Capítulo XIX - Todo es muy extraño

—¡Tenemos que escondernos! —exclamó Nabé—. Pueden entrar aquí.

Afortunadamente los pasos se dirigieron hacia la cocina, y los niños oyeron el correr del agua mientras miraban desesperados a su alrededor. No se atrevían a salir de allí por miedo a ser vistos.

En un rincón había un arcén grande, y en otro uno más pequeño. Nabé levantó la tapa del mayor.

—Meteros aquí —les susurró—. Aquí hay sitio para tres. Yo me esconderé en el otro con «Miranda».

Obedecieron apresuradamente procurando hacer el menor ruido posible. Chatín arrastró al pobre «Ciclón», tapándole la cabeza con ferocidad, cada vez que se mostraba dispuesto a gruñir. Nabé se refugió dentro del otro arcén, pero «Miranda» negóse a imitarle y se alejó en la oscuridad. No le gustaba verse encerrada en ninguna parte.

Nabé exhaló un gemido ahogado. ¡Ojalá «Miranda» no tropezara con el «enemigo»! ¿Qué diantre estarían haciendo allí aquella gente a aquellas horas de la noche?

Acababan de esconderse cuando se oyeron pasos que entraban en la habitación. Eran dos personas.

—¿Dónde está? —preguntó una voz masculina.

—Te llevaré Junto a él —respondió una voz de mujer… ¡la guardiana! Nabé alzó la tapa del arcén sólo un milímetro y se dispuso a escuchar.

Percibió el chirrido del resorte oculto tras el panel y que liberaba el mayor. Ah…, entonces es que iban a bajar por el pasadizo secreto. ¿Por qué? Si no conducía a ninguna parte y estaba tapiado a poca distancia. Nabé sintióse intrigado. Al parecer la mujer no había reparado en que e) tapiz no estaba en su sitio, lo cual era un alivio.

Pudo verla gracias a la linterna de aquel hombre. A él no le vio muy bien, pero observó que llevaba un maletín o algo parecido a un pequeño neceser. Su voz era profunda y tosca, y al parecer estaba descontento.

De pronto «Ciclón» gruñó sordamente desde las profundidades del arcén, y la mujer y el hombre quedaron como petrificados.

—¿Qué habrá sido eso? —dijo el hombre al fin—. ¡Qué ruido más espeluznante!

De encima de sus cabezas les llegó un ligero cuchicheo. Era «Miranda», naturalmente, que le estaba diciendo a «Ciclón» que se callara. Al oírla el hombre y la mujer pegaron un respingo y elevaron la linterna hacia el techo, pero la monita había desaparecido, y empezó a parlotear desde el extremo opuesto de la habitación.

«Ciclón» volvió a gruñir siendo inmediatamente acallado por Chatín.

—Otra vez ese horrible ruido —dijo el hombre—. Es suficiente para poner la carne de gallina a cualquiera. ¿Qué le ocurre a este lugar?

—Nada —replicó la mujer con voz temblorosa—. Nunca había oído esos ruidos. Pero no puede ser nada… sólo… sólo mochuelos o algo por el estilo.

—Las lechuzas no producen esos ruidos que hielan la sangre —dijo el hombre iluminando con su linterna la entrada del pasadizo—. Bueno, vamos… ¿de verdad hemos de entrar ahí?

De pronto la mujer lanzó un grito, y Nabé casi deja caer la tapa del arcón ante la sorpresa. ¿Qué estaba ocurriendo?

«Miranda» acababa de sentarse sobre un estante cerca de la cabeza de la mujer y le había tirado del pelo. No era de extrañar que hubiera gritado.

Con su grito asustó al hombre, que se puso furioso.

—¡Basta! —gruñó—. Nos estamos poniendo muy nerviosos. ¿Qué ocurre ahora?

—Al… al… alguien me ha tirado del pelo —tartamudeó la mujer.

—Y yo haré lo mismo si no dejas de hacer comedia —replicó su acompañante y dándole un empujón la obligó a entrar en el pasadizo secreto con más rapidez de lo que ella hubiese querido. Luego la siguió. Nabé pudo oír sus pasos que se alejaban bajo tierra, y saliendo a toda prisa del arcón acercóse a la entrada del pasadizo para escuchar.

Pero no pudo oír más que un ruido como si rascasen. Todo era silencio. ¿A dónde habría ido aquel par?

Fue corriendo hasta el otro arcón para abrirlo.

—Vamos —les dijo—. Ahora es el momento de escapar. Se han ido por el pasadizo secreto. Dios sabe a dónde y por qué. Es mejor que nos vayamos. Esto no me gusta nada, en absoluto.

Los otros se alegraron de abandonar su escondite, y cerrando de nuevo el arcón corrieron silenciosamente, gracias a las suelas de goma de sus zapatos, en dirección a la puerta y al llegar al oscuro vestíbulo, Nabé consideró que para saber donde estaba la puerta debía encender su linterna aunque sólo fuera un segundo.

Alcanzaron la puerta principal que Nabé abrió silenciosamente, y tuvo que dejarla abierta porque no quiso arriesgarse a que al cerrarla hiciera ruido, y acto seguido advirtió a los otros:

—Tened cuidado. Puede que haya un coche esperando y no es conveniente que nos vean.

Observó la calle con atención descubriendo una lucecita roja… ¡la luz posterior de un automóvil!

—Iremos a dar la vuelta por detrás de la casa —susurró—. Podemos deslizamos por entre el seto y continuar campo a traviesa. Vamos. ¡No hagáis ruido!

