abajo de la pared y escalonados. Voy a ver si los encuentro.
—Oh, Nabé… no lo hagas —exclamó Diana.
—Traeré una cuerda de la despensa y con ella te ataremos por la cintura —dijo Roger a quien tampoco le atraía la idea de que Nabé se introdujera en el pozo—. Luego ataremos la cuerda al poste del pozo y la sujetaremos dejando bajar a Nabé poco a poco mientras busca donde agarrarse.
Trajeron la cuerda y Nabé dejó que le ataran. En su interior lo consideraba una tontería porque era un acróbata y trepador de primera…, pero supo comprender que Diana estaba asustada.
Se montó sobre el brocal apoyando el pie en la abrazadera de hierro que había descubierto, y con el otro fue tanteando entre los demás helechos con grandes precauciones. ¡Y encontró otra abrazadera!
—¡Lo encontré! —anunció alegremente a sus compañeros—. Éste debe ser el camino para descender. No es de extrañar que nadie lo supiera, está bien escondido por los helechos.
Sin embargo, más abajo ya no crecían hierbas y le fue más sencillo encontrar los escalones. Un par de abrazaderas se desprendieron al apoyar en ellas el pie, dándole un buen susto. Los otros las oyeron chocar contra el agua y sujetaron con más fuerza la cuerda que sostenía a Nabé. A Diana le latía el corazón. ¡Dios mío, aquello era peligroso! Tal vez no debieran hacerlo. ¡Pero, tenían que descubrirlo!
Nabé fue descendiendo un buen trecho.
—¿Todavía no ves el agua? —le gritó Roger y su voz encontró un eco extraño en el interior del pozo.
—Sí… ahora lo veo —respondió Nabé—. Oíd… no encuentro más peldaños. ¡Troncho… sólo faltaría que el resto se hubieran desprendido y caído al agua!
Volvió a tantear el muro temblando, puesto que hacía frío en el interior de aquel pozo húmedo y oscuro. No… ya no habían más peldaños bajo sus pies y Nabé gritó a Roger:
—¡Roger! No tengo linterna. Ata la tuya a una cuerda y hazla bajar. Quiero ver si la entrada del pasadizo está por aquí, puesto que se acabaron los escalones.
La linterna fue descendiendo girando en el extremo de la cuerda. Al fin llegó hasta Nabé, que la encendió. ¡Ah… ahora podría ver!
Lanzó un grito tal que los otros casi sueltan la cuerda, y «Miranda», que no había bajado al pozo con su amo, miró hacia el oscuro interior con ansiedad.
—¿Qué ocurre? —gritó Roger haciendo resonar el eco del pozo.
—¡A nadie se le hubiera ocurrido buscarlo aquí! ¡Voy a entrar!
—Pero ¿por dónde? —preguntó Roger.
—Aquí hay un agujero, en la misma pared del pozo —chilló Nabé—. ¡Apuesto a que es la entrada del pasadizo secreto! Vaya… qué idea más maravillosa tener un medio de escape que vaya a salir a un pozo.
—¡No, no! —se desgañitó Chatín—. Espera. ¡Nosotros también queremos bajar!
—Diana, no —replicó la voz de Nabé.
—¡Yo no quiero ir! —dijo la niña—. De todas maneras alguien tiene que sujetar la cuerda en tanto bajáis. Yo lo haré.
Nabé se introdujo en el interior del pozo encendiendo su linterna, no podía ver otra cosa que un túnel oscuro bajo sus pies… ¡Cielos… aquello era emocionante! ¡Ahora sí que habían descubierto realmente el otro extremo del pasadizo secreto! ¿Conduciría hasta el Antiguo Ayuntamiento como señala el mapa?
Roger bajó después apoyando los pies en las abrazaderas, y luego fue seguido por Chatín que dejó a su perro hecho un manojo de nervios. Diana tuvo que impedir que «Ciclón» y «Tirabuzón» saltaran dentro del pozo.
Pronto los tres niños estuvieron en el interior del estrecho agujero, que era tan sólo una abertura circular en la pared del pozo. ¿Acaso el agua habría llegado alguna vez hasta aquella altura? Probablemente no. El manantial de donde provenía el agua del pozo debía estar muy hondo.
—Ahora comprendo lo que quiso decir la vieja Noemí al hablar de un ahogado —dijo Nabé—. Alguien vendría corriendo por este túnel oscuro, y sin darse cuenta de que se terminaba, debió salir por el agujero y caer al pozo.
—¡Qué horror! —exclamó Roger estremeciéndose de frío y espanto—. Adelante. Vamos a explorar el túnel. Pero ¿no es mejor no hacer ruido, por si hay alguien más por aquí? ¡Puede que haya alguien por el otro extremo!
—Sí. No hagamos ruido —susurró Nabé—. Vamos. Encenderé mi linterna para que podáis seguirme.
Y echaron a andar por el fantástico túnel, uno tras otro, en aquella oscuridad. ¡Qué extraña aventura!