Todos respiraron más a gusto cuando estuvieron algo alejados, después de salir por entre el seto que rodeaba la cosa del Antiguo Ayuntamiento. «Ciclón» estaba perplejo. ¿Qué clase de juego era aquél que se jugaba de noche? Estaba cansado de que Chatín le tapara la cabeza cada vez que quería gruñir.

—No digáis nada hasta que estemos en casa de la señorita Pimienta —dijo Roger en voz baja. Así que los cuatro, pensando que tal vez les estuvieran espiando desde cada seto, regresaron apresurada y silenciosamente.

Se dirigieron a un pequeño cobertizo que había en el jardín de la señorita Ana para hacer comentarios sobre lo ocurrido.

—Vaya una noche —exclamó Roger exhalando un profundo suspiro de alivio al verse en lugar seguro—. Las campanas tocando de esa manera… y luego ese hombre y esa mujer aparecen exactamente como si fueran los enemigos anunciados por las campanas.

—Quisiera saber si las habrá oído alguien más…, los aldeanos por ejemplo —dijo la niña.

—Algunos es posible que sí —respondió Roger—. Pero la aldea está algo apartada… y como las campanas han sonado como si no se movieran… como si hubieran sido golpeadas enérgicamente y al mismo tiempo, no han sonado tan fuerte como si hubieran tirado de sus cuerdas con toda normalidad… más que doblar, vibraron.

—Lo han hecho lo mejor que han podido —replicó Diana muy seria—. Yo estaba asustadísima. Supongo que el «enemigo» no las oiría porque llegaron en automóvil y aun debían estar lejos. Me pregunto si se hubieran atrevido a entrar en el ayuntamiento de haberlas oído.

—Claro que no —repuso Roger—. ¡Qué campanas tan inteligentes… avisarnos a nosotros y a ellos no! Oíd… esto es muy extraño, ¿no os parece? ¿Qué habrá en el interior del pasadizo secreto?

—Querrás decir quién está allí —contestó Diana—. Ese hombre dijo: «¿Dónde está?», y ella le respondió: «Te llevaré hasta él». Allí abajo hay alguien.

—Pues no sé dónde —exclamó Roger—. Llegamos hasta la pared de ladrillos, y no encontramos a nadie. Y que yo viera no había ningún otro pasadizo, ni cueva, ni nada parecido. Sólo es un túnel.

Se hizo un silencio. Todos pensaban por su cuenta.

—¿Volveremos otra vez a ese pasadizo para echar otro vistazo? —preguntó Roger al fin.

—No —fue la respuesta unánime y resuelta. La idea de volver a bajar allí de noche, con la perspectiva de que las campanas volvieran a sonar en cualquier momento, no les seducía.

—Voy a deciros lo que podemos hacer —exclamó Chatín de pronto—. Podríamos intentar descubrir el otro extremo del pasadizo secreto y explorarlo hasta el otro lado de la pared de ladrillos.

A todos les pareció una idea excelente, y Roger dio una palmada en la espalda a su primo.

—Eso sí que es una buena idea —le dijo—. Entonces tal vez descubramos algo.

—Sí…, pero aguardad un momento. No sabemos dónde buscar el otro extremo del pasadizo —dijo la niña después de reflexionar unos instantes.

—Volveremos a preguntarle al abuelo —exclamó Roger prontamente—. Quizás esta vez nos lo diga.

Diana bostezó en el momento en que el reloj de la iglesia daba las doce con toda solemnidad.

—Debiéramos irnos a la cama —dijo la niña—. Mañana por la mañana no habrá quien nos despierte. ¿Dónde dormirá Nabé? No puede volver al ayuntamiento.

—Ni creo que tampoco quiera —replicó Chatín—. Yo por lo menos no volvería.

—Pues yo tampoco —repuso Nabé—. Esas campanas me han dado un buen susto. No acabo de entenderlo. La pobrecilla «Miranda» está tan asustada que no se ha movido desde que la metí dentro de mi camisa. ¡Debió estar a punto de desmayarse al oírlas tocar!

—Yo también estuve a punto de desmayarme —dijo Chatín—. Bien, ¿qué hacemos con Nabé? ¿No podría dormir aquí esta noche? ¿En este cobertizo?

—Sí… por esta noche, creo que sí —repuso Roger tras ligera reflexión—. No sé si le importará a la señorita Ana, pero como ahora no podemos preguntárselo, podemos decir que sí. Después de todo no es probable que «Miranda» entre en su habitación por la ventana.

Nabé estaba cansado, y preparó algunos sacos para tenderse encima, y Diana encontró una vieja manta de viaje con que taparle.

—Ahora me vuelvo a la cama —le dijo—. ¿Estarás bien aquí, Nabé?

—Estupendamente —respondió el muchacho acomodándose—. Vosotros iros a la cama… o volveréis a pescar la gripe o cualquier cosa. Os veré mañana.

—Sí… y encontraremos el otro extremo del pasadizo, sea como sea —dijo Chatín—. Y bajaremos por él.

—Aunque supongo que descubriremos que el techo se ha hundido como nos dijo la mujer —observó Roger haciendo memoria.

—De todas maneras, será divertido buscarlo y explorarlo —repuso Nabé somnoliento—. Buenas noches a todos.

«Ciclón» le propinó el último lametón en la nariz y olfateó a la pequeña «Miranda» dormida debajo de su camisa. Luego se alejó tranquilamente con los demás. ¡Qué noche! ¡No cabía la menor duda de que al día siguiente tendrían mucho que contar a «Tirabuzón»!